La heterodoxia siempre viva de Ángel González García

Ángel González en la Fundación Tápies en 2006. Foto: Fundación Tápies / Jordi Vic.

Ángel González en la Fundación Tápies en 2006. Foto: Fundación Tápies / Jordi Vic.

Ángel González en la Fundación Tápies en 2006. Foto: Fundación Tápies / Jordi Vic.

Ángel González García (Burgos, 1948 – me niego a cerrar la fecha) fue un hombre de fuste universal, escéptico y descreído, un ser humano extraordinario, inigualable como profesor, un heterodoxo anticontemporáneo, un monstruo de gusto incomparable que vestía zapatos italianos de hebilla y americanas impecables de ‘tweed’. Un maestro de los de antes de entrar por ninguna puerta. Algunos lo conocimos en las aulas, ya avanzada su carrera, después de haber ganado el Premio Nacional de Ensayo (2001) con una obra que ahora la muerte revalorizará, sin afrenta ni permiso, en el mercado de rarezas bibliográficas.

Había muchos Ángeles, el cauto, el previsor, el riguroso, el irónico, el polemista, el sarcástico, el provocador, el flemático y muchos otros que ni él mismo conoció. Pero nos dejó el poso de esa tan característica francofilia suya, sincera hacia adentro, serpentinata hacia afuera; el talante propio de un bibliómano empedernido que por nada del mundo se separaba del placer de la lectura; la curiosidad sin remisión –digna del mismísimo Heráclito– de una mente siempre-viva; una oscura e inquietante tendencia a la desestabilización que sólo comprendimos desde el asombro pero nunca desde la razón. Desprendía grandeza, humildad, carisma, un don prometeico que lo hacía verdaderamente único. Un tipo capaz de hacerte creer que la verdad o la belleza no es que no puedan dar un portazo y largarse por las buenas, sino que pueden matarte y te matan; que sentía un cariño especial por las personas que habían luchado contra la muerte muriendo; y que, sólo en condición de anticontemporáneo, renegaba del porvenir, aunque sobre el papel. Y es que Ángel lo era todo a la vez, presente, pasado, futuro.

Alternaba la docencia con otra faceta más comprometida si cabe: la performativa. Sus clases eran auténticas live-actions en las que ejercitaba un peculiar método de aproximación al conocimiento. Sus alumnos asistíamos medio atónitos a lo que por aquel entonces era un auténtico espectáculo: disparos lacanianos que daban paso al enigma de la histeria moderna, la graciosa anécdota sobre Giacometti y el Johnny Walker, el auge de la egiptología en Occidente, Venecia y la obsesión medieval de John Ruskin, la dichosa sublimidad de Burke o la génesis británica de los viñedos de Jerez explotados por aristócratas de cuna. Dislates todos fríamente calculados que tenían el mero propósito de quebrarnos el cerebro –un cortocircuito inexorable de materia gris– y conducirnos al caos para vislumbrar desde allí el hipotético orden de las cosas. En ocasiones llevaba consigo una pequeña libreta a la que en ocasiones recurría. Un libro, un tratado, un nombre. En ese minúsculo taccuino parecía encerrarse toda la sabiduría que yo, por entonces como alumno y hoy como admirador, hubiera querido para mí. Recuerdo que llegué a pensar que se trataba de una completa farsa rudimentaria, que en verdad era él quien retenía aquellos datos en la mente y que lo demás era pura exhibición intelectual, porque Ángel podía mientras todos nosotros nos rebanábamos los sesos pensando si no estaríamos sugestionados por aquel profesor atípico.

Hacía meses que quise haberle dedicado un homenaje en vida, pero el maldito vértigo moderno y esa furcia con sonrisa que es la muerte no me permitieron corresponder a Ángel como creo que merecía. Hoy maldigo el presente por ser un cabrón acomodaticio que nos obliga a perpetuarnos y a olvidarnos de los que se van mientras sobrevivamos. Él y no otro nos dio la medida de las cosas yendo contracorriente. Nos enseñó el sentido de la palabra emancipación, también de libertad. Por eso, porque no sólo fue letra, no quiero hacer acopio de su trayectoria profesional, sino llorar en palabras lo que ha supuesto para muchos el duelo del Ángel hombre, no el profesor díscolo o el perspicaz investigador, sino el ser humano, y con él, las enseñanzas de alguien que con su ejemplo alumbró el camino de los que estudiamos en ese edificio desastrado de la Facultad de Geografía e Historia a orillas de Puerta de Hierro, un feo y vulgar amasijo de ladrillos en el que se fraguaron muchas tardes memorables al calor de su voz, sus gestos y sus manías.

Cuando veía un fular blanco hueso por los pasillos, sabía que era él, no podía ser otro. Envestido en pantalones de pana, exudaba un extraño influjo totémico, cautivo, reparador. Sus americanas de cuadro escocés eran lo más elegante que yo he visto desfilar por ese edificio raído y desdichado. Era luz en mitad de las tinieblas. Y cuando soltaba una puya al comenzar las clases, siempre lo hacía con la sonrisa asoslayada de quien domina el espacio escénico, un regidor en el más complejo sentido de la palabra. Fue un bon-vivant de gusto atemporal, alejado de las modas y siempre incrédulo ante la novedad, crítico e incorrecto hasta el final de sus días.

Voces amigas como la de Fernando Castro Flórez, compañero y amigo al que todos debemos parcialmente la génesis de El Resto (2000)*, me han hablado con ternura, cariño y singular admiración de lo importante que fue para ellos, sus colegas, y como acompañante de viaje de grandes artistas, personalidades referenciales como Carlos Alcolea, Juan Navarro Baldeweg, Guillermo Pérez Villalta, Chema Cobo, Javier Pazos o Javier Utray, entre otros muchos.

Es difícil hacerle justicia a través de sus obras, pues son de un valor inestimable. Después de sus artículos, Pintar sin tener ni idea (2007) fue lo primero a lo que yo tuve acceso; después vinieron Arte y terror (2008), Roma en cuatro pasos (2011) y la última obra, que todavía rezuma su aroma incontinente y contencioso, Religión, Arte y Pornografía (Asimétricas, 2014). Tenía el don narrativo de hablar y escribir de manera idéntica. Leerle implica entrevistarse con él. Fue el perfecto traductor de un lenguaje vivo. Su método discursivo era capaz de poner de vuelta y media la erudición de un Mario Praz al mismo tiempo que hablaba del paradigma del arte a través del arabesco citado por Baudelaire. Del formalismo a la abstracción, de la caligrafía al concepto, de Leonardo da Vinci a Paul Valéry, de Francisco de Holanda a Chardin. Todo él era un centón de elocuencia y sabiduría. Y luego están todos los que han escrito sobre él que, como yo, raramente pueden estar de acuerdo con todas sus ideas aunque por ello, precisamente, están supeditados al luto por esta pérdida irreparable. Morir y no morir, esto es la grandeza. Lo más enorme a lo que un ser humano puede aspirar: el conocimiento a través del reconocimiento.

Personalmente no puedo dejar de sentir un dolor particularmente profundo porque con su desaparición se nos ha ido uno de los profesores más excepcionales de los últimos 30 años, un ser humano total y genuino, un unicum de la universidad española, un pensador formidable de ágil y afilada conversación, una persona tan humana que escupió la vida como quien bebe una copa de vino. Aunque nos queden esas obras donde su voz resale prístina, él se ha ido, nos ha abandonado, y una parte de nosotros con él, para siempre.

Ángel, si puedes oírme, en nombre de todos los que tuvimos la suerte de tenerte cerca por unos años, que la tierra te sea leve, maestro. O como apuntillaría él mismo: “Voy a dejarlo aquí, no sea que se lo acabe agradeciendo al lucero del alba”.

In Memoriam Ángel González García (1948-2014)

*Puntualización añadida por el autor el 26/12/2014

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Comentarios

  • Miguel Ángel

    Por Miguel Ángel, el 25 diciembre 2014

    ¿Fernando Castro una voz afín a la que todos debemos la aparición de «El resto»? ¿Es un chiste? Sin gracia, claro. Supongo que usted se referirá a Fernando Castro Flórez, porque de Fernando Castro Borrego me resulta impensable escuchar una tontería semejante. Ha echado usted el resto agradeciéndole «El resto» al lucero del alba.

  • W

    Por W, el 25 diciembre 2014

    Maravilloso. Gracias, Mario.

  • Mario S. Arsenal

    Por Mario S. Arsenal, el 25 diciembre 2014

    Miguel Ángel, es algo palmario que se trata de Fernando Castro Flórez, uno de los responsables de la génesis de ‘El Resto’, como usted también sabrá. Es en este sentido por lo que no entiendo el mal gusto de su comentario y la apostilla final. Aún así, intentaré rectificarlo para aclararlo.

    • Miguel Ángel

      Por Miguel Ángel, el 25 diciembre 2014

      ¿Algo palmario? ¿Como yo también sabré? ¿Mal gusto de mi comentario? ¿Apostilla final? Mi nombre es Miguel Ángel García Hernández, profesor de Historia del Arte en la UNED y editor de «El resto». Quizás ahora pueda usted entender que el mal gusto es suyo por no saber ni siquiera cómo se ha gestado «El resto».

  • Constanza

    Por Constanza, el 25 diciembre 2014

    Estimado Mario S. Arsenal, quizás ha sido el gusto transversal por la cultura que le define en el perfil de este medio el origen de la relación entre Fernando Castro Flórez y Ángel González García. Yo, desde luego, no veo, ni por asomo, esta relación. Sólo basta haber sido alumno, lector y conocedor de ambos para entender que este paralelismo es algo inexplicable, incluso para aquellos que nos consideramos también mentes inquietas. Asimismo, la génesis que usted señala en su panegírico y que, además, ha vuelto a confirmar en su respuesta a uno de los comentarios aquí publicados, no es un hecho palmario sino un error palmario.
    En mi edición de «El Resto» y en los círculos de los historiadores del arte no es esa génesis precisamente la que conocimos precisamente el año en que se otorgó el Premio Nacional de Ensayo en 2001 a «El Resto».

  • Mario S. Arsenal

    Por Mario S. Arsenal, el 25 diciembre 2014

    Miguel Ángel, si tanto le molesta que no le haya mencionado, siento mucho no haberle podido corresponder. Sí sé quién es usted, me disculpa contradecirle, pero lo que yo quiero decir es algo que ya sabe. El mal gusto es hacerlo en público y además aprovechar la ocasión para desacreditarme. Un saludo.

  • Fernando Castro Flórez.

    Por Fernando Castro Flórez., el 25 diciembre 2014

    Miguel Ángel quiero aclararte que no he sido nunca el editor de Ángel González ni yo he dicho jamás tal cosa. Me llamas «personaje» y consideras «patético» que pretenda se «promotor» de Ángel González. No entiendo qué es lo que pretendes decir. Si te fijas yo no he escrito este artículo ni he pretendido nada. Conocí, cosa que no podrás negar, a Ángel, le traté durante un tiempo bastante y tenía una enorme admiración por él. Supongo que te consideras un «verdadero amigo» de Ángel, nadie lo niega y menos yo. Conozco de sobra tu labor editorial y tu entrega con los textos de Ángel González García. Le aclaré a Mario S. Arenal que yo no tengo nada que ver con la publicación del libro, salvo haber recibido ese libro con verdadero alborozo. Por tanto, te rogaría que antes de comenzar a sugerir que yo estaría cometiendo una impostura te rogaría que fueras más prudente. Si me consideras «un personaje» es algo que, como entenderás me tiene sin cuidada.

    • Miguel Ángel

      Por Miguel Ángel, el 26 diciembre 2014

      Fernando, ni lo líes ni te enredes: yo no he sugerido que tú hayas hecho ninguna «impostura», sino Mario con su artículo el que, repitiendo dos veces que era cosa bien sabida, ha hecho ver que tú habías realizado esa impostura. Obvio. Así que le pedí a Mario que aclarara esas palabras misteriosas, cosa que también es obvio que no ha hecho y has hecho tú. Claro que es patético que Mario insistiera en ello, también obvio. En cuanto a lo de «verdadero amigo» tampoco te líes, que sabes muy bien dónde estoy yo.

  • Carmen Cámara

    Por Carmen Cámara, el 26 diciembre 2014

    Miguel Ángel, no se si Ángel y tú os hablabais últimamente, yo llevaba varios meses sin verlos a María y a él, y tengo un disgusto horroroso del que, de momento, no me recupero. No me hago a la idea de que ya no estará ahí para echarme una mano, para soltarme una pulla de las habituales, o para tomarnos un «prosecco tondo» en una taberna de Florencia, o los gin-tonics de rigor en Harry´s Bar, Giubbe Rosse, o en el chiringo de al lado.
    El artículo de Mario me ha gustado por lo sincero y afinado, y porque, como he leído por ahí, los homenajes, de momento, han sido muy escasos, aunque estoy segura de que habrá muchos más, lo que pasa es que la figura de Ángel impone, y se requiere estar a la altura.
    Espero tu texto, Miguel Ángel,como también espero el de Juanjo Lahuerta y el de otros amigos; yo también lo intentaré, aunque tardaré en escribirlo porque son demasiadas cosas las que tengo dentro y no es fácil.
    Felicitar de nuevo a Mario que ha dado el pistoletazo de salida, ahora nos toca al «resto».

  • jm lópez vega

    Por jm lópez vega, el 17 febrero 2015

    Durante 20 años he ostentado el cargo de Tutor de Médicos Residentes. Algún éxito habré tenido, a juzgar por el abrumador homenaje que recién me prodigaron discípulos venidos de todas partes. Con o sin homenaje, sin embargo, me enorgullece decir que mi tarea como Tutor ha sido la cima absoluta de mi carrera profesional.

    El texto de Mario en recuerdo de su profesor me ha parecido tan estremecedor como incomprensibles los dime/diretes traídos por los pelos. Una sinécdoque perversa: tomar la parte (minúscula y banal) por el lumnisoso todo.

    Siendo nuestra Universidad como es, resulta miserable denostar la rendida defensa del último valladar: el vínculo afectivo e intelectual del maestro con el discípulo. La fuerza que paradójicamente hará empalidecer al maestro e impulsar al continuador. Sin rencillas inoportunas.

  • Jose

    Por Jose, el 08 octubre 2016

    Como ex alumno y amIgor de Ángel me gustaría que corrigieras del todo el texto y no a medias. Es decir, que borre el nombre de Fernando Castro del texto porque no vine a cuento y lo cambies por el de Miguel Ángely no porque lo diga yo, sino porque es de justicia, porque lo pone en el Resto y po4que así lo hubiera querido Ángel, y mira que en los agradecimientos se lo dedica a todo el mundo, incluso alos lucero del alba, pero por ningún lado aparece Fernando Castro. Miguel Ángel gracias porque sin ti no existiría El Resto.

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