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Lionel Shriver y Elvira Navarro: ¿fin de la ficción?

Por bonsauvage, el 13 de marzo de 2017, en Buensalvaje Opinión

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Adelaida García Morales. Fotografía realizada por Víctor Erice

Lina Meruane se acerca a la polémica sobre «apropiación cultural» en la novela de Elvira Navarro que retrata un episodio de la vida de Adelaida García Morales.

LINA MERUANE

La pregunta no es por el fin de la novela (esa muerte anunciada, reiterada y ampliamente desmentida) sino por el posible fin de la ficción. Y no estoy anunciando esa muerte, yo, no me estoy otorgando poderes predictivos. Cuando planteo ese final entre signos de interrogación me estoy preguntando por los alcances que pudiera tener, en la producción literaria, el justo reclamo de las minorías por el derecho a su propia representación. Que nadie se otorgue el derecho a hablar por otros, a usar la voz de los otros.

¿Podría este reclamo, que vendría a reparar una desigualdad histórica, reducir o anular el lugar social de la ficción? Esa es la pregunta. Pero por no caer en abstracciones retóricas, cito una polémica reciente que aparece como preocupante señal: la controversia suscitada por la novelista Lionel Shriver, quien, en un reputado festival australiano, defendió su derecho la “apropiación cultural”, el derecho a narrar realidades ajenas a su experiencia. Criticó a aquellas comunidades que se oponen al uso de su singularizada identidad étnica, de género, de orientación sexual, de clase, por escritores que no pertenecen a dichos grupos. Se posicionó, Shriver, contra quienes se resisten a que otros escriban por ellos, narrando sus intereses y sus conflictos e incluso creando personajes de sus comunidades. Dicho en palabras más cortas, opuso sus derechos contra el derecho de los otros.

Shriver se encontraba promocionando The mandibles, una novela postapocalíptica que presenta entre sus múltiples personajes a una mujer negra con Alzheimer arrastrada con una correa por su marido (un hombre tan blanco como perjudicado por el colapso económico de los Estados Unidos del año 2029). La novelista había sido criticada porque esa mujer era negra, era pobre, era vieja, era una enferma tratada como un perro. Un personaje que poseía una vida que la autora no comparte ni compartirá nunca. Qué derecho tenía Shriver a contar la remota existencia de esa mujer y a presentarla de ese modo humillante sin cuestionar siquiera la (¿indestructible?) disparidad entre hombres blancos (pobres pero empoderados) y mujeres negras (enfermas, animalizadas, patéticas).

Es cierto que las llamadas minorías (que a veces son solo minoritarias en la distribución de recursos) han sufrido de un largo silenciamiento o de una visión reductora de su compleja realidad. Han sido presentadas ocupando los nefastos roles que les asignan los relatos oficiales para mantenerlos ahí. Con demasiada frecuencia la literatura ha confirmado la desigualdad, normalizándola en vez de invertirla o cuestionarla. Esto no es solo lamentable, es impugnable. Siguiendo esta reivindicación, sin embargo, en los libros de un cuentista hetero no podrían circular personajes sexualmente disidentes. Una novela escrita por un hombre no podría estar protagonizada por una mujer. En el poemario de una escritora africana estarían prohibidos los habitantes originales de otra etnia que la suya. Un joven ensayista no podría reflexionar sobre la vejez o sobre la gestación. Y en libros de autores sanos: ningún enfermo. Llevo los ejemplos a un extremo para imaginar una deriva adversa: al otorgarle a los legítimos miembros un grupo el derecho a una representación exclusiva y excluyente, ¿no reemplazaríamos una voz dominante por otra potencialmente dominadora? ¿Y no será que la posibilidad de imaginar otra realidad (de imaginarnos en el lugar del otro, de imaginar la subversión del otro, de trastocar el oprobioso orden de lo social que nos otorga privilegios) resultaría eliminada? ¿No nos empobrecería ese hecho, a los escritores, y aun más a los lectores?

Shriver había usado su micrófono para decir que de no escribir personajes distintos de ella misma, en otras situaciones que las propias, sus relatos acabarían reducidos a las historias de una escritora blanca y cincuentona de Carolina del Norte que ahora vivía en Londres. Tenía, en mi opinión (la mera opinión de otra escritora), un argumento que pecaba de un individualismo poco consciente de las connotaciones políticas que tenía. Despachado, además, con la arrogancia, condescendencia y hasta burla de una escritora anglo de cierto renombre, Shriver, cuya cabeza rubia portaba un sombrero mexicano, puso en su contra incluso a quienes podían haber aceptado su reclamo. (Lejos de aceptarlo, el festival organizó una mesa donde novelistas de mundos subalternos expresaron su descontento).

No pretendo defender los excesos de Shriver sino apuntar, más allá de esa escena, que la exigida privatización de la representación se ha extendido a otras situaciones. Cito otro caso: la impugnación pública que recientemente recibió la española Elvira Navarro por escribir una novela a partir de un penoso episodio final en la vida de Adelaida García Morales que sufría de un desorden siquiátrico. Se han escrito decenas de novelas a partir de la vida de otros escritores y artistas pero esta, la de Navarro, ha sido cuestionada por quienes conocieron y quisieron a García Morales. Navarro, se dijo, no tenía derecho a “apropiarse” de la vida de otra escritora a quien escasamente conocía ni a “apropiarse” de su imagen en la foto de solapa (que forma un rostro con las mitades del rostro de cada una). En la crítica a esa “apropiación” nadie parece haber leído el gesto literario de Navarro: ponerse en el lugar de esa otra escritora, identificarse (como se hace literalmente en la fotografía) con ella, con el sufrimiento y el abandono en el que acabó la enorme escritora. Verse en ella aun cuando la situación de la una no sea exactamente la de la otra; pensar a través de esa vida los miedos propios, las angustias que sufren tantos hombres y mujeres. Porque si algo pudiera aportarnos la literatura no es solo la de imaginar al otro en sus trágicas coyunturas ni solo la de imaginarnos en su complejidad, sino también la de desordenar la visión heroica (cuando no sensacional) que ocupan muchos escritores y escritoras hoy.

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