‘The Knick’: medicina sin anestesia contra nostálgicos y posmodernos
La serie ‘The Knick’, dirigida por Steven Soderbergh, no solo habla del rápido progreso, en términos históricos, que ha experimentado la medicina moderna, también de la patología aparejada a la pasión, o más bien a la obsesión por el trabajo.
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“En qué era tan fascinante vivimos”. La frase la pronuncia el doctor John Thackery –inspirado lejanamente en el médico William Halsted, pionero en utilizar guantes de caucho en las operaciones, entre otros avances clínicos– , cirujano jefe del hospital neoyorquino Knickerbocker, en 1900. Acaba de sustituir en el cargo al Dr. Christiansen, que se ha suicidado tras el enésimo de fracaso en su intento por realizar una cesárea con éxito por primera vez para madre y feto. La frase recuerda a la que pronuncia el capitán Jack Aubrey, ‘el afortunado’, de Master & Commander (Peter Weir, 2003, basada en novelas de Patrick O´Brien) cuando le muestran las nuevas formas de fabricar barcos pesados y veloces. De hecho, la serie y la película tienen similitudes interesantes.
Esta sentencia marca el tono de esta serie, dirigida por Steven Soderbergh, otro grande de Hollywood que cambia la gran pantalla por la pequeña. Y ese motivo la diferencia del tono elegíaco, pesimista y posapocalíptico de muchas series (y de muchas novelas) de esta etapa de crisis y cambios. Sin intención pedagógica, con la fuerza de los hechos, estos primeros diez capítulos tienen una lectura política, sobre el valor innegable del progreso. Hay quizá ahí un tirón de orejas a nuestra posmodernidad, con un pesimismo que puede resultar ridículo e impostado si conocemos cómo se hacían las cosas ayer en términos históricos.
En esencia, The Knick recrea la historia del hospital Knickerbocker, una institución médica que existió realmente entre 1862 y 1979. El momento es crítico: se suceden los avances que el centro debe ir incorporando (electrificación, adquisición de rayos X), pero la institución sufre números rojos pues las clases adineradas se están mudando al norte de Manhattan, y el Knick –situado en el centro de la ciudad– pierde clientes y sufre problemas financieros. No es competitivo, pero cuenta en su haber con el doctor Thackery, el mejor cirujano, interpretado por un Clive Owen en estado de gracia. Y él es el eje sobre el que gira todo lo demás. Es una serie personalista, pero no por capricho: Thackery representa el que yo creo que es (mensajes políticos aparte) el gran problema de nuestra época, y que valientemente Soderbergh (gracias a Jack Amiel y Michael Begler, creadores y guionista), traslada pese a las correcciones políticas de guardia.
Y es una verdad incómoda. La pasión profesional, la vocación, el trabajo ejercido desde las posibilidades técnicas modernas es incompatible, no ya con una vida normal de familia, sino con una existencia no patológica. Más aún la medicina, que mantiene a quienes la ejercen en la frontera permanente entre la vida y la muerte, entre la desgracia y la esperanza. ¿Cómo se sobrelleva eso? En 1900, mal. Por eso el doctor no está casado, es cocainómano, heroinómano, y está atrapado en su particular obsesión por el progreso médico. La versión novecentista de nuestros dos de cada tres matrimonios divorciados.
Y es que The Knick es de un verismo apabullante, no sólo en las intervenciones quirúrgicas que lleva a cabo el Dr. Thackery junto a sus ayudantes y enfermeras, sino en su representación del momento histórico. Discriminación racial, clasismo y desigualdad exacerbados, corrupción de los cuerpos policiales y de los inspectores sanitarios. Y es también interesante otro de los grandes mensajes políticos de esta serie, y que no parece casualidad que salga de un Hollywood que se volcó mayoritariamente con la reforma sanitaria de Obama: las perversas consecuencias del funcionamiento de la sanidad privada, que se evidencia aquí en las peleas de los trabajadores de ambulancias de los distintos hospitales de la ciudad, siempre en lucha por enfermos adinerados.
En definitiva, The Knick es un gran fresco del siglo XX de Estados Unidos, el reverso sanitario de las escenas en Nueva York de El Padrino II o de la cándida adaptación cinematográfica de La edad de la inocencia que hizo Martin Scorsese de la novela de Edith Warton. Pero también una gran muestra de nuestros trastornos contemporáneos, no raciales, ni siquiera económicos o sanitarios, pero sí esenciales y que viene a cuestionar todo un discurso político de peso y consensuado: el de la conciliación laboral y familiar. Porque no se trata aquí de aspectos sindicales, sino de pulsiones mucho más profundas y difíciles de legislar: las pasiones, la permanente vocación del ser humano de superar sus padecimientos y el grado de obsesión que genera saber que el progreso depende de los esfuerzos singulares de cada uno. Algo así como si en 1943, la familia de Churchill le recriminara que no les hacía caso y que no sabía separar su vida personal y laboral.
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The Knick, llevando la hipérbole a una medicina extrema (veraz, y en absoluto gore, como se la ha acusado absurdamente), niega que el trabajo vocacional aliene, todo lo contrario: es la motivación esencial alrededor de la cual giran todas las demás, familia incluida. “En el corazón de los hombres sólo habita la guerra”, escribió el médico y escritor francés Louis Ferdinand Céline en su pequeña joya biográfica sobre Ignác Semmelweis (1818-1865), médico húngaro de origen alemán que disminuyó en un 70% la muerte por infecciones en los partos al alertar sobre la necesidad de una asepsia que ya utilizan los médicos del Knickerbocker. Una guerra contra las propias limitaciones, contra los fallos reiterados, alentados por la motivación beckettiana de fracasar de nuevo, fracasar mejor. Impagable y significativa es la aparición tangencial de Thomas A. Edison presentando sus diversos inventos revolucionarios a la alta sociedad neoyorquina.
Porque hay siempre una élite incomprendida, incomprensible tal vez, que se eleva sobre nosotros y otea el horizonte. Y esa es, paradójicamente, la causa de su desgracia. Su obsesión visionaria les impide amoldarse a nuestra vulgar cotidianidad de tapitas y anuncios de lotería. Y eso retrata The Knick: la infelicidad y el absurdo por el exceso, y no por la carencia. Algo de incalculable valor. Alguien que, como yo, tiene dos hijos nacidos por cesárea, no puede sino admirar emocionado el afán de superación (autodestructivo casi siempre) de personajes históricos anónimos que estas series rescatan. O, por transcribirlo con las palabras finales de Céline en su libro sobre Semmelweis: “Parece que su descubrimiento sobrepasó las fuerzas de su genio; esa fue, quizá, la causa profunda de todas sus desgracias”.
Una gran serie. Con pensiones dignas y plenamente conseguidas