Ébola y otros virus mensajeros del Apocalipsis (cinematográfico)
El virus del Ébola es uno de los grandes problemas de África y por extensión del planeta. El salto del virus a España como primer país infectado fuera del continente africano hizo correr ríos de tinta sobre el comportamiento de la infección. El pánico a esta y otras enfermedades altamente contagiosas ha sido protagonista de series y películas de marcado carácter apocalíptico. ¿Hasta dónde tienen que ver con la ficción y hasta dónde con la realidad?
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¡Con cuanta rapidez ha desaparecido el virus Ébola de los periódicos y la televisión! La primera mirada de atención sobre el Ébola en abril de este mismo año arrojaba unas cifras que ahora parecen casi ridículas. Por entonces, los números que recuerdo de muertes por el virus se acumulaban en Guinea. Los Centros de Control de Enfermedades en Atlanta (en inglés, conocidos por las siglas de CDC) contabilizaban 157 casos, 101 muertes, y de ellos 66 casos confirmados. En Liberia, el virus se desperezaba (22 casos, cuatro muertes y cinco casos confirmados en laboratorio).
Ahora, casi ocho meses después, el panorama ha cambiado de manera muy sombría. Los CDC ya contabilizaban 17834 casos entre Guinea, Liberia y Sierra Leona, y hace un par de días escuché en la BBC que la cifra de fallecidos sobrepasaba los los 6400. Hay proyecciones que hablan de cientos de miles de infectados para el próximo año, si el mundo occidental sigue sin enviar recursos y dinero para detener al virus. Al parecer, la situación está bastante fuera de control en Sierra Leona, mientras que en Guinea y Liberia la epidemia parece más estabilizada.
Hasta finales de verano, la sociedad española y los medios apenas si reflejaban la increíble epidemia que estaba teniendo lugar en África. Hasta que tuvo lugar la repatriación de dos misioneros doctores que contrajeron el virus, su triste final, y sobre todo, el contagio de una enfermera, Teresa Romero, que formaba parte del equipo que trató a los religiosos, el primer caso de contagio fuera del continente africano. El Ébola llegó hasta Madrid, y por fortuna, el virus no tuvo la oportunidad de saltar a otras personas, mientras que Romero salvaba felizmente la vida. Pero se convirtió en un siniestro invitado y fue objeto de atención mediática intensa.
No es la primera vez que el Ébola surge de su escondrijo de la selva para atacar seres humanos. En 1976, el virus sembró el terror en Yambuku, en el antiguo Zaire (hoy la República Democrática del Congo), cuando mató a 280 personas de las 318 que infectó.
Solemos temblar cuando se nos menta este virus precisamente por su mortalidad –cercana al noventa por ciento según qué brotes, aunque la cepa de África occidental muestra una mortalidad menor, alrededor de un cincuenta por ciento–y sobre todo, por la popularidad de las descripciones del escritor Richard Preston en su libro La Zona Caliente (Emecé). Las fiebres hemorrágicas y los vómitos sanguinolentos de los infectados los transformaban en una especie de zombis, cuyos ojos inyectados en sangre se deshacían ante nuestra vista.
Los virólogos que se han enfrentado al Ébola, como Daniel Bausch, admiten que la enfermedad y los daños que produce el virus en el cuerpo son terribles, pero quedan lejos de las descripciones cinematográficas de Preston.
Los virus son los elementos favoritos y la justificación perfecta para describir en la gran pantalla el derrumbe de nuestra sociedad moderna.
Son unos mensajeros estupendos del Apocalipsis. Hay una larga lista de buenas películas, algunas con un notable éxito de taquilla, que no podrían tener su razón de ser si los virus no se hubieran escapado de la probeta para hacer de las suyas.
¿Hasta qué punto este cine exagera y distorsiona la realidad?
En Resident Evil y el resto de películas de esta exitosa saga, es un virus fabricado en un laboratorio el que termina por transformar en zombies a los investigadores de una compañía, Umbrella, cuyo control corre en principio a cargo de una inteligencia artificial.
No es un argumento brillante. Está plagado de clichés, pero proporciona a los guionistas múltiples escenarios para rodar estupendas escenas de acción. Y ciertamente, encumbró a una guapísima Milla Jovovich como una estrella de este tipo de cine.
En el remake de Soy Leyenda, protagonizado por Will Smith, asistimos al comienzo de la película a una insólita declaración de una doctora interpretada por Emma Thompson, que confiesa ante las cámaras haber encontrado una cura contra el cáncer.
En este caso, se infectaron a los pacientes con un virus modificado genéticamente para acabar con los tumores. Pero ese virus escapa al control humano y contagia al resto de la humanidad, transformando a los que sobreviven en una clase bastante rara de zombis.
Will Smith es el único que parece inmune al virus. Al igual que Charlton Heston en The Omega Man, aunque en esta ocasión no hablamos específicamente de un virus, sino de un microorganismo que se usó en una guerra bacteriológica.
En la serie The Walking Dead, encontramos una explicación mucho más trabajada e igualmente fascinante que involucra a los virus. Se nos muestra una película extraída de una resonancia magnética de una persona que ha sido mordida por un zombi y que “resucita” tiempo después.
La mordedura transmite un tipo de virus parecido al de la rabia. El virus inutiliza la parte elevada del cerebro, la corteza, donde se almacenan los recuerdos y la personalidad, y al apagarse el cerebro, sobreviene la muerte.
Y poco después, descubrimos que el virus activa el cerebelo, que controla las funciones básicas y automáticas del cuerpo. La persona resucitada se convierte en una cáscara de lo que fue, presa únicamente de sus instintos…(esta parte es ciencia ficción. Pero lo anterior está muy bien descrito).
En 28 Días Después y su secuela, 28 Semanas Después, se nos narra la transmisión de un virus que enloquece a los chimpancés y que salta a las personas. Ese virus tiene, como no podía ser de otra forma, la propiedad de convertir a los seres humanos en zombis. El Apocalipsis está servido.
Hay películas que se sustentan en argumentos de lo que podría suceder por culpa de un virus, y que son bastante menos fantásticas. En Contagio, Steven Soderbergh no deja títere con cabeza al describir como reaccionan los políticos, las autoridades sanitarias, los militares, la prensa y el pueblo ante una pandemia de gripe con una mortalidad del 30 por ciento.
Y anteriormente, en Outbreak, con Dustin Hoffman a la cabeza, se nos cuenta lo que podría suceder si el virus Ébola –aquí llamado Motaba– se contagiase por el aire, como una gripe mortal en un ciento por ciento. Una pequeña localidad norteamericana queda aislada del resto. Los militares planean la destrucción del pueblo para impedir una pandemia…
Aunque sin duda la mejor película y más realista de todas sobre microorganismos infecciosos potencialmente letales es La Amenaza de Andrómeda, que dirigió el maestro Robert Wise, basada en la novela de Michael Crichton. Es una obra maestra, muy recomendable, y conserva toda su verosimilitud. Somos testigos de un concierto de explicaciones científicas, valores de pH, robots y computadoras y laboratorios de alta tecnología que incluso hoy en día no quedan caducos, pese a que la película se filmó a principios de los años setenta.
Los argumentos de los guionistas no tienen por qué ser científicamente precisos o correctos. Tienen que ser creíbles, y eso depende si la audiencia va a aceptar o no la historia. La credibilidad científica es una cosa, y la cinematográfica, otra muy distinta. No tienen obligatoriamente que coincidir.
Pero lo cierto es que la mayoría de los trabajos sobre virus presuponen que en algún momento surgirá algún letal microorganismo capaz de exterminar a siete mil millones de seres humanos sin dejar ni uno (salvo los protagonistas que aún no se han infectado), y esto, biológicamente hablando, es un contrasentido.
Es un contrasentido, porque un virus demasiado letal no tiene la posibilidad de propagarse con rapidez, como es el caso del Ébola, que precisa del contacto directo de la persona contagiada con la persona sana. Al matar rápidamente, disminuyen las posibilidades del contagio inmediato.
Cuando el virus irrumpe en una aldea africana, llega de la mano de un hombre o mujer que cae enfermo y necesita cuidados de su familiares, que a su vez caen presa del Ébola. En pocas semanas, las familias mueren en sus casas, y el brote termina por extinguirse. En hospitales y medios urbanos, el Ébola sí tiene más posibilidades de propagarse.
¿Y si sufriera algún tipo de mutación que posibilitara su contagio a través del aire? Los expertos no descartan esta posibilidad, pero ese cambio tiene un precio, que se cobraría a costa de la agresividad del microorganismo. A cambio de infectar a muchas más personas. Y eso es algo que, en términos evolutivos, “interesa” al virus.
Tomemos el caso del virus del sida, el VIH. Las úktimas investigaciones sugieren que empezó a matar personas incluso en épocas tan pretéritas como la del hundimiento del Titanic, en la segunda década del siglo XX. Cuando saltó a las poblaciones humanas, era un virus bastante virulento, pero podía tardar meses e incluso años en matar a sus víctimas. Esto le daba el tiempo necesario para infectar a cuantos más mejor.
La pandemia de sida fue creciendo precisamente porque las personas infectadas no sufrían síntomas inmediatos. A veces el virus tardaba años en multiplicarse para destruir las defensas. Y mientras, podía saltar de un ser humano a otro de forma invisible, sin dejar síntoma alguno ni despertar la alarma.
Es una estrategia terrible, pero este virus no ha logrado exterminar a la especie humana. En mi opinión, existen más posibilidades de que tal acontecimiento se produzca si recibimos un meteorito de uno o varios kilómetros de tamaño. Pero afortunadamente, este suceso es tan raro que ocurre cada cientos de millones de años.