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Arguedas, Borges: signos y mitos

Por bonsauvage, el 8 de febrero de 2017, en Buensalvaje Opinión Sin categoría

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Fotografía de Diane Arbus

 A partir de la ciertos aspectos mágicos y míticos, Richard Parra compara algunos elementos de la narrativa de Borges y de Arguedas.

Por Richard Parra
UNO

En “El Aleph” (1945), Borges ironiza sobre un escritor de la llamada literatura de la tierra: Carlos Argentino Daneri, un enloquecido poeta obsesionado con representar el mundo entero. En concreto, un objeto no sabemos si empírico o ilusorio: el Aleph.

El cuento mezcla ensayo, crónica cultural, crítica metaliteraria, literatura fantástica, una patética historia de celos por Beatriz Viterbo, y un manifiesto escéptico de la solidez de la memoria.

La crítica formal borgiana denuncia la tediosa poética de Daneri, su manierismo, su barroquismo, su realismo ingenuo, su huachafería, pero también su carácter libresco, artificioso. No hay que negarlo: la crítica de Borges nace del despecho masculino. De cierto terror al incesto entre Daneri y Beatriz, de quien se expresa peyorativamente por sus obscenas y “patológicas” cartas.

El Borges personaje no ostenta deseos carnales, ni afectaciones. Estilísticamente, rechaza lo cursi del modernismo finisecular. Niega lo húmedo, el descontrol corporal y psicológico, la pulsión de muerte (como no lo negaron Sor Juana, Virginia Woolf o Martín Adán).

El artificio es transmitir el infinito Aleph a través de una memoria que ansía contenerlo todo y que se angustia con la amenaza o deseo inconsciente del olvido. Pero en “El Aleph” la memoria no alude a la lengua, la cultura, el terror patriarcal, la tradición local, los mitos colectivos, como las memorias históricas de los pueblos incas o mapuches, sino a una memoria como facultad de almacenar y clasificar desde una individualidad científico técnica. La angustia es por la pérdida del dominio global.

El Aleph es un repertorio, un collage, no el sustento del ser, como Spinoza definió a la Naturaleza (Dios). Así, la letra borgiana despojada de su concepción mítica (filtrada por una racionalidad enciclopédica colonial-británica) borra los matices. Es panóptica: lo observa todo.

Paradójicamente, el Aleph es la médula de un hipotético universo de arbitrariedad, de libre asociación. Pero el caos es un espejismo. Una ilusión kantianamente administrada.

Ahora bien, la famosa enumeración del Aleph se asocia a un imaginario imperial (un eurocentrismo desmantelado ya por Gombrowicz en sus inolvidables Diarios). Viendo el Aleph, por ejemplo, el narrador ve el populoso mar (sostén geopolítico de los Imperios), “las muchedumbres de América” (no los individuos libres), la “negra” pirámide, un laberinto (apropiado colonialmente) en Londres. Aun más, Daneri (y su doble dialéctico Borges) ejerce una acumulación literaria originaria.

Se imagina Querétaro, Bengala, Alkmaar, el Mar Caspio, Mirzapur, tigres, bisontes, astrolabios persas. Botines coloniales expoliados por un imperio infinito. Es un collage que expresa un dominio tan excesivo que el narrador declara, con borgiana ironía, que no puede contemplar el inconcebible universo. Es, así, una utopía artística leviatánica como lo indica su epígrafe, con sueños políticos totalitarios como los expuestos en la cita de Hamlet que abre el relato.

DOS

José María Arguedas, en Los ríos profundos (1958) describe un “objeto” mágico, el Zumbayllu, en ciertos superficiales aspectos afín, pero substancialmente distinto, del Aleph. A diferencia de este, que se diseñó por medio del formalismo, el simulacro colonial y la apariencia, el Zumbayllu integra al universo sagrado andino, las palabras y la música que otorgan sentido a la existencia social. Expresa lo que Giordano Bruno definió como el alma del mundo (anima mundi). Es un ser vivo.

El Zumbayllu no es un dispositivo con alcances globales, tampoco un souvenir folklórico. No proyecta simulacros, las ficciones del indigenismo de las que habló Vargas Llosa. El Zumbayllu se constituye de voces vivas, de cuerpos. No es una herramienta misionera, creadora de un mestizaje subalterno.

Como el Aleph, es una materia perteneciente al mundo de la infancia de los narradores (ambos son signos y mitos fundacionales de narrativa), pero el Zumbayllu no está oculto en un sótano. No es propiedad privada como cuando Daneri habla de “mi Aleph”. El Zumbayllu es un agitador social, revolucionario. Su correlato es el Yawar Mayu, el río de sangre.

La misma palabra Zumbayllu incluye en su definición el término “ayllu”, comunidad, y una economía andina colectivista. Su sentido moral engloba el bien y el mal. Produce goce, protege contra el rencor y la melancolía. Pero acompaña a la peste.

El Zumbayllu tampoco es un objeto teológico, cristiano, por eso fue perseguido por los misioneros coloniales. Es una “huaca”, un objeto de adoración popular definido por el Inca Garcilaso en sus Comentarios Reales. Está asociado a los ciclos de fertilidad, al erotismo, al culto a la Pachamama, al sacrificio.

No es la representación de un universo esférico, calculado, sino un principio metafísico, animador impredecible de un mundo no reducido por la abstracción. Aunque el Aleph esté asociado a una mujer (Beatriz) y a un espacio homosocial, la sexualidad aparece disciplinada, recortada por el victorianismo borgiano.

Desde La Ética de Spinoza, el Zumbayllu alude a la Natura naturans, la naturaleza animadora de la memoria histórica y corporal, creadora proteica, generatriz de una metamorfosis, que esclarece la conciencia política del protagonista Ernesto, conciencia que lo lleva a enfrentarse al colonialismo. El Aleph, por el contrario, ilustra el neocolonialismo de Bacon: el mundo es la totalidad matemática de la naturaleza, una oscuridad que debe ser iluminada.

A décadas de propuestas estas matrices poéticas, no exentas de vasos comunicantes, sus seguidores siguen debatiendo. La crisis de los proyectos indigenistas, su reducción a realismo mágico, la producción industrial de un realismo televisivo, el anquilosamiento intelectual del posmodernismo borgiano exigen repensar en paralelo aquellos motivos literarios, el Aleph y el Zumbayllu, innegables horizontes formativos de la cultura literaria latinoamericana y mundial.

Richard Parra (Comas, 1977) es autor de Los niños muertos y Necrofucker/La pasión de Enrique Lynch (Demipage).

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