“Me alimenta más el deseo de vivir que la vida misma”

El escritor y analista Antonio García Maldonado.

Antonio G. Maldonado (Málaga, 1983) es ensayista y consultor de asuntos públicos, experto en estrategia, riesgo político y discursos (desde Moncloa al Senado y los ministerios de Asuntos Exteriores y Economía). Y quizá por haber estado en el ojo del huracán, en el último año le ha seguido un periodo de… llamémosle melancolía, nostalgia por otros tiempos, desencanto, escepticismo… Pero, sobre todo, la lucidez de la reflexión, de quien, de repente, parece mirar ese huracán de vuelta y desde fuera. En su nuevo ensayo, ‘Los sentidos del tiempo’, Maldonado regresa una y otra vez a los laberintos de Borges y a ‘La Montaña Mágica’, la ‘novela del tiempo’ de Thomas Mann. Lucha contra las sombras intentando buscar puntos de luz, de fuga, de confianza en el ser humano, en el progreso, en la ciencia, en los avances tecnológicos. Pero, a la vez, es el propio vértigo del ‘progreso’ lo que le hace caer en el desasosiego. ‘Los sentidos del tiempo’ es un libro breve en extensión, enorme en profundidad. Os dejamos partes de él.

Nuestra participación y significado en el universo ha ido consumiéndose a medida que la ciencia arrojaba luz sobre las viejas ensoñaciones antropocéntricas y mitológicas. No hay nada que lamentar en ello –o sí, allá cada uno–. Somos lo que somos, y no cabe ocultar nuestra irrelevancia en un universo frío que nos devuelve el eco incorrupto de nuestras súplicas. En palabras del profesor Jeffrey J. Kripal, sin embargo, esa fotografía da paso a una cosmovisión en la que, sin razones de fondo, “estamos reduciéndonos hasta caer en el olvido”. Como si fuéramos niños a los que, al salir de la primera infancia, les hubieran quitado los juguetes que han dado sentido y forma a su mundo inocente y sus padres se hubieran negado a ofrecerles horizontes y herramientas para la adolescencia y la vida adulta. Fernando Pessoa lo expresó bella pero lúgubremente al escribir que había “caído sobre nosotros la más profunda y mortal de las sequías de los siglos: la del conocimiento íntimo de la vacuidad de todos los esfuerzos y de la vanidad de todos los propósitos”.

“La nostalgia no es algo propio de nuestro tiempo, sino una condición de fondo del ser humano. Hay épocas en que parece sumergida y silente, y en otras emerge con una fuerza que incluso domina la conversación pública y los ánimos políticos. Como explica el filósofo Diego S. Garrocho, si bien “la añoranza es una experiencia distintiva del ser humano por cuanto existe una forma específica de extrañar una ausencia inconcreta y fictiva, esta determinación humana parecería haberse conjurado con la historia […] para hacerse más presente y más perfecta a partir de la modernidad”. En los extremos, unos argumentan la incontestabilidad del progreso y blanden datos que lo confirman. Steven Pinker, Johan Norberg o Hans Rosling han escrito para defender no que vivamos en el mejor de los mundos posibles, sino en uno mejor que los que dejamos atrás, con sus plagas y sus pandemias sin vacunas, con sus cirugías sin anestesia. En el otro lado, los nostálgicos políticos: autores y pensadores con hipersensibilidad a una decadencia que ven por doquier; figuras que han condenado nuestra época y han rebuscado en el pasado las retropías por las que conviene luchar. Les ocurre lo que a Romano, ese personaje veterano de La gran belleza que, tras años de esfuerzos por convertirse en actor, ha perdido la voluntad de la juventud: ya no planean o imaginan propósitos para después del verano, sino que pasan sus días recordando aquellos que hicieron y no se cumplieron durante los años en los que aún conservaban el deseo de imaginarlos. “¿Qué tenéis contra la nostalgia, eh? Es lo único que nos queda a los que no creemos en el futuro. ¡Lo único!”. ¿Realmente añoran tantos otros tiempos? Cuesta creerlo, siendo como es la historia un repositorio de sufrimiento y penurias”.

“Leo y me digo que no se trata de que encontremos el asombro o las promesas del misterio en los mismos lugares, sino de rechazar su imposibilidad y estar alerta ante sus apariciones cotidianas. En su poema El templo de Poseidón, Borges, que siempre estuvo tan cercano a esas epifanías que narraron trascendentalistas como Emerson o Thoreau, escribió que no hay “una sola cosa en el mundo que no sea misteriosa, pero ese misterio es más evidente en determinadas cosas que en otras. En el mar, en el color amarillo, en los ojos de los ancianos y en la música”.

Desde hace años tengo la costumbre de buscar situaciones en las que pueda estar seguro de que alguien de hace mil, dos mil o cuatro mil años hubiera vivido exactamente igual y detenerme en ellas. Momentos de desintermediación histórica en los que se borran de un plumazo todos los artilugios y todos los progresos. En los que, de alguna forma, uno vive en su momento histórico y en todos los momentos históricos. Si estoy en el monte y miro hacia una loma por la que no pasa ninguna carretera, en la que no hay ningún tendido eléctrico, ninguna casa, nada, es eso lo que viene a mi mente: esta visión es la mía, pero es también la que pudo tener alguien hace diez o quince siglos. No es fácil encontrar esos momentos y lugares: siempre hay algo –unas zapatillas demasiado modernas, un ruido artificial de fondo, una botella de plástico–, o alguien, que te recuerda que vives en este año, en este lugar, que has llegado hasta aquí por una autovía de asfalto en un coche nuevo con aire acondicionado, que has venido escuchando la radio o una canción a través de un móvil que almacena toda la música que en el mundo ha habido; que volverás a un edificio nuevo a cuyo ático te subirá un ascensor programado para hacerlo con una tecnología puntera. Pero es útil conseguir quitarse toda la cáscara y quedarse con lo que compartimos con quienes nos precedieron. Un instante puro que te acerca a una historia de la que nos suele separar un espeso filtro sepia. Se produce así una paradoja: para observar bien la historia, es necesario buscar una forma de salirse momentáneamente de ella”.

“Preguntas y abismos que, mientras sigan sin respuesta, albergan la esperanza y la aventura. Frente a la resignación y aburrimiento del niño que ya conoce el truco del mago que entretiene a sus primos menores en un cumpleaños, tenemos la suerte de estar ante una realidad mágica cuyos sortilegios nos afanamos en desentrañar, y cuanto más cerca creemos estar de conocer sus artes, más amplio parece nuestro desconcierto y su capacidad de generar sorpresa, pasmo, asombro. Como cuando entraba clandestinamente en el laboratorio de mi padre. El ser humano puede contemplar la cuenta atrás hasta que el Sol se apague o el universo se enfríe sin remedio como un niño ante una prueba cronometrada en la que dispone de un tiempo limitado para encontrar una salida. Como un drama en vía muerta o como un juego en un camino entre brumas.

No hay razón para el hastío, para el aburrimiento sobre el que reflexionaba el narrador de La montaña mágica al describir, hacia la mitad del libro, la rutina del balneario para tuberculosos en el que reside Castorp y sus consecuencias: “La costumbre hace que la conciencia del tiempo se adormezca o, mejor dicho, quede anulada, y si los años de la niñez son vividos lentamente y luego el resto de la vida se desarrolla cada vez más deprisa y se acelera, también se debe a la costumbre”. Tenemos una dificultad para percibir el asombro que se resume en una relación problemática con el tiempo. Sabemos de la necesidad de introducir cambios, romper patrones e impulsar nuevos hábitos para mantenernos vivos y alimentar nuestra percepción y nuestra experiencia del tiempo y, con ellas, renovar nuestras ansias por la vida. Necesitamos tanto de las nuevas aventuras como del espíritu que las anima.

En una entrevista, el ex ministro de Cultura Javier Solana pronunció una frase que retumbó en mí y que sigue danzando y emergiendo cada cierto tiempo en mi cabeza. Le alimentaba más el deseo de vivir que la vida misma, que era lo contrario al carpe diem, dijo. Me reconocí en esa afirmación porque si algo echo en falta no son los alicientes cotidianos –que, en todo caso, suelen ser un problema por apabullantes, no por inexistentes o escasos–, sino aquellos que les dan sentido y los trascienden. El porqué que sostiene cualquier cómo”.

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