Einstein: 100 años y un genio idolatrado
Ha sido el año Einstein. En 2015 se han cumplido 100 años desde que formuló su teoría de la relatividad general. Y Einstein sigue siendo un enigma. Un genio idolatrado. Un icono popular. ¿Cómo llega a hacerse tan popular alguien a quien prácticamente nadie entiende? Aventuramos unas tesis y recomendamos una disparatada película sobre él, ‘El genio del amor’.
En Berna (Suiza), donde trabajó el genio, hay un magnífico museo que está dedicado a su figura, con estupendas explicaciones acerca de lo que es la relatividad, y espacios dedicados a la vida del que es sin duda el más famoso científico del mundo. Visiten ese museo, pasen un día allí. Merece la pena. La razón de esa fama, de esa popularidad, se me escapa.
Podemos esbozar algunas explicaciones. Einstein es el autor de la ecuación más popular de la historia. La energía es igual a la masa por la velocidad de la luz al cuadrado. E=mc2. Einstein, por supuesto, es el autor de la teoría de la relatividad. Cualquier persona sabe eso. Probablemente muchos crean que recibió el premio Nobel precisamente por eso, lo que es falso (Einstein recibió el Nobel en 1922 por su maravillosa descripción del efecto fotoeléctrico, por el que la luz, desdoblada en fotones, impacta contra un metal y le arranca los electrones). La relatividad especial y la relatividad general, que han cambiado completamente nuestra percepción del Universo, no merecieron entonces la atención del comité de los premios más prestigiosos de la ciencia. Muchos creerán que Einstein fue uno de los científicos que participaron en el proyecto Manhattan para construir la bomba atómica. Otro nuevo error (no participó, pero escribió una carta al presidente Roosevelt animándole a construir la bomba antes que los nazis). Y seguramente muchos habrán escuchado el famoso dicho del sabio acerca de la dependencia de la humanidad respecto a las abejas. “Si las abejas desaparecieran, nos quedarían sólo cuatro años”. Pues otro fiasco, se trata de una cita que él nunca dijo. No se crean todo lo que circula en internet, y los ecos y los ecos de las tonterías y bulos que se repiten en todas las partes.
Es cierto que Einstein tardó algo más en aprender a hablar cuando era muy pequeño, pero no fue para nada ningún niño retrasado. Einstein tampoco fue un matemático excepcional, ya que necesitó la colaboración de matemáticos que eran mejores que él a lo largo de su carrera, pero desde luego, era un matemático muy, muy bueno, y su interés no se centró en convertirse en uno excepcional simplemente porque ese no fue su deseo. “Mi interés por la naturaleza era más fuerte: y no estaba claro para mí, como joven estudiante, que el acceso a un conocimiento más profundo de los principios básicos de la física dependiera de los más intrincados métodos matemáticos”.
Otra leyenda urbana dice que los ojos del sabio están conservados en una caja de seguridad de un banco de Nueva York.
Lo más increíble y verdadero es que el cerebro de Einstein estuviera durante 25 años conservado en dos jarras de cristal en la casa del patólogo forense que le hizo la autopsia, en Wichita, Kansas. ¡Y que encima el médico se quedó con los restos sin pedir permiso a nadie!
En las escuelas se nos ha explicado que la velocidad de un objeto se obtiene dividiendo el espacio recorrido por el tiempo empleado. ¿No es así? Normalmente asumimos que el espacio y que el tiempo son valores absolutos. El tiempo es el mismo en todas partes. Es decir, un minuto dura lo mismo aquí que en China. Y viceversa, un metro aquí tiene el mismo valor en cualquier otra parte.
La teoría especial de la relatividad nos dice que nada puede viajar más rápido que la luz. Pero cuando un objeto se aproxima a esta velocidad, las cosas cambian profundamente. Por ejemplo, cuando más rápido nos desplazamos, el tiempo transcurre más lentamente para nosotros. Y al mismo tiempo, nos acortamos. Una barra de un metro de longitud que vaya casi a la velocidad de la luz es mucho más corta y mide mucho menos de un metro. Al mismo tiempo, si estamos cerca de un objeto muy masivo, el tiempo va más despacio para nosotros. Eso quiere decir que los relojes de los aviones van un poco más deprisa que los relojes en tierra. La gravedad ejerce sobre el tiempo el efecto contrario que la velocidad: lo dilata.
¿Y la relatividad general? No es más que una explicación genial sobre lo que es la gravedad. No se trata de una fuerza. Nos parece que sentimos «instantáneamente» la acción de la gravedad de un objeto tan masivo como el Sol y nos choca pensar que su luz tarda unos ocho minutos en llegar hasta nosotros (en realidad, 8,20 minutos). La gravedad no es una fuerza. Los objetos como el Sol deforman un poco el tejido espacio-temporal, y por ello sentimos sus consecuencias. (En realidad, no hay fuerza que ejerza una acción instantánea. Tanto la luz como los efectos de la gravedad tardan lo mismo en llegar hasta nosotros). Pongan una bola de plomo sobre una lámina de goma y verán cómo se abolla. La Tierra es una canica que da vueltas alrededor de esa deformación.
Resulta también muy extraño que el cine no haya tenido más en cuenta a Einstein. No son muchas –más bien pocas– las producciones que se han atrevido a enmarcar al genio en una historia de ficción. Quizá tengan sus candidatos, pero la película que a mí me resulta más simpática es la chispeante comedia I.Q. (traducida al español como ¡El Genio del Amor!), dirigida por Fred Schepisi. No por la ciencia, sino por la absurda idea de que Einstein, junto a algunos de sus amigos, (como el matemático Kurt Gödel o el físico Bons Podolsky) se dedican a manejar todos los resortes para que la sobrina del genio (Meg Ryan), se empareje con un hombre ordinario (Tim Robbins), que trabaja como un mecánico aficionado a las lecturas de ciencia ficción.
Conozco a más de un científico sesudo o historiador de la ciencia que calificaría la película como una majadería. Precisamente por eso me encanta hablar de ella.
Walter Matthau es quien da vida al genio de la relatividad. Su ficticia nieta, Catherine Boyd (Meg Ryan), viaja a bordo del viejo coche británico de su prometido, James Moreland, un psicólogo conductista encarnado a las mil maravillas por el excelente actor británico Stephen Fry. El coche tiene la ocurrencia de estropearse frente a un taller de mecánicos donde trabaja casualmente Ed Walters (Tim Robbins). La atracción entre ambos es inmediata. Pero nuestra amiga Meg es matemática, es una chica guapísima que se va a casar con un británico rígido, y se resiste a la primera intentona de cita de Robbins. Luego, más adelante, nos explicará su tío Einstein, esa resistencia tiene una explicación: ella deja «que su cerebro interfiera con su corazón».
Y mientras tanto, en una escena paralela, Einstein y sus tres amigos discuten sobre si el Universo es una mera sucesión de accidentes, caminando por el maravilloso pueblo de Princeton, y el hermosísimo campus del Instituto de Estudios Avanzados (que está dentro de la Universidad de Princeton, aunque no piensen que forma parte de ella. Son dos centros independientes, pero enlazados. Si van alguna vez por Nueva Jersey, no se pierdan una visita al campus. A mí me dejó una impresión fabulosa, algún día tengo que volver para pasear por allí). «Dios no juega a los dados con el Universo», nos dice el genio. Kurt Gödel es un viejo panzudo y simpático con gafas redondas y entre todos no hacen sino discutir si el tiempo existe o no mientras juegan al Badminton. Los diálogos de I.Q. son deliciosos. Y algunos encierran verdaderas lecciones de ciencia. Pero me referiré a algo que el propio Robbins pregunta a los sabios colocando el ejemplo de la famosa paradoja de los gemelos. Uno de ellos sale de la Tierra a la velocidad de la luz, y el otro se queda en su casa. Cuando el viajero regresa, el tiempo para él ha transcurrido mucho más lentamente que para su hermano, que es ya un anciano. «¿Cuál de ellos es más feliz?», le pregunta Robbins, dejando a todos boquiabiertos. No daré pista sobre lo que responden los sabios, y lo que responde el mecánico. Vean la película.
Muchos científicos pondrán su grito en el cielo, asegurando que la película no es muy científica. Yo mismo he tratado infructuosamente de averiguar quién era el tercer amigo de Einstein en el filme, un físico llamado Nathan Liebeknecht, interpretado por el actor Joseph Maher. No encuentro referencias de él ni en la Enciclopedia Británica. ¿Es una invención de los guionistas? A lo mejor alguien me rectifica, cosa que agradezco. Pero el caso es que da lo mismo. Para aquellos científicos capaces de separar un poco la vista de su tubo de ensayo, la película es una buena noticia. Los otros no la entenderán. La buena noticia es que de repente estamos encantados con la física cuántica y la relatividad, aunque no tengamos ni idea de lo que significan. Einstein tiene la culpa. Es como un imán. Se han escrito cientos de libros y biografías escarbando en las razones (la mejor es la del periodista estadounidense Walter Isaacson, Ed.Debate). Se han buscado las sombras y las luces del genio, pero lo cierto es que no llegamos a comprender por qué sentimos tanta atracción por una persona que dijo cosas en 1905 y después en 1915 que hoy en día siguen estando fuera del alcance de la gente de la calle.
Este viejecito de aspecto afable sigue siendo tan misterioso como lo que dijo. En 1931, cuando Charles Chaplin le invitó junto con su mujer Elsa al estreno de Luces en la Ciudad, la gente le dedicó un atronador aplauso al final de la película, y cuando Einstein le preguntó qué significaban esos aplausos, el inmortal Charlot le contestó: «La gente me idolatra porque todo el mundo me comprende, y a ti te adoran porque casi nadie te entiende».