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Michael Haneke: pastiche y terror

Por bonsauvage, el 30 de junio de 2017, en Buensalvaje Cine Opinión

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Michael Haneke. (Photo by Alberto E. Rodriguez/Getty Images)

 

El autor peruano analiza el cine de Michael Haneke a través de su película La cinta blanca. Pastiche y terror.

por Richard Parra.

Una historia de impunidad. Un laberinto de sospechas. Una culpa acaso compartida por amos y sirvientes. Machismo. Resentimiento social. Un autoritarismo teológico, político y económico unificados. Un clima de represión, terror, abuso sexual. Un estado policial. Terrorismo religioso. Explotación económica. La antesala de un genocidio. Tal es el universo que presenta La cinta blanca de Michael Haneke (2009).

La película relata el fracaso de los heroísmos sociales y las rebeliones personales. Concluye con el triunfo de la resignación, la culpa cristiana y el nihilismo que tanto criticó Nietzsche. El sastre y la niñera Eva, por ejemplo, intentan vivir su amor al margen del terror, pero fracasan. La baronesa, a pesar de pronunciar su deseo de huir con amante, no logra escapar de su opresivo matrimonio con un terrateniente feudal. Los hijos del pastor luterano y del mayordomo expresan su descontento mediante el terror, el sadismo y el abuso de los indefensos (incluido un bebé).

En La cinta blanca son aislados los momentos de esperanza. El más destacable: cuando el hijo menor del pastor, uno de los pocos niños que sonríe, rescata y cura a un pajarito. Otro: cuando las miradas de Eva y el sastre se cruzan, entre seductoras y retraídas, distanciándose así del ámbito de la tiranía y el servilismo que los rodea. El filme, sin embargo, propone la negación de aquellos momentos: la hija mayor del pastor decapita y crucifica al pájaro de su padre en una tijera (alusión a la castración); además, se muestra el rostro de un niño con síndrome de Down con los ojos destrozados, un monstruoso rostro edípico que recuerda al Frankenstein de Whale, así como a las prácticas fascistas de exterminación de personas discapacitadas.

La cinta blanca es ante todo un relato sobre una infancia dominada por el poder feudal (propietario de la tierra y los medios de producción), la iglesia luterana (con su rígido sentido de la obediencia, la represión sexual y el castigo corporal) y un sistema educativo que los vigila y niega como conciencias, sujetos y cuerpos. Como conjunto, los niños sintetizan lo social. Son los hijos de los amos y sirvientes y, por igual, viven sometidos a la violencia, el abuso y la tortura. Pero, como en Los Inocentes de Clayton, la niñez no es una panacea de bondad. Muchos niños agreden, mienten, son cómplices del poder, operan de manera sádica, conspiran. Se rebelan llevando a cabo acciones clandestinas irracionales con emblemático valor religioso y político: la tortura al engreído y privilegiado hijo del terrateniente en las nalgas; posiblemente el incendio de la propiedad del Barón. En la condición agresiva y resentida de los niños, en su odio sin rostro, se atisban ecos de un fascismo en proceso y de una pesadilla inminente que se materializará simbólicamente con la guerra final.

En La cinta blanca, asimismo el machismo luterano confina a la mujer a decorado, a carne instrumental y mano de obra reemplazable. Por el vestuario, apenas se distinguen. Carecen de singularidad. Son funciones, intermediarias entre el padre cruel y sus vástagos. Lloran, callan, obedecen, protegen su honor, llevan una doble vida clandestina. A veces, son cómplices de las políticas castrantes del letrado pastor y el barón. Una de ellas, la más humillada, la amante del doctor, es revestida de asco, animalizada, silenciada y golpeada.

Desde lo narrativo, La cinta blanca combina hechos planeados con azarosos, coincidencias trágicas, determinaciones históricas y culturales con el libre albedrío. Se resiste al determinismo luterano, pero también a la contingencia. Su final apocalíptico denota la destrucción del mundo, un castigo divino, mítico, pero también la acentuación de la crisis histórica. Enlaza el drama local con el caos mundial. Quiere ser reflejo compacto de una realidad más amplia. Sin embargo, esta visión (trágica, histórica, crítica y pesimista al mismo tiempo) no asume formas narrativas, documentales, o visuales alternativas, o abiertamente meta-cinematográficas como otras películas de Haneke, véase Código desconocido. La cinta blanca, más bien, es una meditada composición clásica, simétrica, un articulado y complejo montaje donde parece no haber espacio para la espontaneidad. Por su cuidado estilo retro, es una obra posmoderna que asume la nostalgia por el cine consagrado. Rememora plásticamente el mundo opresivo y fanático de Dreyer en Dies Irae, o la visión expresionista, lírica y corrupta de Laughton en La noche del cazador, o la polémica comprensión de la maldad de A sangre fría, de Brooks. Algunos cuadros remiten a Frankenstein, de Whale. La paisajística contiene ecos de la pintura flamenca. El pueblo de Eichwald como microcosmos reelabora los poblados fantasmas de ciertos westerns (El hombre del Oeste, de Mann). Haneke incluso retoma los canónicos horizontes de Ford.

Como se nota, crítica teológica, política e histórica conviven con un aparentemente conservadurismo formal. En este sentido, se aprecia un proyecto similar a la crítica del victorianismo que despliega Lynch en El hombre elefante. Hay individualismo creador, pero sujeto a un repertorio. La cinta blanca parodia; como diría Fredric Jameson, habla con la máscara de la cultura global: es un producto intertexual, una película de películas, y enuncia una contradicción de la posmodernidad: un pesimismo político manifestado como atolladero moral y político, y una desilusión formal que se resisten a cuestionar el mundo (como sí lo hacen El Proceso, de Welles, o El Castillo, del propio Haneke).

Algunas preguntas quedan planteadas. ¿La cinta blanca va más allá de las combinatorias que le permite el archivo? ¿Retrata novedosamente un mundo enloquecido por el terror ad portas de una guerra total? ¿Se ve forzada a asumir acríticamente las formas consagradas para canalizar y hacer legible su relato? ¿O acaso su proyecto es implosivo: mostrar las contradicciones de la ideología oficial a costa de su propia existencia estética?

 

Richard Parra (Comas, 1977) es docente y crítico literario. Ganador del Premio Copé de Oro 2014 por su ensayo La tiranía del Inca. El inca Garcilaso y la escritura política en el Perú colonial (1568-1617). En 2014 publicó las novelas breves La pasión de Enrique Lynch y Necrofucker y, recientemente, Los niños muertos, todas ellas en la editorial Demipage.

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