Una película y una expo sobre el más famoso fotógrafo de crímenes
El cronista de sucesos más famoso de la fotografía del siglo XX, Weegee, inspiró la película ‘El ojo público’, un ‘noir’ intenso y romántico dirigido en 1992 por Howard Franklin. Con motivo de la amplia exposición que la Fundación Mapfre dedica en Madrid a este artista, “experto en crímenes”, como se definió él mismo, repasamos esta película, que esboza los rasgos esenciales de su personalidad y su concepción fotográfica.
Sentado en una banqueta e inclinado ante el maletero abierto del coche aparcado en un callejón, el fotógrafo maneja rápidamente sus materiales: cubetas, líquidos, papel. Es un improvisado estudio de revelado, donde la imagen del cadáver de un hombre tendido en el suelo va apareciendo en el blanco de la hoja mojada que él sujeta con una pinza y mueve lentamente. Ese hombre ha recibido un disparo en la cabeza, bajo la cual se extiende una mancha de sangre. El fotógrafo acaba de atrapar el momento con su cámara y quiere terminar cuanto antes el revelado para llevar la imagen al periódico con la que sus lectores se desayunarán a la mañana siguiente.
El fotógrafo que aparece en estas primeras secuencias de El ojo público se llama Bernzy, pero sus rasgos básicos pueden atribuirse a un fotógrafo real, Arthur Fellig, conocido como Weegee, uno de los grandes artistas de la fotografía de Estados Unidos del siglo XX. En la ficción de El ojo público, ambos, pues, se solapan. Bernzy (el actor Joe Pesci) toma esos rasgos de Weegee: el humor sarcástico, la labia, la gabardina, el sombrero, el enorme puro, la gruesa complexión. Hace de él. “Siempre he sido más de hacer que de pensar”, decía Weegee. Y Bernzy también lo cumplirá durante la hora y media que dura la película de Howard Franklin, un apasionado homenaje al cine negro y a la figura del artista nacido en la ciudad ucrania de Zólochiv en 1899 y muerto en Nueva York en 1968. Su visión es oportuna cuando la Fundación Mapfre expone hasta el 5 de enero unas 100 fotografías de Weegee y un variado material documental de su trabajo.
Weegee: Autopsia del espectáculo ofrece, según la fundación, una nueva perspectiva sobre el legado del fotógrafo, del que se exhibe un amplio panorama y resuelve un aparente enigma: el paso que cruzó Weegee de cronista de sucesos en Nueva York entre 1935 y 1945 al autor de las popularísimas foto-caricaturas de personalidades públicas en su época de Hollywood, de 1948 a 1951, y que siguió practicando hasta el final de su vida. Parecen dos fotógrafos distintos, pero la exposición los une en la idea de la espectacularización de las imágenes. Weegee transformó en espectáculos los sucesos sobre los que testimonió en su primera etapa (crímenes, incendios, redadas policiales, accidentes) y, en su etapa posterior, espectacularizó satíricamente, manipulando las instantáneas en el laboratorio, la fama efímera de las estrellas y famosos, a las multitudes que los adulaban y su banal y mundano entorno, según explica la fundación.
El ojo público se queda con el primer Weegee. Howard Franklin, autor también del guión, lo descubrió en una exposición que le dedicó el Centro Internacional de Fotografía de Nueva York en 1982, y solo pudo sacar adelante su película, la segunda que dirigía, con el respaldo como productor ejecutivo del director de Regreso al futuro, Rober Zemeckis, que había trabajado con Franklin en Tras el corazón verde.
Aunque Franklin declaró que la película no era una biografía sobre Weegee, no cabe duda de que él es el personaje detrás de Bernzy, algo que la propia película muestra desde los títulos de créditos de apertura, insertando fotografías realizadas por Weegee, fundidas con la evocadora música de Mark Isham: imágenes en blanco y negro de muertos, de detenidos, de gentes de la calle, de las clases altas… Más adelante se describen las rondas nocturnas de Bernzy en coche, pegado a una radio sintonizada con la frecuencia de la policía (como hacía Weegee), observando a través de los cristales el mundo nocturno y sus habitantes, que Franklin muestra como fogonazos, de nuevo en blanco y negro, de posibles fotografías que registra la mirada de su personaje.
Estos y otros detalles tomados de la figura de Weegee los encauza Franklin en una ficción que, a su modo, espectaculariza al personaje de Bernzy: le inventa una historia de amor y le dota de una acendrada conciencia artística sobre su obra, ciega para la editorial de Nueva York a la que intenta venderle sus impactantes imágenes.
En su transposición de uno a otro personaje, Franklin sublima a Weegee y filma siguiendo el precepto de aquel dicho de la película de John Ford El hombre que mató a Liberty Valance: cuando la leyenda se convierte en realidad, imprime la leyenda. Como si a Weegee le hubieran ofrecido ser él en una película sobre unos hechos que no vivió, pero que iban a revestirlo de un aura legendaria, romántica: la película de un hombre atrapado en una trama criminal de bandas mafiosas enfrentadas, al que una mujer (la actriz Barbara Hershey) que gestiona un famoso club heredado de su marido muerto le hace un encargo para salvar el negocio.
El filme entrelaza a partir de ese momento la historia de dos pasiones, una fría y otra ardiente. Fría pasión de amor la de Bernzy enamorado de la dueña del club, una mujer, como se decía, muy por encima de sus posibilidades. Pero por ella se arriesga a morir, sin esperar reciprocidad (aunque aparentemente pasan una única noche juntos), manejado por corrientes subterráneas –la propia mujer que le utiliza, la policía que le acosa, los mafiosos que le zarandean como un títere– sobre las que se desliza en un precario equilibrio, sostenido por su ardiente pasión por la fotografía. Una pasión ciega, como toda pasión, sin cálculo, que lleva al fotógrafo hasta las puertas del infierno, en la gran escena final de la matanza entre mafiosos en un restaurante: la coreografía de un creador dispuesta para capturar un trozo de la vida sórdida en una ciudad que su mirada transforma en arte.
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