40 años de conversación, amor y “vida salvaje” entre dos mujeres
“Fue una conversación de cuarenta años”. Como si fuera uno de sus poemas, así resume Mary Oliver su relación con la fotógrafa Molly Malone Cook en ‘Nuestro mundo’ (Comisura), un libro breve, intenso y bellísimo, que a uno le reconcilia con el mundo, tan impregnado de malas noticias. Publicado en inglés en 2007, dos años después de la muerte de Molly (M., como se refería a ella Oliver en sus poemas y escritos), el libro es un canto al amor y la “vida salvaje”.
Se conocieron en la casa de la poeta Edna St Vicent Millay, donde residía Oliver desde que había dejado el instituto para ayudar a Norma, la hermana de Edna (murió en 1950 al caerse de las escaleras de esa casa), a ordenar los papeles y el archivo que había dejado la escritora, la tercera mujer en conseguir el Pulitzer de poesía, en 1923.
Lo que para Oliver fue un amor a primera vista, no parece que fuera así para Malone, quien se limitó a ajustarse las gafas de sol, muy digna (algo que ella siempre negó, recuerda con ternura e ironía Oliver). “¿No es maravilloso cómo el mundo contiene a un tiempo la seriedad más honda y la jovialidad más inesperada?”, se pregunta la poeta.
Ambas vivían por aquel entonces en el Village de Nueva York, un barrio bohemio poblado de artistas, creadores y diletantes. No solo era la coincidencia de vivir en el mismo barrio, sino en la misma calle. Superada la suspicacia inicial de Molly, comenzaron a verse y, de paso, una conversación que duró 40 años. El libro es un homenaje a su pareja, está lleno de amor hacia Malone, pero sin idealizaciones tontas, y contagia la misma vitalidad y pasión por el disfrute de los detalles, de la naturaleza, que leemos en los poemas y ensayos de Oliver. Sonia Fides escribió un bonito artículo en El Asombrario un artículo a principios de año, cuando se publicó el libro en castellano.
Sin embargo, Nuestro mundo no solo nos descubre una parte de la intimidad de Mary Oliver con su pareja, con esa prosa cercana, lírica, honda y alegre de Oliver. También a una fotógrafa formidable: Molly Malone. La mirada de Malone (su deseo desde pequeña era conocer caras y rostros) sabe captar los momentos, inmortalizar la vida, como esos retratos callejeros que hace de Alemania (donde vivió y trabajó) y el Nueva York de los años 50. Más tarde, ya como librera y galerista en Provincetown, su mirada se posará también en algunos de sus clientes, algunos ilustres, como el escritor Norman Mailer o el fotógrafo Walker Evans, de quien Malone escribió en su diario: “Me pareció un hombre muy triste, pero ¡ah, qué ojo tenía!”.
Ese diario le permitió a Oliver conocer un poco más a quien había sido el amor de su vida, entrar en la “mirilla de su cámara de fotos”, actividad que tuvo que dejar muy pronto por problemas de salud: fumaba mucho y en esa época no se tenía demasiado cuidado con los productos para el revelado. El libro puede leerse así también, como una relación que se revela poco a poco, igual que una fotografía en blanco y negro. Oliver cuenta que encontró decenas de rollos de fotografías en color, que tenía el proyecto de darlas a conocer algún día. Desconozco qué ha pasado con ellos, pero merecería la pena que vieran la luz.
Aunque no haga falta ninguna excusa porque releo a Oliver de vez en cuando, después de reencontrarme otra vez con Nuestro mundo (lo devoré cuando salió en castellano, fui a la estantería y recalé en A Thousand Mornigs (Valparaíso, traducción de Nieves García Prados). Lo abrí al azar y leí en voz alta uno de los poemas más bellos del libro, y más duros a la vez, Zum, zum, en el que cuenta cómo pudo sobreponerse, en gran parte gracias a la literatura, al abuso que sufrió por parte de su padre. Dividido en varias partes, hay dos momentos escalofriantes:
“3. DIJO LA MADRE
Vas a hacerte mayor
y para que eso suceda
yo voy a tener que envejecer
y después moriré, y la culpa será tuya,
será toda tuya”.
“4. DEL PADRE.
Él quería un cuerpo
así que tomó el mío
Algunas heridas desaparecen.
Sin embargo, poco a poco
aprendí a amar la vida”.
Lo leí de nuevo y no pude evitar acordarme de Alice Munro (). Oliver y Munro habían caminado juntas hasta ahora en mi canon personal. Pero tras conocer la historia de la hija de Munro, se han convertido en víctima y verdugo, por más que haya quien trate de justificar a la autora canadiense.
“7. Oh, la casa de la negación tiene gruesos muros
y muy pequeñas ventanas
y quien vive allí, poco a poco
se convertirá en piedra”.
Continúa el poema y parece que nos estuviera hablando (no es así, claro, habla de su propio tormento), de Munro, de su primer marido, del biógrafo, y de todas las personas que ocultaron las violaciones. En mis clases de escritura, vamos a leer dentro de poco, de nuevo, Escapada, de Alice Munro, un relato que entre otras cosas aborda la violencia de género. Trataremos de mirar a través de una de esas ventanas.
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