Recordando a Juan Pujol
Citar a Churchill puede parecer el recurso de un periodista poco imaginativo –y la mayoría de las veces, lo es–, pero hay sentencias del político británico que dignifican el premio Nobel de Literatura que le fue extrañamente concedido en 1953. Cuando dijo aquello de que “nunca tantos le debieron tanto a tan pocos” se refería al valor heroico de los soldados en los frentes de la SegundaGuerra Mundial. Aunque secretamente, quizá estuviera pensando en sí mismo, y en un español: Juan Pujol García. El agente doble más exitoso de la historia, el español al que los historiadores dan el mérito de haber evitado que la Segunda Guerra Mundial se prolongara uno o dos años más gracias a su trabajo en pos del éxito del desembarco en Normandía de junio de 1944.
Espía: exitoso héroe o mentiroso vil
Desde Graham Greene a John Le Carré, pasando por algunos libros de Joseph Conrad o autores de serie b y pulp, todos han concebido algún personaje encarnado por un intrigante excéntrico, un loco aparente, e incluso a veces esa característica es constitutiva de su éxito, el punto: el espía trabaja mintiendo, fingiendo lo que no es para conseguir algo que alguien necesita. Y lo que todos estos novelistas –y tanto cine– nos han enseñado es que el valor moral de la mentira depende del resultado final, en este caso para la comunidad. Que se lo digan al flemático Sr. Wolmord, vendedor de aspiradoras que Graham Greene describió en Nuestro hombre en La Habana (1958), con toda su red ficticia de informadores, o al revolucionario anarquista Ossipon de El agente secreto de Conrad. O al personaje que interpreta Robert Redford en ‘Los tres días del Cóndor’ (Sydney Pollack, 1975), agente de la CIA que trabaja encubierto tras la fachada de la Academia de Literatura Americana de Nueva York:
—¿Está usted a gusto aquí, señor Turner? –pregunta su jefe.
—Hasta cierto punto sí –responde el espía
—¿Por qué hasta cierto punto?
—Me molesta no poder decirle a la gente lo que hago.
—¿Por qué le cuesta tanto acostumbrarse a eso? –pregunta extrañado el jefe.
—Porque yo confío de verdad en algunas personas y eso es un problema.
E igual de interesante para hacer un análisis comparado del comportamiento de parte de la prensa es el final de la película de Pollack, cuando Turner informa con suficiencia al jefe de la estación de la CIA en Nueva York que ha contado todos los chanchullos que ha visto en la agencia a The New York Times, y este le responde sarcástico mientras se marcha: “¿Y cómo sabes que lo van a publicar?”, ante el rostro demudado de Redford.
Son personajes trágicos. Y por supuesto están las historias de los espías negados por sus antiguos jefes, o condecorados en privado o con beneficios ajenos a su verdadero cometido. Entre los primeros, el más destacado y desgraciado fue el del espía soviético Richard Sorge (1895-1944), que avisó con antelación desde Tokio de la invasión alemana de Rusia a Stalin, que prefirió ignorar la amenaza y negar, años después al ser apresado el espía, que la URSS tuviera nada que ver con aquel periodista. Y entre los últimos, el extravagante poeta Ezra Pound, que pese a ser condenado en Estados Unidos por sus simpatías fascistas durante la guerra (que pasó en la Italia de Mussolini), sería recluido no en una cárcel sino en un sanatorio mental, y recibiría la Medalla del Congreso de Estados Unidos. Sucesos que dieron pie al escritor Justo Navarro para escribir su novela El espía (Anagrama, 2011), donde jugaba con la idea de que, en realidad, Pound hubiera sido un espía doble al servicio de los Aliados, para los que transmitía en clave desde Radio Roma el estado del tiempo para facilitar los bombardeos norteamericanos y de la RAF.
Garbo, o el mejor actor del mundo
Sí, en masculino. Juan Pujol nació marcado por la guerra en 1914, en una familia acomodada de la burguesía de Barcelona. Mujeriego y carismático, no destacaba en demasiadas cosas, pero se desenvolvía y sobrevivió con holgura en una época difícil. La guerra civil marcó su destino: no deseaba alistarse y permaneció escondido. Su novia le llevaba comida y pertrechos, pero decidió ir al frente republicano como soldado para poder desertar a las filas nacionales. En el intento por poco lo matan.
Ya en el campo nacional, lanzó su primera mentira, y al ver su éxito, tras ella, todas las demás. Dijo ser experto en radiocomunicaciones, algo que enseguida se destapó como falso, pero sus jefes le incluyeron en los equipos que tendían cables en los frentes para habilitar comunicaciones entre los distintos puestos de mando. No obstante, la guerra dejó un enorme poso de amargura en Pujol, que ya instalado en Madrid como conserje de un edificio, en 1940, decidió ofrecerse a los ingleses como espía para acabar con la peste parda. Fue rechazado, y acto seguido se dirigió a la embajada alemana para ofrecerse, esta vez, para espiar para ellos.
Como cuenta Stephan Talty en Garbo, el espía (Destino, 2012), buscaba una forma de vida, una vocación en un momento oscuro y gris del mundo. Los germanos aceptaron y, tras un breve entrenamiento en métodos de escritura cifrada con tinta simpática, lo despacharon a Londres para que creara una red de informadores en la misma capital, en los puertos desde donde salían los barcos de guerra, en los depósitos de armas o carburantes.
De forma mucho más artística (y con una destacada banda sonora a cargo de Fernando Velázquez) lo cuenta el documental Garbo: el espía (Edmon Roch, 2009), que recibió el Goya de ese año al mejor documental.
Pero Pujol se fue a Lisboa, y desde allí, gracias a lo que leía en los diarios portugueses y a su portentosa imaginación –que había creado una ficticia red de agentes por todo Reino Unido–, enviaba información verosímil pero no real a sus enlaces alemanes en Madrid, que además le pagaban generosamente. Además, creían a Pujol cuando les decía que el matasellos era portugués porque le hacía llegar las cartas a un conocido lisboeta por avión, para que desde allí llegara con más seguridad a Madrid. Mentira que, a la postre volvió a resultar crucial para los Aliados una vez los ingleses lo aceptaron como agente doble. Tan persuasiva fue su entrevista con sus enlaces ingleses que su reclutador corrigió el primer nombre en clave que se le había dado por el de Garbo, en homenaje a Greta, por ser “el mejor actor del mundo”.
El 1 de junio de 1943, el vuelo 777 de la línea civil BOAC despegó de Lisboa con destino a Londres con el actor británico Leslie Howard (que casualmente se había reunido con Franco en Madrid) a bordo. Le acompañaban trece pasajeros más y cuatro miembros de la tripulación. Todos resultaron muertos tras un ataque de la Luftwaffe. Y es aquí donde la mentira de Garbo entra en juego y se tambalean los juicios morales: exige a los alemanes que cesen los ataques a dicha conexión Lisboa-Londres (clave para la comunicación entre los aliados y sus espías en el continente, que informaban desde enlaces en el nido de espías que era la capital lusa) porque ponían en peligro el envío de sus supuestas cartas desde Londres a Lisboa. Kulenthal, su enlace alemán en Madrid, no sólo consiguió lo que le pedía Pujol, sino que le envió una carta llena de disculpas. La ruta quedó despejada durante el resto de la guerra.
Al entrar a trabajar directamente para los ingleses, Pujol se mudó a Londres con su familia, previa escala en Gibraltar. Allí, junto a Tommy Harris, alias “Jesús”, formó un tándem en el MI5 que fabricó información verosímil, a veces real pero no vital, para transmitir a los alemanes, recopilada gracias a los supuestos agentes a su disposición por todo el territorio inglés. De cada uno de ellos envió perfiles completos. En su afán por resultar creíble, “mató” agentes, de los que se publicaban necrológicas en los principales diarios. Los alemanes estaban encantados con la labor de Arabel, su nombre en clave. Tanto es así que recibió la Cruz de Hierro alemana, y la Orden del Imperio británico. Fue el único agente condecorado por ambos bandos durante la II Guerra Mundial.
La obra maestra de la persuasión: Operación Fortitude
Su gran jugada estaba aún por llegar. En 1944, Stalin insistía en abrir el segundo frente europeo que los Aliados se habían comprometido a establecer en la Conferencia de Teherán de 1943. El desembarco en la costa Atlántica defendida por el mariscal Rommel, el Zorro del Desierto, era apremiante para aliviar el número de divisiones alemanas en el frente oriental.
Aparece aquí otra mentira histórica virtuosa. La que protagoniza el excéntrico general George S. Patton, a cargo de un falso ejército de aviones de madera y tanques hinchables, pleno de divisiones ficticias apostadas en las costas inglesas frente al paso de Calais. Él era el militar más valorado por los alemanes, a quien creían que se le encargaría el establecimiento de una cabeza de puente en la costa atlántica; y el paso de Calais era el lugar por el que siempre creyeron los alemanes que entrarían los Aliados. Los aviones de reconocimiento de la Luftwaffe daban cuenta de aquella gran concentración.
No obstante, aquella maniobra de engaño pendía de un hilo. Era imposible mantener oculto (por más que el sur de Inglaterra permaneciera aislado) el despliegue real en las playas del suroeste, desde las que desembarcarían en dirección a Normandía. Y es ahí donde vuelven a entrar en juego Garbo y su red de espías inexistentes.
Insistía en sus despachos a Kulenthal en que, aunque era cierto que había una gran concentración militar frente a las playas de Normandía, aquello no era más que una maniobra de distracción aliada, un señuelo para que los alemanes separaran las divisiones y dejaran más despejado el paso de Calais. Aquella operación constaba de dos partes: Fortitude North (para hacer creer que habría una invasión aliada en Noruega), y Fortitude South (por Normandía). Paradójicamente, todo ello financiado por los alemanes, pues seguían pagando a Arabel para que se mantuviera él y pagara a su supuesta red. De modo que la ejecutoria de Garbo, además de efectiva, fue rentable.
No sólo consiguió Garbo persuadir a los alemanes de que, efectivamente se trataba de un señuelo, sino que ¡15 días! después de la invasión del 6 de junio, aún había más tropas alemanas en el paso de Calais que en Normandía. ¿Y cómo se justificó Garbo ante sus enlaces alemanes? Con otra obra maestra de la mentira y la persuasión: adujo que, dado que el señuelo había sido un éxito mayor del esperado, la verdadera invasión se había cancelado. Los alemanes no sólo le creyeron, sino que, finalizada la guerra, entregaron a Pujol en Madrid una buena suma de dinero por los servicios prestados.
¿Dónde está Garbo?
Al finalizar la guerra, Pujol desapareció, y su rastro se perdió en Angola, donde supuestamente había muerto unos años después. Había dejado en España a su primera mujer, que desconocía su paradero. Su huida se había debido al miedo a las represalias de la red de nazis prófugos, Odesa, que lo había calificado como uno de sus enemigos prioritarios a abatir.
Sin embargo, el historiador y profesor de contraespionaje Nigel West, dio con él en 1984. No creía en la versión de su muerte. Como enviado de la Casa Real británica, y tras muchos años de estudio sobre su figura, insistía en invitar a Pujol a los fastos de celebración del cuarenta aniversario del desembarco. Curiosamente, para dar con Garbo contó con una ayuda inesperada, la del espía Anthony Blunt, uno de los llamados Cinco de Cambridge: jóvenes oficiales de inteligencia, salidos de la más prominente universidad inglesa, que resultaron ser espías para la URSS, y sobre los que el ensayista Cyrill Connolly escribió un texto de referencia: Los diplomáticos desaparecidos (Debate). Fue Blunt quien le confirmó el nombre real de Garbo, y tras un sinfín de llamadas en Barcelona con la guía telefónica, West consiguió contactar con su familia, que le informó de algunas cartas que les había enviado Pujol desde Caracas. Allí se había vuelto a casar y vivía en el más absoluto anonimato. Ni siquiera su nueva esposa conocía sus actividades durante la Segunda Guerra Mundial.
Las imágenes finales del documental Garbo: el espía muestran a un Juan Pujol contrito, de ojos vidriosos y aspecto prematuramente avejentado paseando por las playas de Omaha y Utah, parándose a contemplar el horizonte, a veces la arena, pensativo, quizá consciente por primera vez de lo que había tenido entre manos durante aquellos cinco años frenéticos de engaños y doble vida. Y posteriormente saludando a veteranos del desembarco, con los que charla tímidamente mientras éstos se pelean por darle la mano y conseguir un autógrafo en alguna servilleta. Soldados heroicos rindiendo una pleitesía de sincera admiración al mentiroso profesional que jamás pisó un campo de batalla. Y, por fin, las imágenes de Pujol en el cementerio, ante una inmensidad de cruces blancas, emocionado, donde parece preguntarse si pudo haber salvado a alguno de ellos si hubiera mentido más, antes, mejor.
Lejos de la ejemplaridad
Las peripecias de Juan Pujol sirvieron de inspiración, entre otros, a Graham Greene para el mencionado Wolmord de Nuestro hombre en la Habana, aquel comerciante venido a menos, abandonado por su mujer y con problemas de dinero. Probablemente sentía que sus necesidades eran más apremiantes que las de su país, para el que inventó la red de agentes. Y es que Greene estaba obsesionado con la delgada línea que separaba a veces el bien y el mal, o las consecuencias inesperadas que podían acontecer al actuar de una forma u otra. Y lo conocía por una experiencia que relató en su novela de 1951 El final del affaire (Libros del Asteroide). Allí contó cómo una relación adúltera le hizo ausentarse de su casa londinense poco antes de que esta resultase destruida por un bombardeo nazi.
La historia de Juan Pujol conmueve, precisamente, por la forma en la que trastoca lo que creemos son fronteras claras. No es que el bien y el mal sean relativos (su fijeza fue, de hecho, lo que hizo actuar a Garbo como lo hizo), pero sí plantea preguntas sobre los medios para conseguir el bien. ¿Puede hacerse sin demostrar una virtud pura? ¿Se puede ser clave en el bien de la comunidad sin ser ejemplar? ¿O, más bien, siendo lo contrario desde una idea cerrada de lo virtuoso? Depende del éxito o el fracaso, seguramente. Claro está que un espía, por definición, está lejos de poder alcanzar ese concepto de ejemplaridad tan en boga. Sin embargo, la historia de Garbo muestra que sin algunos de ellos quizá no valdría la pena ni intentarlo.
Si Overlord fué un exito del espionaje, no menos lo fué la operación Bragation que hundió el frente Oriental y extenuó al ejercito Alemán.
Aunque a muchos no les guste los comunistas, o los rusos, o hayamos crecido en una sociedad con fuertes influencias Anglosajonas, aquellos que verdaderamente destruyeron al régimen nazi fué la inmensidad capacidad de sufrimiento del pueblo soviético.
Me parece lamentable comparar la gran y arriesgada labor que llevó a cabo Juan Pujol con la historia amarillista de ese niñato.
Como reza el dicho, «las comparaciones son odiosas», pero es que a veces ofenden la inteligencia del lector.
Si se quiere escribir sobre Garbo (que me parece genial) no creo que sea necesario hacer una introducción como esa.
Hola Sid. Lamento que hayas entendido que comparo a ambos personajes. No es así, y es sorprendente que no entiendas la ironía, pues mi mensaje es precisamente ese: que los personajes son incomparables, y ello me sirve para hacer una reflexión en torno a la mentira como herramienta, en el caso de Garbo virtuosa, y en el de Nicolás, nociva y delatora de un estafador. Efectivamente, son personajes incomparables, pero, por favor, un poco de ironía
Jaume Ribas «Lipstick» también merecería un articulo tan genial como éste. Enhorabuena !