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Una vocación lentejas

Por bonsauvage, el 18 de abril de 2017, en Buensalvaje Opinión

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Vocación lentejas

Ilustración de Jonas Bergstrand

La vocación se concibe como una motivación desinteresada hacia lo precario con carácter irrevocable. Hay que plantearse ¿por qué no abjurar de la vocación?

Manuel Guedán

 

¿Se encuentra, en la sala, algún desertor de su vocación?

Son recurrentes, tanto en el cine como entre nuestros allegados, las historias de un amor como no hay otro igual, divino y vitalicio, pero interrumpido por un punto y aparte en mitad del camino, que nadie vio venir. Pocos adeptos le quedan a la solemnidad del “te querré siempre”. Sin embargo, ¿existe alguna narrativa que ampare y anime a aquellos que ven apagarse la voz de su vocación?, ¿contamos con los suficientes relatos que nos ayuden a explicar e imaginar ese escenario?

La reciente Hasta el último hombre (2016), dirigida por Mel Gibson (Mel, te amo), contaba la historia de Desmond Doss, un joven adventista del Séptimo Día que en 1942 se alistó como médico en el ejército estadounidense para servir a su país en la guerra contra Japón. Sin embargo, ya desde su formación militar, Doss se niega siquiera a tocar un arma, a causa de sus convicciones religiosas y pacifistas. Allí salva la vida de decenas de soldados y sobrevive milagrosamente en el campo de batalla con su Biblia como única defensa. Doss regresó vivo a casa y fue condecorado. Al terminar —tras enjuagarme las lágrimas—, me pregunté de qué hablaría la película si, obviando que se trataba de una historia real, el personaje de Doss hubiera cogido una pistola y hubiera salvado su vida acribillando a balazos a un soldado japonés. El primer sentido que aparece sería una triste parábola sobre la fe de un hombre doblegada por las implacables circunstancias. Pero, ¿de verdad sería solo eso? En toda claudicación o, valiéndonos del término que utilizaría Google Maps, en todo redireccionamiento, hay una interesante negociación entre pasado, presente y futuro que la épica de la perseverancia no permite aflorar.

En frente, tenemos La estrella ausente (2006), de Gianni Amelio, una película bastante malucha, pero muy relevante para lo que aquí nos concierne: una empresa china compra la maquinaria de fundición de unos altos hornos italianos. Un ingeniero de mantenimiento que trabaja allí está al tanto de que, entre el equipamiento vendido, hay una máquina defectuosa que supone un peligro para los trabajadores. Advierte a sus superiores, nadie le hace caso y decide emprender un viaje a China para prevenir a los interesados, pero se enreda en la complejidad geográfica, comunicativa y burocrática del país, y no consigue avisar a nadie. Desesperado, le vemos arrojar a un vertedero la tuerca imperfecta que llevaba como prueba y volverse a Italia. La película no hace ningún ruido a la hora de retratar la rendición del héroe. No hay allí un corazón lo suficientemente robusto para soportar el peso de la épica.

Si bien esta historia no trata exactamente de una vocación, sí ilustra el caso de alguien que abdica de la entrega de su vida a un objetivo elevado y desinteresado, que viene a ser lo que significa el término. La diferencia es que aquí abandonamos la semántica de lo religioso y lo laboral, que son las dos que, muy significativamente, engloba la vocación. En el mundo del trabajo, lo desinteresado debe acotar las motivaciones pero no necesariamente las consecuencias, ya que uno puede ser cirujano vocacional, si bien es cierto que el concepto suele utilizarse para aquellas profesiones de remuneración exigua, habitualmente relacionadas con las letras, el arte y la pedagogía, que es de donde extrae el término la mística que lo engrasa. Sin embargo, el problema de la mística y la épica es que luego se cobran la cabeza de los renegados, los conversos, los desertores, los mediotínticos. Aquellos que se valieron de la vocación para aplacar a unos padres melindrosos, para darle un poco más de fasto a una simple decisión o porque era lo que mejor explicaba la irrevocabilidad de su deseo, quedan abandonados a su suerte cuando tratan de recular.

Al menos así lo veo yo: bienvenidos sean los actos de fe y, aun más, los derroches de fe, así como la intuición, la determinación y los excesos que acompañan a todo lo vocacional, pero no le fiemos gran cosa a su duración, abramos una tímida y hermosa puerta de atrás en el esplendoroso music hall de la épica. ¿Vocación? ¡Sí! Pero no una vocación lentejuelas, ni miedo a reblandecerse en la noche húmeda de la resignación, que sea más bien una vocación lentejas, de esa que si quieres la tomas y, si no, la dejas.

 

Manuel Guedán (Madrid, 1985) ha publicado el ensayo Yo dormí con un fantasma y la novela Los favores.

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