Una ética ecologista y animalista en una Nueva Cultura de la Tierra gaiana

El escritor y filósofo Jorge Riechmann. Foto Eva Garrido.

Por mucho que se los jalee, los héroes no son quienes ahora corren tras un balón en el Mundial de Catar, ese país feudal, sino grandes editores de pequeñas editoriales, como Marcos de Miguel, quien al frente de Plaza y Valdés ha logrado crear uno de los catálogos de ensayo más interesantes y novedosos que tenemos en lengua española, a uno y otro lado del océano. Los libros que edita son una invitación a pensar, algo que como sabemos es cada vez menos frecuente porque nuestra capacidad de concentración se acerca peligrosamente a la nada, con nuestras mentes fragmentadas por los móviles y un exceso de mensajes que satura nuestra capacidad de ver lo evidente. Uno de los últimos libros que ha editado Plaza y Valdés es ‘Simbioética. Homo sapiens en el entramado de la vida. Elementos para una ética ecologista y animalista en el seno de una Nueva Cultura de la Tierra gaiana’, de Jorge Riechmann.

Creo que he leído una buena parte de este poeta y pensador y, con cada lectura, siempre tengo esa maravillosa sensación de la que hablaba Borges cuando le preguntaban por lo que él consideraba que eran los buenos libros: los que te transforman, decía. Uno no es el mismo después de leerlos. Y eso me ocurre tanto con los ensayos como con la poesía de Riechmann. Son dos caras indisolubles y complementarias de una escritura comprometida con el tiempo que le ha tocado vivir.

Literatura comprometida.

Esa expresión devaluada. Con Miguel Torga pienso que literatura comprometida es una redundancia. Toda la escritura lo es. Lo que se le exige a un escritor es escribir bien, sí, decía el narrador portugués, pero cada palabra cuenta, cada palabra compromete. Creo que importa más lo que se elude que lo que se manifiesta.

Simbioética amplifica desde otro género lo que ya nos cuenta el filósofo madrileño en su último libro de poemas, En el fondo del valle ha muerto Jorge Riechmann. Hay en ambos un punto de partida común, la asunción de una derrota. No se ha podido evitar el crimen contra la vida que ha perpetrado el capitalismo productivista, a pesar de que las alarmas suenan desde los años 70. Lo peor, nos cuenta el autor, ya ha ocurrido y ahora deberíamos tratar de evitar lo peor de lo peor, intentar al menos preservar un planeta mínimamente habitable para todos los seres vivos, para los holobiontes, una palabra que sirve como argamasa en este ensayo lúcido y necesario que es Simbioética.

Antes he hablado de Borges, uno de los escritores y lectores más grandes que ha dado el siglo XX (es el único imprescindible, dice alguien como Erri de Luca), aunque su ceguera, literal y metafórica, le confundiera cuando veía las esquinas de la vida y de la realidad política y social de su tiempo. Si cito a Borges es, entre otras cosas, porque tuvo una gran influencia en un escritor malogrado, David Foster Wallace. Como sabemos, desde Moby Dick los norteamericanos siempre andan en busca de su particular ballena blanca, de lo que ha venido en llamarse la Gran Novela Americana. En el siglo XIX y XX aún se hablaba en Europa de la novela total, como Guerra y Paz, de Tolstoi, o Vida y Destino de Vasili Grossman, narraciones que aspiran a contar la globalidad de una época en un momento concreto.

Como los norteamericanos siempre han pensado que el mundo realmente existente acaba en sus fronteras y el resto es un satélite a su servicio, adaptaron el término y lo llamaron la Gran Novela Americana. Cada cierto tiempo esperan la llegada de un nuevo “mesías literario” y los críticos creyeron encontrarlo en La broma infinita, de David Foster Wallace. Este novela ambiciosa, de cerca de mil páginas, se caracteriza por incluir dos tipos de textos: la narración propiamente dicha y las notas a pie de página. Como ya hizo Borges, Foster Wallace hibridó el género de la narración hacia otros, como el ensayo.

Pues bien, si Foster Wallace escribió eso que se llama la Gran Novela Americana, una literatura, por otro lado, con una riqueza enorme que forma parte de mi educación sentimental, bien podríamos decir que en sus últimos ensayos Jorge Riechmann ha escrito la narración del Siglo de la Gran Prueba, como le gusta llamar al autor a esta centuria en la que estamos y que será determinante para comprobar si nuestro grado de idiotez, soberbia y crueldad llega al suicidio y al crimen, al asesinato, porque no cabe llamarlo de otra manera, de los seres vivos, humanos y no humanos, que habitan la biosfera. A nadie se le ocurriría quemar su propia casa y es lo que estamos haciendo desde hace décadas.

Quien se adentre, espero que todos los lectores, en las páginas de Simbioética, se encontrará con que, aparte del texto principal, hay otro alternativo y complementario, como una especie de rayuela cortazariana, de abundantes notas a pie de página. Estas notas  no están ahí para despistar al lector, tampoco para que Riechmann presuma de la enorme cantidad de lecturas y fuentes que siempre utiliza en sus ensayos, sino por una cuestión ética, que es al fin y al cabo el hilo narrativo del libro. Digo ética porque, como pedía el gran Kapuscinski, los cínicos no deberían dedicarse a este oficio, el de escribir. Y escribir sin mentir, tratando de aportar todo el sustento argumentativo de una tesis, me parece uno de los requerimientos éticos de cualquier ensayista, narrador o poeta.

Esta necesidad ética de no mentir viene acompañada también del interés por la precisión que demuestra siempre el autor cuando escribe y trata de sustentar sus tesis. Riechmann intenta que no quede ningún cabo suelto. Y en ese intento aparece además una de las cualidades que para mí debería tener cualquier filósofo, el de solventar las propias dudas, los posibles agujeros del barco argumentativo que ha elaborado. He dicho filósofo, aunque quizás, como explica en el prólogo el propio Riechmann, habría que pensar en él más como en un subfilósofo, parafraseando al subcomandante Marcos en el ámbito militar, pues en la Academia nunca han sido bien visto los disidentes del discurso dominante. Y si no, que se lo digan a Epicuro, uno de esos filósofos que encendieron una candela que aún nos ilumina en estos tiempos oscuros.

El recurso a las notas a pie de página, que quizás le haya complicado la vida al editor, tiene otra vertiente, creo yo: el de la cortesía. Los textos remiten a otros textos, a otros autores. Se crea así una red literaria que une el pasado con el presente, un diálogo entre los vivos y los muertos, se forman micorrizas literarias y de pensamiento. Micorriza, una palabra fundamental para entender Simbioética.

Escribe Mary Oliver en Horas de invierno, su último libro traducido al castellano: “Porque es precisamente eso lo que opino yo: que no he heredado una riqueza mesurable, sino, como todos los que nos preocupamos por la cuestión,  ese fondo incalculable de pensamientos e ideas de escritores y filósofos que llevan mucho tiempo bajo tierra; e, indisoluble de esa sabiduría suya, la responsabilidad de vivir de manera reflexiva e inteligente. De disfrutar, de cuestionar, sin jamás asumir ni pisotear. Así pues , los mayores (mis mayores, que pueden ser diferentes de tus mayores) me han enseñado a observar con pasión, a pensar con paciencia, a vivir siempre en la empatía”.

¿Quiénes son los mayores de Jorge Riechmann? Como le ocurre a la poeta norteamericana, el autor de Simbioética tiene muchos “mayores”. Por citar a algunos de los que pasean por estas páginas, podríamos mencionar a Simone Weil, Francisco Fernández Buey, Manuel Sacristán, Georgescu-Roegen, Vernadsky, Arne Næss… Pero creo que por encima de ellos sobresale el nombre de Lynn Margulis, la bióloga que junto a Lovelock redimensionó la hipótesis Gaia, otro de los ejes que sustentan este ensayo, y que reinterpretó la teoría de la evolución de Darwin.

En la biosfera no predomina la competencia ni la “lucha salvaje”, como algunos han querido hacernos creer interesadamente (darwinismo social), sino la simbiosis, la cooperación, el comunitarismo y la interdependencia. El peso de los animales apenas es representativo en el porcentaje de la vida en la Tierra y, dentro de los animales, la cuota de los humanos es casi irrisoria. Aun así, nos dice Riechmann, somos tan soberbios que nos hemos creído el centro de la biosfera. Frente a ese antropocentrismo, el autor propone otras posibilidades, ni siquiera un razonable biocentrismo que nos sacara del centro del círculo e incluyese a todos los seres vivos, como el que propone Arne Næss, sino más bien una propuesta ética descentrada, desjerarquizada.

He dicho antes que este ensayo puede leerse como una narración. Y en cualquier narración lo que importa son las historias. ¿Y qué nos cuenta Jorge Riechmann en Simbioética? El título casi podría leerse como un microrrelato que contiene todo lo demás: Homo sapiens en el entramado de la vida. Elementos para una ética ecologista y animalista en el seno de una Nueva Cultura de la Tierra Gaiana. Además de cuestionar la mayor, que los humanos pensemos de verdad, Riechmann aborda la crisis ecológica y social desde una doble perspectiva que algunos se empeñan en ver antagónica: la ecologista y la animalista. El todo importa, sí, pues somos holobiontes en un planeta finito, que podríamos considerar como una de las bases en las que se edifica el pensamiento ecologista. Pero también importan los individuos, como sostiene el animalismo, aunque en el último capítulo el autor diseccione la ética desmadrada a la que ha llegado en parte este movimiento cuando plantea la intervención animalista positiva en la naturaleza.

Señalaba las similitudes de Simbioética con Al fondo del valle ha muerto Jorge Riechmann. Ambos libros nacen del desconsuelo ante una catástrofe que ya es inevitable. No tenemos tiempo para transiciones graduales, que tal vez hubieran tenido sentido hace unas décadas, cuando los científicos, el movimiento ecologista y hasta el Club de Roma, nos advirtieron de las consecuencias del llamado Progreso en el que se basa nuestro mundo de hoy, dependiente del uso de combustibles fósiles y el extractivismo. Deberíamos dejar de comportarnos como adolescentes, incapaces de ver los límites. Como adultos, es imprescindible saber que la única vía para que el planeta siga siendo mínimamente habitable es un cambio drástico de modelo que pasa por el decrecimiento, por superar el capitalismo, por respetar a todos los seres vivos desde un ética ecologista y animalista en el seno de una  Nueva Cultura de la Tierra Gaiana, nos dice Jorge.

Contaba John Berger que  los poemas no se parecen a los cuentos ni siquiera cuando son narrativos. Todos los cuentos, decía, tratan de alguna guerra –terminan en victoria o derrota– mientras que los poemas atraviesan el campo de batalla socorriendo a los heridos y escuchando a los que deliran. Por eso están más cerca de las oraciones, porque ofrecen algún tipo de paz. Si En el fondo del valle ha muerto Jorge Riechmann el autor nos aporta ese tipo de consuelo, de paz, este libro, Simbioética, que puede leerse como una narración, nos lleva al campo de batalla, de la guerra que hemos emprendido los humanos contra el planeta que nos ha dado la vida.

He hablado de poesía como oración, y lo cierto es que el libro reivindica también una cierta espiritualidad, mal vista por una gran parte de la izquierda, y que nada tiene que ver con las jerarquías religiosas, sino con la consciencia de nuestra fragilidad e interdependencia, de nuestra humildad: somos holobiontes y necesitamos a los demás seres vivos para subsistir como individuos y como especie.

Creo que estas palabras de Mary Oliver, en Horas de invierno, se ajustan muy bien al espíritu de un libro necesario para entender quiénes somos y el momento que nos ha tocado vivir: “Aquel ser humano que no conoce la naturaleza, que no camina bajo las ramas y las hojas como bajo su propio techo, es parcial y está herido”.

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