‘Gran Granada’: Justo Navarro retrata el origen del Estado vigilante
El autor reseña ‘Gran Granada’ (Anagrama, 2015), la última novela del granadino Justo Navarro, uno de los escritores más singulares, prestigiosos y enigmáticos de la literatura actual, que entra de pleno en la novela negra sin por ello abandonar la excelencia estilística de libros anteriores como ‘F.’, ‘Finalmusik’ o ‘El Espía’.
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“Cualquier rumor amenazante para el orden público y privado llegaría en todo momento a oídos de la policía. Hay que extender el uso del teléfono”.
Quien así razona no es un alto funcionario de la NSA encargado de los pinchazos masivos que destapó Edward Snowden. No estamos en Estados Unidos en el siglo XXI, sino en febrero de 1963 en Granada, y la premonitoria frase la pronuncia el octogenario comisario Polo, de la Cuerpo General de Policía, los secretas del régimen de Franco y uno de los personajes centrales de Gran Granada (Anagrama, 2015). “En una sociedad como Dios manda, no pasará mucho antes de que todos seamos policías”.
La nueva novela de Justo Navarro, nacido en la misma ciudad diez años antes de que Polo pronunciara su frase, es un thriller, una novela negra con un poderoso trasfondo de retrato social (demoledor) de una ciudad emponzoñada moral y literalmente: acaba de sufrir unas históricas lluvias que han provocado dos muertos y destrozos inéditos. Tan devastadores que el Caudillo visitaría la ciudad semanas después para comprobar los daños. Ese es el arco temporal (que abarca desde el día previo a las lluvias hasta la marcha del Caudillo) en el que Navarro sitúa el barrizal humano y moral que es la trama de la absorbente Gran Granada, trasunto de una España donde «la policía era la industria fundamental de la nación».
Pero la novela es más que eso, mucho más; es un libro con numerosas lecturas, no sólo literarias o poéticas (aunque éstas, por su precisión borgiana y su emotividad contenida cercana a Bioy Casares con esporádicos aditamentos costumbristas, ya de por sí justificarían leerlo). Intuyo que por eso los lectores de Navarro somos siempre fieles a cada libro que escribe, sea novela, poemario o ensayo histórico, pese a lo poco que se prodiga en público y lo difícil que es a veces enterarse de sus novedades.
Nadie se fía de nadie
A la consulta del oftalmólogo Federico Saura acude, un día antes de la mencionada inundación, un misterioso intermediario, “el hombre globoso”, pelirrojo, evanescente y siniestro personaje que recorre como un zombi trágicamente real la trama y la ciudad cambiando de hoteles (establecimientos con llaves y registro de entrada y salida, metáforas y modelos de la sociedad ordenada y controlada que imagina Polo, el Régimen), para exigirle al médico que le malvenda su casa heredada junto al río Genil, so pena de dar a conocer a la conservadora y piadosa Granada su relación íntima con el también médico Antonio Velasco, y la mentira de su noviazgo resignado con Clara, hija de un magistrado eternamente enfermo. O la casa, o una riada devastadora sobre su reputación.
Saura es el anfitrión de encuentros periódicos a los que acuden los mencionados Polo y Velasco, además de Olmo, periodista del diario del régimen Patria, y el catedrático de arte y restaurador Juan Segovia Strenberger. Reuniones que se ven enturbiadas por la muerte, aparentemente natural, del abogado al que el “hombre globoso” decía representar, señor Ferrando, en la cama de su hotel. Ínclitos representantes de la Granada acomodada, respetada, que se codea con resignada reverencia y distancia irónica con el gobernador civil y jefe provincial del Movimiento, con los altos mandos de la policía, alcaldes y obispos, con esa Gran Granada dominada por la Iglesia y los Cuerpos de Seguridad del Estado, como el resto del país.
Polo comienza a investigar junto con su ayudante Valderrama y su confidente de la biblioteca de la facultad de Farmacia, el subbibliotecario Barahona. A la del abogado siguen las extrañas muertes de Strenberger, quien aparentemente se ha suicidado disparándose en el pecho; de Barahona, que parece haberse caído desde una ventana por accidente, y de Adelina, limpiadora en casa de Strenberger y con un pasado y una familia políticamente sospechosos para el Régimen, ésta sí, al parecer, asesinada por un delincuente confeso. Polo aguza sus ojos viejos y activa sus escuchas telefónicas en una Granada gris y fangosa tras las lluvias, en estado de zozobra institucional por la visita de Franco. No importa tanto la verdad: son muertes inconvenientes.
«Son imprevisibles los efectos de decir en voz alta lo que se sabe en voz baja»
Granada es una ciudad que ve deambular a un Federico Saura que se siente señalado y, acertadamente, vigilado, presa de una angustia que intenta disimular (sabe que la apariencia, la mentira, es requisito para estar, para formar parte de la Gran Granada a la que pertenece por herencia y de nombre de evidentes ecos orwellianos), y a un coche oficial ocupado por el octogenario Polo y su ayudante Valderrama, yendo de acá para allá, intentando encontrar al etéreo “hombre globoso” que cambia constantemente de hoteles y dar con la causa de la sorprendente serie de aparentes suicidios y accidentes inverosímiles en un momento tan inoportuno como aquel, ante la visita del Caudillo. Hay prisas por saber, por si hubiera que ocultar.
El mensaje es claro: nada es lo que parece, ni lo que nos dicen que es. La hipocresía, la mentira social, la apariencia, la doble moral, resumidos en un pequeño microcosmos de supuestos amigos que se miran de reojo. “La vida privada es la vida privada: no está prohibida. Prohibido está el escándalo, la mala vida pública”, porque, como recuerda el narrador, “en aquel tiempo resultaba difícil la convivencia, la amistad. Quien no era policía se preguntaba si su vecino no sería policía, o algo de la policía, familiar, conocido, confidente, colaborador o funcionario […] El policía más peligroso no tiene pinta de policía”. Frases para nostálgicos poco críticos del pasado y, también, para entusiastas ingenuos de nuestras sociedades libres.
Por eso, Gran Granada es también, y en no menor medida, una fotografía narrada de las raíces de los peores ramalazos pasados que nos siguen acogotando en el presente: las mentiras, las imposturas sociales, los secretos, la invasión de la privacidad, que llevados al extremo atrofian al individuo y pervierten la libertad, con el agravante de creernos ahora a salvo de todo eso. En una reciente entrevista en El Confidencial, el propio Navarro definió inmejorablemente con una frase lo que, creo, es el leitmotiv de esta novela: “Siempre me ha atraído el origen del presente más que la recuperación del pasado”, y ese rastreo lo hace aquí magistralmente. Algo que era ya clave en sus anteriores novelas, que retrataban otras épocas pero las mismas imposturas: de forma más atenuada e intimista en Finalmusik (2007) y más extrema en El espía (2011), ambas también en Anagrama. Es, también, de alguna forma, hija natural de uno de sus mejores libros, La casa del padre (1994).
Los lectores de todas sus novelas (y de sus traducciones y reseñas literarias) sospechábamos con indicios y pruebas que su llegada plena al género negro estaba próxima y que sus resultados serían excelsos. Y que mantendría las cumbres estilísticas que alcanzó en F. o La casa del padre, y la misma habilidad para los símiles minimalistas que agrandan las pupilas con líneas certeras: “[se oían] los campanillazos de un tren que irrumpía en la estación como un cíclope reptil con el ojo encendido”, “las tuberías gruñían y se quejaban como animalillos”, «no se había quitado el abrigo, una prenda poderosa, azul marino, muy seria, arrugada, como si el forense acabara de bajarse de un tren».
Cada nuevo libro de Justo Navarro es un regalo inesperado (por su discreción social, también cibernética). Gran novela, negra, social, en parte histórica y, sobre todo, política. Una alerta nada casual de los peligros que acechaban a la vida privada durante una dictadura y que parecen no ser muy distintos a los de nuestra democracia liberal. Como antes, “todo lo humano, por anodino que parezca, es siempre digno de atención”, y el factor humano, la maldad, los rencores, las mentiras y los secretos entre personas que guardan las apariencias, siguen siendo lo esencial pese a la sofisticación tecnológica: «[a Polo] cuanto más grandes le parecían sus logros técnicos de los últimos años en el campo de las telecomunicaciones, más ínfimos se demostraban sus resultados prácticos».
Una de las frases finales, nada inocente, resume bien el temor del narrador. Precavido y acusador, escribe: “La Sociedad Policía sustituiría al Estado Policía”. Y añade, desde una voz de 1963, refiriéndose al comisario Polo y a su fascinación por las nuevas tecnologías aplicadas al control y la seguridad: “Sintió nostalgia, no de lo que se había ido, sino de lo que llegaría dentro de treinta o cuarenta años”. ¿Seguirá vivo Polo?