Billy Woodberry, toda una leyenda del cine rebelde de Estados Unidos

Billy Woodberry, en el Festival Documenta Madrid. Matadero Madrid. Foto: Diego Simón.

Billy Woodberry acudió a la pasada edición de Documenta Madrid, que le dedicó el ciclo ‘La rebelión de las raíces’, proyectando en el Museo Reina Sofía su pequeño conjunto de películas: dos ficciones neorrealistas (un cortometraje y un largometraje) rodadas en su primera época, entre 1980 y 1983, y cuatro documentales (dos cortos y dos largos) en los que a partir de 2015 su cine viró hacia la historia y la cultura del siglo XX, rescatando destacadas personalidades de color comprometidas política y artísticamente. Su mínima producción, rodada en los márgenes de la industria y condicionada por dificultades económicas y personales, responde, en parte, a una exigencia íntima por amparar el valor de la identidad negra.

Billy Woodberry avanza con lentitud hasta el pequeño escenario de la sala de proyecciones del Museo Reina Sofía. Tiene 74 años. Es un hombre alto y ancho, en apariencia serio. Ha acabado la proyección de su penúltima película, A story from Africa (Una historia de África), y se aferra a unos papeles escritos, que lee a continuación, donde ha plasmado a grandes rasgos su biografía de cineasta, su aprendizaje e influencias, sus deudas profesionales: un bagaje vital del que remarca la impronta de la acción colectiva. Él, viene a decir, no es nadie sin la colaboración de los demás.

Una gran parte de su vida la ha pasado enseñando cine. Desde luego, mucho más que haciéndolo; pero no parece tener demasiadas ganas de profundizar, cuando uno le pregunta por el vacío –la “laguna”, como la llama– abierto entre su producción primera y la más reciente, distantes, salvo un encargo, más de 30 años. Los que separan su primer cortometraje (The pocketbook, 1980) y su primer largometraje (Bless their little hearts, 1983), hitos del movimiento L.A. Rebellion, de la obra que ha venido estrenando desde 2015.

Al cine había llegado estudiándolo, viéndolo. Creía entonces, un veinteañero en los Estados Unidos de la década de los 60, que el “cine era una fuerza anticipatoria del cambio social”. Lo había comprobado en incontables películas europeas, africanas, hispanoamericanas: las del Cinema Novo brasileño, las del cubano Julio García Espinosa o el argentino Pino Solanas, manifestaciones nacionales de la revolución cinematográfica lanzada por la nueva ola francesa. “Vi montones de películas de diferentes escuelas y países. Esto tuvo una gran resonancia en nosotros”, afirma Woodberry.

Ese nosotros se refiere a los componentes de L. A. Rebellion, un grupo de cineastas afroamericanos y africanos (Charles Burnett, Julie Dash, Haile Gerima y el propio Woodberry, entre los más relevantes de los 27 censados), que pasó por las aulas de la Escuela de Teatro, Cine y Televisión de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA) y crearon entre finales de los 60 y principios de los 80 un cine al margen de Hollywood, transido por el neorrealismo, por el cine pobre de ese sur hispano, africano, y cuyas principales películas narraban pequeñas historias cotidianas de gentes de color de extracción humilde en las ciudades estadounidenses.

En aquel tiempo de movilización cultural organizaron proyecciones, debates. “Íbamos a un café”, cuenta Woodberry, “y cuando cerraban, nos marchábamos a otro, y así seguíamos, discutiendo hasta la madrugada”. Eran años de emergencia política y social, del auge del movimiento de los derechos civiles y sus primeras filmaciones coincidieron con las del movimiento blackplotation, películas protagonizadas también por negros, pero dentro de las estructuras industriales de Hollywood.

“Algunos las detestaron, porque decían que daba una imagen negativa de los negros”. Woodberry, no. “Aunque es cierto que teníamos dudas sobre su valor artístico; pero nosotros queríamos tener el control absoluto de las nuestras y que reflejaran aspectos de las vidas de las personas negras”.

Esa exigencia, la de usar sus talentos al servicio de las existencias de los suyos, la asumió Woodberry en su primera obra, el cortometraje The pocketbook (1980), que dirigió tardíamente, a los 30 años. Adaptó un cuento del escritor de color Langston Hughes sobre un niño que intenta robar a una anciana en la calle y esta le lleva a su casa, le da de cenar y le entrega un dinero para que se compre unos zapatos. Esta mínima anécdota contiene, sin embargo, la semilla del cine de Woodberry: la forma documental, sus humildes personajes, el contexto social y una mirada a ras de tierra.

Fiel a la idea de trabajo colectivo que movía a L. A. Rebellion, Charles Burnett, autor de la película esencial de este movimiento, The killer sheep, dirigió la fotografía de The pocketbook y escribió el guion del primer largometraje de Woodberry, Bless their little hearts (Bendice sus pequeños corazones, 1983), que ahonda en el mismo paisaje urbano de barrios pobres de Los Ángeles, en las mismas gentes que trampean para sobrevivir, en el mismo amor precario que sostiene a las familias de clase baja de The killer sheep.

Rodada en blanco y negro, Bless their little hearts sigue los pasos de un hombre en paro que gracias a la ayuda de conocidos consigue trabajos ocasionales y precarios, como pintar la fachada de una casa, desbrozar un campo, insuficientes para mantener a su esposa y sus dos hijos. Es ella la que sostiene el hogar con su trabajo y él se siente humillado al verse en una posición inferior. Woodberry nos permite contemplar durante un tiempo las vidas nada extraordinarias, más bien anodinas, comunes, por tanto universales, de unos personajes cuyos comportamientos y emociones uno reconoce en sí mismo.

Y entonces, el cineasta dejó de hacer películas. ¿Qué sucedió? Woodberry deja entrever las dificultades que tuvo para conseguir que sufragaran sus proyectos y asoma en sus palabras cierta frustración por no poder sacar adelante el que iba ser su segundo largometraje, basado en la novela En la casa de mi padre, de Ernest Gaines. “Pude recaudar algo de dinero, pero siguió faltándome y no pude completar el presupuesto. Hacia 1992 ya sabía que no iba a hacerlo”.

“Estaba deprimido, perdido”, confiesa. “Perdí mucho tiempo. Pero de alguna manera encontré mi camino de vuelta. No tenía necesidad, no tenía inversores y me dije: cuando tenga algo lo mostraré”. El camino fue largo. En ese periodo, en el que siguió dando clases en la UCLA, solo grabó El arquitecto, las hormigas y las abejas (2004), un vídeo documental de encargo sobre la construcción de la sala de conciertos Walt Disney de Los Ángeles diseñada por Frank Gehry.

El vídeo formaba parte de la exposición colectiva multimedia Facing the music, que la galería Redcat exhibió en esa sala de conciertos, y en él Woodberry se mantiene apegado a sus raíces cinematográficas y sociales, al elegir como tema la paciente tarea de los obreros durante la construcción del edificio.

Luego vino otro silencio, que duró hasta 2015, cuando presentó And when I die, I won’t stay dead (Y cuando muera, no me quedaré muerto). Ya había dado con algo que, por fin, quería mostrar, el primer paso de todo su cine posterior, un cine documental de memoria que a través de la búsqueda en archivos fílmicos y fotográficos, y con una meditaba banda sonora, exhibe, a grandes rasgos, a escogidos personajes de color insertos en determinados momentos de la historia del siglo XX. El primero de ellos fue el poeta Bob Kaufman (1925-1986). En él focaliza el espíritu de la generación beat, la de Allen Ginsberg, Jack Kerouac, William Burroughs, respecto a los cuales Kaufman aparece como un secundario. Sin embargo, en esta consideración pesaron su condición de negro, de judío y de provocador.

Woodberry introduce entrevistas a sus amigos, fotografías, poemas recitados, detalla sus influencias (Lorca, Allan Poe, Hart Crane, entre las principales) y, como un regalo, la imagen en movimiento del propio Kaufman, ya casi al final de su vida, recitando uno de sus poemas en un parque.

El retrato biográfico de Kaufman no se llama a engaño. Hacia 1963, ya era una sombra de lo que fue. Lo había investigado el FBI en la década de los 50 por su pertenencia al partido comunista. Y las drogas, el alcohol y los electroshocks que le aplicaron disolvieron su condición social y se convirtió en un vagabundo. Sus libros, de raigambre surrealista, tuvieron cierto eco. Sus amigos y conocidos no lo olvidaron: a su funeral acudieron unas cien personas. Y siguiendo el itinerario de los lugares que frecuentaba Kaufman, fueron leyendo públicamente sus poemas y esparcieron sus cenizas en el Pacífico.

Un año después de presentar And when I die, I won’t stay dead, Woodberry estrenó otro cortometraje, Marsella después de la guerra, un homenaje al gran cineasta africano Ousmane Sembène, que en los años 40 trabajó en los astilleros de Marsella y participó en una huelga.

Compuesto por fotografías extraídas del archivo del Sindicato Marítimo Nacional de Estados Unidos, especialmente aquellas que incluyen trabajadores de descendencia africana en la ciudad del sur francés, el filme es otro testimonio de la memoria histórica negra, cuya banda sonora evoca mediante ruidos de trenes, de la intensa actividad fabril y la música de Josephine Baker y el grupo marsellés Moussou T e Lei Jovents el mundo portuario y de sus gentes en ese tiempo posbélico.

Este mismo procedimiento (el uso de imágenes de archivo y una precisa banda sonora) lo empleó Woodberry en A story from África. La época es anterior a las dos guerras mundiales, a principios del siglo XX, cuando Portugal emprendió la Campaña de Pacificación Portuguesa de 1907 en el sur de Angola, dirigida contra la tribu cuamato como consecuencia de la Conferencia de Berlín (1884-1885), en la que los imperios europeos se dividieron los territorios africanos.

Esta campaña la documentó fotográficamente el militar Velloso de Castro. Y son sus imágenes, más unos textos explicativos, las que emplea Woodberry para narrar esa historia de la incursión lusa. En modo alguno Woodberry persigue una requisitoria anticolonial. “No quiero convencer”, explica, “sino hacer ver lo que está en las imágenes, que es bastante más complejo” de lo que se observa a simple vista. Y su primera imagen es lo suficientemente elocuente de los dos mundos que comparecen en ella: el de los colonizadores y el de los esclavizados.

Sin abandonar el colonialismo y Portugal, el último proyecto del cineasta estadounidense, Mário, es otro de sus biográficos rescates, el de Mário Pinto de Andrade (1928-1990), revolucionario intelectual, poeta y uno de los líderes de la independencia de Angola.

“Era alguien que no buscaba los focos”, y aun así fundó el Movimiento Popular de Liberación de Angola (MPLA), el partido que gobernó Angola a partir de la independencia de 1975. “Prefería organizar, estar detrás de la escena”, explica Woodberry, que investigó durante cinco años para elaborar su proyecto y pasó dos años más buscando financiación.

Recurriendo a imágenes de archivo, a testimonios de Andrade, de sus familiares, amigos y conocidos, Mário, como el filme dedicado a Kaufman y a Sembène, es a la vez un retrato personal y de época. Woodberry muestra a Andrade en su actividad política e intelectual en Lisboa, en París, en la URSS… lejos de su país durante décadas, afanado en desmontar las estructuras coloniales del continente, como un militante izquierdista pero independiente, irónico y, por tanto, realista en su idealismo africano, que imaginaba una África próspera que no ha acabado de darse. Más que angoleño, africano, como se diría de quien antes que nacional se declara europeo.

“La colaboración, la comunidad han sido una fuente de inspiración fundamental para mí”, reitera Woodberry. Y este ejemplo de fidelidad a una visión colectiva de la sociedad resuena, como ha quedado palpable en este ciclo, en su afecto por los menos pudientes, por las gentes de su comunidad de color y en el talante insobornable de un cine que enseña a recordar y compartir.

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