Manuela Velasco: “Asisto perpleja a cómo estamos volviendo atrás”

La actriz Manuela Velasco. Foto: José Alberto Puertas.

Era sólo una niña cuando se puso a las órdenes de Almodóvar en ‘La ley del deseo’. Su rostro, sin embargo, quedaría congelado para el gran público, quien tardaría 20 años en volver a reconocerla en pantalla. Sería gracias a REC 1 (Jaume Balagueró y Paco Plaza, 2007), película por la que ganó el Goya a Mejor Actriz Revelación. Su vocación, talento y la tradición artística familiar impulsada por su tía y también referente, Concha Velasco, la llevaron a alcanzar el éxito profesional. Un éxito que, aunque tardío, llegó como reflejo de su perseverancia. Ahora –hasta este domingo, 1 de mayo– Manuela Velasco está interpretando en el Teatro Español (Madrid) a Dorotea (La Bella Dorotea, Miguel Mihura, 1963), una mujer a la que dejan plantada en el altar el día de su boda y que decide no quitarse el vestido de novia hasta encontrar al amor de su vida. No le importan las críticas ofensivas de la sociedad machista que la juzga. Ella sólo piensa en lograr su objetivo. Como la actriz.

Dorotea es una de esas ‘mujeres de Mihura’, una mujer inconformista, luchadora, incomprendida, que hace frente a la sociedad que la estigmatiza, ¿qué destacarías de ella?

Destacaría de ella todo lo que hace siendo mujer en la época en la que lo hace. Su honestidad y valentía para llevar a cabo un acto que le va a hacer enfrentarse a todo el mundo. Y lo lleva hasta las últimas consecuencias. Aunque la critiquen y la agredan, ella considera que lo hace por una causa justa. Y, lo más importante, lo hace sin ningún tipo de amargura. Con la alegría de vivir. Y con la voluntad de salir adelante. Es admirable. Ella decide no quitarse el vestido de novia para que la gente vea la injusticia que han cometido con sus críticas y burlas. Todo el mundo le llama loca. Dorotea es una visionaria. Una heroína involuntaria. A mujeres como ellas les tenemos que estar tan agradecidas, a las reales y a las de la ficción, porque son inspiradoras.

Como dices, representa a muchas mujeres que han tenido que remar a contracorriente. ¿Te ha inspirado alguna mujer en concreto para hacer este personaje?

No he tenido en mente a ninguna mujer en concreto, pero sí a varias. Hace años viajé con Plan Internacional a República Dominicana, para ayudar a niñas y mujeres que se encuentran en situación de pobreza y abuso. Allí me dieron la oportunidad de visitar colegios y aldeas para que les hablara de cómo era mi vida aquí. Les conté que era una mujer que ni estaba casada, ni tenía hijos, que tenía su propia casa, que se desarrolla profesionalmente de forma independiente… Para ellas, esto era algo impensable. Las habían educado de tal manera que yo para ellas no tenía ningún valor. Una mujer que no tiene hijos ni cuida de su familia no vale para nada. Para que este pensamiento cambie en muchos de estos países tienen que pasar dos o tres generaciones. De momento, es importante que lo vayan escuchando, porque algo queda en ellas. Es como poner una semilla que germinará. Nosotros no veremos los resultados, pero llegarán. Y Dorotea hace eso con las chicas del pueblo, quieren encerrarla por ir a contracorriente, por ser una adelantada a su época… Y estas mujeres, con el paso de los años, terminarán entendiendo a Dorotea.

En aquel tardofranquismo, ya Mihura hablaba del empoderamiento femenino. Se ha avanzado mucho en ese sentido, pero las reivindicaciones por la igualdad continúan a día de hoy. ¿Cuántos años quedan de progreso y cuándo dejará de ser ‘actual’ la obra de Mihura?

Siempre tendrá sentido para recordar adónde no tenemos que volver. Pero asisto perpleja a cómo, después de todo lo vivido, reivindicado y conquistado, se esté volviendo hacia atrás con esta desfachatez. Y hasta aquí puedo leer… Por eso creo que Mihura es tan necesario. Siempre será necesario para recordar el camino que hemos recorrido y el que queda por recorrer.

¿Qué mujeres han sido tus heroínas involuntarias que te han marcado en la vida y en tu profesión?

Mi madre, por supuesto. Y en la profesión, mi tía, evidentemente. Mi vocación y mi amor por el teatro vienen de lo que yo he vivido con ella desde que era muy pequeña. Y también admiro muchísimo a mujeres como Ana Belén y Pilar Bardem. Ellas junto a mi tía lucharon mucho por mejorar las condiciones de los actores. Se plantaron y asumieron las consecuencias. Tuvieron que sufrir el veto por luchar por sus derechos. Los actores tenemos mucho miedo a que no nos contraten, siempre tienes miedo a pedir algo, no vayan a decir que pides mucho. Y ellas se arriesgaron.

Siendo una niña debutaste en el cine de la mano de Pedro Almodóvar con ‘La ley del deseo’. Has recorrido un largo camino desde entonces, ¿qué te ha enseñado esta profesión?

Esta profesión es como la vida; con cada paso que das aprendes cosas nuevas. El aprendizaje es constante. Con la edad vas aprendiendo. Yo soy muy vocacional y me apasiona esta profesión, por eso a veces he identificado demasiado el trabajo con la vida. Hace años, lo más importante para mí era el trabajo, y me equivocaba. Tengo la enorme suerte de trabajar en algo vocacional, porque muchos actores tienen la vocación y no se pueden dedicar a ello. Y lo asumen. Pero yo llegué al punto de valorarme solo por el trabajo que tenía, y si no tenía trabajo, me infravaloraba. Me sentía un fracaso de ser humano. Mi autoestima iba ligada siempre a la profesión.

Ahora agradezco mucho estar en el Teatro Español haciendo una obra maravillosa, me siento muy afortunada, pero vengo de nueve meses sin trabajar, y eso no me ha hecho venirme abajo, antes sí me hubiese pasado. A veces el éxito profesional lo acapara todo, y en función de eso estás bien anímicamente o no. También he aprendido a no tomarme las cosas de forma muy personal, todos tenemos percepciones distintas y hay tantos gustos como colores. Y si no le gustas a todo el mundo, no pasa nada. Hay una canción de Antonio Vega que se llama Esperando nada; habla de que hay que aspirar a disfrutar cada parte del proceso y a ser feliz, y si encima eso te da para pagar el alquiler, pues genial. Y eso es la vida. Soy feliz con lo que tengo. Más jovencita tenía unos objetivos en mi mente, lo que quería conseguir… Y ahora me levanto y soy feliz.

Tengo entendido que siempre te ha costado mucho desligarte de los proyectos que has realizado…

Sí, durante muchos años he creído que los equipos creativos eran mi familia, que eran mis mejores amigos para siempre, y eso no es verdad. Estamos unidos en un momento muy concreto por un proyecto, pero esas grandes familias se separan cuando acaba el rodaje o la obra… y eso me deprimía mucho, lloraba. Por suerte, también he aprendido a despedirme. No puedes conservar a tanta gente…

Quizá tus padres, conocedores de esos traumas que podrían conllevar una profesión así, decidieron que tuvieses una infancia normal alejada del mundo de la interpretación, ¿no?

Ellos sabían lo que era esta profesión. Después de la de Almodóvar, me dejaron hacer otra peli con Emilio Martínez Lázaro, que yo hacía de Victoria Abril de niña. Y me dejaron porque era verano y no perdía cole. Pero mis padres querían que estudiase. Y yo lo acepté. De hecho, tenía claro que quería pasar por la universidad. Y me alegro mucho de haberlo hecho asi, porque he tenido una juventud muy normal. He vivido lo que es irse de Erasmus, los años locos de Facultad, salir de copas por Malasaña hasta las 7 de la mañana, cerrar todos los garitos…

Manuela Velasco en la foto promocional del cartel de ‘La bella Dorotea’. Foto: José Alberto Puertas.

Sin embargo, con los años y por tu vocación de actriz tuviste que volver a empezar de cero hasta alcanzar el éxito…

Yo pensé que no me dedicaría a esto. De adolescente estuve en el grupo de teatro del instituto y me encantaba y me lo pasaba bomba. Allí nadie se apuntaba a teatro y era muy gracioso porque solo se apuntaban los frikis. (Risas). Eso hizo que me relacionase con un grupo de personas muy diferente. Y eso cubría mis expectativas, ya era feliz. Después de la universidad, me quedé a vivir en Inglaterra. Fue entonces cuando mis propios compañeros de Erasmus me convencieron para que me matriculara en la RESAD. Me dijeron: “Tú, en realidad, quieres ser actriz, ¿qué haces aquí de camarera?”, y me compraron un billete a Madrid. Ya cuando empecé a estudiar sí que me costó muchos años hasta lograr dedicarme a ello. Afortunadamente, estuve mucho años trabajando en Los 40 Principales, que no era como trabajar poniendo copas. Pero de actriz no salía nada de trabajo, alguna figuración con frase: vecina 7, amiga tonta, prima histérica… Hasta que llegó REC, que fue un petardazo y que me llegó cuando tenía ya más de 30 años. Me costó mucho llegar hasta ahí.

Fuiste perseverante como Dorotea, que decide no quitarse el vestido de novia hasta que encuentre al amor de su vida… Tú también has seguido con el vestido puesto…

Ni te imaginas el regalo que me acabas de hacer diciéndome eso. Me has revelado algo muy importante sobre la función y mi personaje. No sabes cómo te lo agradezco.

¿Qué te ha hecho descubrir el teatro?

Para mí hay algo que es fundamental en el teatro que no sucede en el cine ni en la tele, que es la comunión con el público, la catarsis colectiva. Nosotros interpretamos la función sobre el escenario, pero el público es otro personaje más, una parte fundamental, y hacemos la función con ellos. El teatro lo que tiene de único y necesario es el encuentro, ese espacio donde ir creando e ir planteándose cosas. Donde repensar el mundo. El público también trabaja en ese proceso de creación, aunque ellos no lo sepan. Ellos vienen al teatro a trabajar. Ellos organizan la función. Todo se siente desde el escenario, a veces te retan y te obligan a dar todo lo que tienes. El actor viaja con su público de la mano.

¿Dónde te sientes más segura, delante de una cámara o ante un público en un teatro?

El teatro es lo que más miedo me da y, a su vez, donde más libre y más viva me siento. Antes de salir a escena, siempre hay una respiración, como un paso hacia el abismo; luego llega la libertad. Con una cámara me siento más expuesta, la cámara retrata lo que quiere, el lenguaje es diferente. Me siento más insegura delante de una cámara. Pero tengo más miedo encima del escenario.

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