Barry López: la pasión por atrapar los horizontes de este enigmático planeta

El horizonte del mar Mediterráneo. Foto: Manuel Cuéllar.

Desde muchos canales lo han señalado como el más importante escritor de naturaleza de los últimos años. Dentro de nuestras Lecturas de Verano, no podíamos dejar de recoger Horizonte (Capitán Swing), que recoge los viajes alrededor del planeta del estadounidense Barry López, fallecido en diciembre de 2020 a los 75 años. En este extracto del libro –nueva entrega de nuestras Lecturas de Verano– podemos apreciar su espectacular dominio del lenguaje y las sensaciones. Un trabajo que se mueve entre la preocupación, la frustración y la esperanza sobre nuestro futuro.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

Aquellos viajes lejos de casa a principios de los años setenta —mi hogar estaba en la vertiente occidental de la cordillera de las Cascadas, en el oeste de Oregón, una casa de dos pisos a la orilla de un río de montaña, donde aún vivo— acabarían llevándome a recorrer con aborígenes el Territorio del Norte de Australia y a trabajar con un grupo de kambas en Kenia, en busca de fósiles de homínidos. A subir el río Orinoco en Venezuela, atravesar las montañas de la Reina Maud en la Antártida y bajar el Yangtsé desde Chongqing hasta Wuhan. A explorar las paredes de piedra de Bamiyán, en Afganistán, donde dos estatuas gigantescas de unos budas, marido y mujer, se alzaron durante mil quinientos años como genii loci hasta que los extremistas las destruyeron. A recorrer el norte de Japón, Oriente Medio y el sur del Pacífico.

Al principio, en esos viajes, me consideraba un reportero que iba a conocer el mundo desde su lugar privilegiado. Creía —en la medida en que podía comprenderlo— que tenía una obligación ética como escritor, además de la obligación estética. Debía experimentar intensamente el mundo y luego expresar con palabras, lo mejor posible, las cosas que había visto. Era consciente de que otras personas podían ver mejor que yo, pero también de que otras personas no podían viajar como había empezado a hacerlo, de forma habitual. Y, pensara lo que pensara el lector de lo que yo intentase describir, ya sabía que era posible que sus conclusiones no coincidieran con las mías. Me veía como una especie de mensajero, de guía, que volvía a casa desde otro lugar después de tener contactos con él y con sus habitantes, y con un relato que servía de información incompleta sobre lo diferente, maravillosa e incomprensible que era la vida más allá de los límites del pueblo en el que había crecido.

En retrospectiva, veo que este ideal —imaginarme al servicio del lector— me colocaba al borde del autoengaño. Pero, en aquella época, era mi forma de trabajar. No se me ocurría que tomarme la vida tan en serio podía hacerme perder la perspectiva. ¿Cómo, si no, podía tomármela?

Creo que fue el artista Saul Steinberg quien se calificó en una ocasión como un escritor que pintaba. Durante un tiempo, después de dejar mis cámaras en 1981, me consideré —desde luego, de forma pretenciosa— un artista que escribía. Estaba pendiente de las imágenes visuales y el movimiento y la organización en diferentes volúmenes espaciales. Prestaba atención a ese tipo de cosas en mis textos como había hecho en mis primeras fotografías. Yuxtaponía, subrayaba y confiaba en lograr un delicado equilibrio en esas composiciones escritas, independientemente de cuáles fueran sus componentes.

En algún momento, mientras escribía ensayos y relatos, y cuando llevaba muchos años haciéndolo, empecé a notar los aspectos en los que había cambiado como escritor con el tiempo. Entonces me pregunté si sería instructivo volver a alguno de los lugares que ya había visitado, ver cuánto podía aprender de unas circunstancias que, evidentemente, ahora serían distintas. Pensaba haber informado con cuidado y exactitud sobre lo que había visto, pero quería volver a experimentar aquellos lugares; regresar, por ejemplo, al Alto Ártico, a Galápagos, hacer otro viaje a la Antártida (en mis obras de ficción también había elaborado situaciones en paisajes específicos —la California agrícola de mi niñez, las calles de Manhattan, el bosque templado en el que establecí mi hogar en 1970, el barrio de Jimbocho en Tokio—, pero el imperativo de volver a ellos, en este caso, no era tan fuerte).

Me había perdido muchas cosas en mis primeras visitas a esos lugares. Tenía fe en que la segunda vez, independientemente de lo que absorbiera, la experiencia en general me afectaría de otra forma. Dormiría en sitios distintos, el tiempo no sería el mismo, y sufriría la influencia de los libros que había leído desde entonces. Y, desde luego, los descubrimientos y los fracasos de mi propia vida en ese tiempo iban a cambiar mis percepciones anteriores.

Uno nunca puede, incluso aunque preste la más estricta atención en todos los sentidos, comprender por completo un lugar, por muchas veces que vaya a él. No solo porque el lugar está en cambio constante, sino porque la esencia de cualquier lugar no es la transparencia, sino la oscuridad. Nunca me ha atraído la idea de escribir el texto definitivo sobre nada, especialmente por la naturaleza heraclitiana de las geografías culturales. Por eso, al revisitar estos lugares, me interesaba más hasta qué punto, al re- examinar mi experiencia anterior de ellos, podría encontrar otra verdad, diferente de la primera sobre la que escribí. También me interesaba si mi recuerdo de un lugar podría desencadenar nuevas emociones y si la verdad de esas emociones podría dar forma distinta a los datos que con tanto cuidado había recogido en otro tiempo. El antropólogo Carl Schuster escribió una vez, a propósito de la comparación entre epistemologías culturales, de las formas de saber de la gente: «Nadie tiene ni la más mínima idea de cómo es este mundo verdaderamente; lo único que se puede predecir sin temor a equivocarse es que es muy diferente de lo que suponemos todos». Schuster planteaba una objeción a las posturas —a veces condescendientes— que adoptan los científicos y profesores sobre la realidad y el destino humano. Estaba defendiendo los tipos de relaciones emocionales y espirituales que experimentan todas las culturas en sus contactos con sus lugares, y que muchas de esas culturas siguen consagrando al lado de sus reacciones más empíricas o analíticas, puesto que ambas percepciones les parecen igualmente válidas para profundizar en el conocimiento de algo que, en definitiva, es imposible conocer.

Con el paso de los años, sentí que quería revisar casi todo lo que ya había visto.

Mi intención, cuando decidí releer mis cuadernos de campo y escribir Horizonte, era recorrer la distancia entre aquel momento de 1948 en el que era un niño que vadeaba en el puerto, entre los veleros de los adinerados residentes del edificio Orienta, y un día de invierno de 1994 en el que visité, tal vez por décima vez, el cabo Foulweather, un promontorio en la costa del Pacífico, en Oregón, el lugar en el que James Cook desembarcó por primera vez en Norteamérica. ¿Qué espera descubrir el hombre que acampó aquel día en la ladera del cabo mientras aguardaba una tormenta de finales de invierno cuando recuerda escenas de su niñez y, al mismo tiempo, trata de imaginar el navío Resolution de Cook allí, delante de él, acercándose con un viraje hacia la costa, un barco que al principio era un puntito en el horizonte y, al cabo de unas horas, se ha convertido en una fragata de vela cuadra y tres mástiles, con la mitad de sus velas arreciadas y el óxido cayendo de los imbornales y manchando los negros costados de su casco?

Aquella mañana de marzo de 1778, los bosques de la cordillera costera de Oregón se alzaban, oscuros e imponentes, bajo las nubes. El viento azotaba la lluvia a través del aire revuelto, y el barco de Cook, fondeado a unos cuantos kilómetros de la costa, se hundía y daba bandazos en el agua agitada. Durante varios días, la tormenta desvió el Resolution varios kilómetros hacia el sudoeste, hasta que la tripulación consiguió controlarlo y volver hacia el norte. Para entonces, el barco se había alejado ya tanto de la costa que los vigías no vieron la desembocadura del río Columbia dos días más tarde. Eso no sucedería —para los europeos— hasta catorce años después.

¿Cuánta distancia había recorrido entre una niñez en la que deseaba marcharme y este momento de reflexión, en la ladera del cabo, en el que ya me había marchado? Y después de ver tantas partes del mundo, ¿qué había aprendido sobre la amenaza humana, el triunfo y el fracaso humanos? ¿O sobre mis propios fallos y mi falibilidad? En el cabo Foulweather di vueltas a estas preguntas como a una moneda conocida entre los dedos. No es nada original, por supuesto. Todos repasamos nuestras vidas para intentar comprender lo que sucedió y qué hilos permanentes puede haber. Otro propósito que me movió a pensar en este libro fue el de crear un relato que atrapara al lector deseoso de descubrir una trayectoria en su propia vida, un relato coherente y cargado de significado, en una época de nuestra historia cultural y biológica en la que perder la fe en el sentido de nuestras vidas se ha convertido en una opción atractiva. En una época en la que muchos no ven en el horizonte mucho más que la sugerencia de un futuro siniestro.

Durante un periodo de unos diez años pasé muchos días acampado en lo alto del cabo Foulweather —cabo «Maltiempo», el nombre que le dio Cook aquel día, el 7 de marzo de 1778—, absorbiendo los cambios de ánimo del Pacífico. Desde el borde del cabo, el vasto océano no puede verse de una vez, igual que una mirada de reojo a la mejilla del ser amado no puede transmitir todo el impacto de la mirada directa del amante. ¿Podría yo —me pregunté una vez— imaginar, mientras estaba mirando la proteica y teatral extensión de ese mar, otra inmensidad, una seca llanura de arena del desierto de Namibia en África, por ejemplo, temblando sobre la superficie opaca del agua y con un rebaño de seis órices, apenas discernible, encima? ¿O podría conjurar, en esa misma enormidad de espacio oceánico, un recuerdo infantil —una tarde en el desierto del Mojave, buscando coyotes, desorientado en un mar de arbustos de larrea— sin perder ninguna de las dos imágenes, ni la real que tenía ante mí ni la recordada? O, al ver cómo un viento fresco erizaba el mar, ¿podría conservar simultáneamente en mi memoria una noche de brisas ocasionales a través de la ventana en una habitación de hotel de Mindanao, tan suaves como el suspiro de un caballo, y el viento chirriante y depredador que golpeó durante horas la pared de mi tienda en una noche bajo cero en la Antártida?

¿Qué había cambiado para aquel chico de Mamaroneck Harbor cuya madre, sentada a la sombra de un roble, alzaba la vista de su bordado y lo descubría una vez más bajo el sol que centelleaba en el agua?

Cuando empecé a visitar el cabo Foulweather a principios de los años noventa, no fue por ningún motivo especial, aparte de mi admiración por James Cook. El cabo no estaba lejos de mi casa y me encantaba observar las aves, los barcos de pesca y el tiempo cambiante. La mera vista del océano desde lo alto del cabo, sobre una pared de acantilados, era muchas veces espectacular. Algunos días, el mar estaba tan iluminado, tan sereno, que el agua parecía una superficie de docenas de kilómetros cuadrados de cristal listado, y la luz que se reflejaba en su superficie era tan reluciente que mi pupila no podía cerrarse con la fuerza necesaria para distinguir ninguna textura. Algunas noches de verano, el aire era lo suficientemente transparente para poder distinguir en la dirección opuesta, a treinta y dos kilómetros al este, los detalles de una cordillera bañada en la luz de la luna. También podía ver hacia el norte, al otro lado del arco que seguía la luna, un campo infinito y rutilante de brillantes estrellas.

Periódicamente, pasaba varios días de descanso en el cabo y acampaba siempre en el mismo claro creado por la tala de árboles y en plena recuperación. Aquello se había convertido en una forma de aprendizaje. De vez en cuando, sentado entre los árboles jóvenes del claro, me fijaba en una cosa pequeña, una piña de una pícea de Sitka o el ala traslúcida de una libélula, y trataba de dibujarla. Nunca conseguí crear con mi lápiz nada que mereciera una segunda mirada; pero en esa hora dedicada a dibujar llegaba a conocer profundamente no solo la forma del objeto, sino su presencia general, su tercera dimensión. Captaba su temporalidad o, a veces, la escala fractal de sus partes, o intimaba con él en otros sentidos.

Estos inocuos fragmentos de vida, que cabían en la palma de la mano, me provocaban tantas ideas y emociones como habría podido provocar la aparición repentina de un puma. Buscaba objetos pequeños para sentir sus contornos, para absorber su peso o su textura. Los giraba y los sostenía de forma que la luz del sol pudiera refractar a través de sus cristales, igual que con una pluma, o para que iluminara las sombras más profundas en un trozo de hueso.

En el sistema de creencias que, con el tiempo, sustituyó (o complementó) en mí a la religión, se encuentra la convicción de que la dimensión espiritual de ciertos objetos inanimados es sustancial, tan real como su textura y su color. No es, creo, ninguna fantasía.

Puede que no seamos capaces de «exprimir el significado» de una piedra, pero la piedra, si tiene oportunidad, con cierto tipo de quietud acogedora, puede revelar de forma sencilla y natural parte de su significado.

Pasé horas en el cabo vaciando mi mente de análisis, suspendiendo su incesante búsqueda de la esencia, y al hacerlo me encontré constantemente con la eterna metáfora de William Blake, según la cual el mundo entero está a nuestro alcance en un solo grano de arena.

Cuando subía una y otra vez por las poco transitadas carreteras del cabo hasta el viejo depósito de troncos en el que acampaba, empecé a sentir una admiración casual pero pertinente por el viejo vehículo que conducía siempre. En los tramos más empinados tenía que subir en primera y con tracción a las cuatro ruedas, para no hacer surcos en el suelo y erosionarlo. Pude avanzar a través de nieve y barro en invierno, en lugares en los que vehículos muy pesados habían provocado auténticos cráteres. Cuando había árboles grandes caídos en la carretera, tenía que cortarlos en trozos para apartarlos con cadenas y poder pasar. Y cada vez que lo hacía me surgían las mismas preguntas. ¿No habría sido mejor dejar que la tierra en recuperación terminara de curarse? ¿Era más importante mi encantamiento con las especulaciones y mis propios objetivos?

¿No había límites para mi determinación de marcharme y ver?

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