100 años de la única película donde Chaplin no hace reír
De las 66 películas mudas que dirigió Charles Chaplin, ‘Una mujer de París’ fue la única dramática, la única en toda su filmografía en la que no actuó. Su estreno, hace 100 años, provocó la ira de sectores puritanos estadounidenses, ciegos ante la sutileza y la elegancia melodramática de la película. El Festival de Cine de Berlín, que se clausura el domingo, celebra el aniversario con la proyección de una nueva restauración 4K. En ella incorpora una nueva banda sonora que incluye la reconstrucción de la partitura original de Chaplin y composiciones hasta ahora inéditas del cineasta británico. Repasamos las circunstancias en que se gestó un filme casi desconocido, una isla en la casi exclusiva producción cómica del genio del cine.
“Solo quiero casarme y tener hijos. En el fondo, soy una mujer sencilla”, le dijo Peggy Hopkins Joyce a Charles Chaplin durante una cena a principios de los años 20 del siglo pasado. Aquel deseo no lo cumplió en su vida. Se casó, sí; pero en seis ocasiones. No tuvo hijos ni practicó la sencillez con la que se definía. Fue una actriz sin fama, aunque disfrutó como una estrella del glamur de la riqueza que, sin embargo, declinó al final de su vida, cuando se casó con un cajero de banco y pasó los seis últimos años en un pueblo de unos 3.000 habitantes. Chaplin se relacionó con ella en la época de esplendor y fue recopilando las historias que Hopkins le contaba: el mundo de lujo, de caprichos, de fiestas, de derroche que iba a volcar en Una mujer de París.
El cineasta había terminado su contrato con la First National, para la que había dirigido nueve películas, entre ellas un sublimado drama cómico, El chico. Entre abril y julio de 1923 rodó El peregrino, la última película contratada con aquella productora. Al acabarla se vio libre para rodar sus propias películas en la empresa que había fundado cuatro años antes con Douglas Fairbanks, Mary Pickford y D.W. Griffith, la United Artists, un golpe de mano contra el poder de las gigantescas productoras que dominaban Hollywood y establecían sus condiciones para el rodaje de películas.
Por entonces, Chaplin se había investido de un aura intelectual relacionándose con escritores, artistas, pensadores, y quería revestir su cine de esa pátina de prestigio. A comienzos de los años 20, era el director de cine más famoso del mundo. Había construido una poderosa imagen, cuyo impacto mundial es difícil de entender hoy, una caracterización única (bombín, bastón, traje raído, bigotillo) creada para su segundo filme, Carreras de coches infantiles en Venice, en 1914, al servicio de unas historias, en ocasiones evocadoras de su pasado pobre en su Inglaterra natal, imaginadas como juguetes cómicos mediante gags ingeniosos.
El gran imaginero de la risa prescindió de esas secuencias hilarantes, de la comicidad burlesca que lo habían hecho famoso, y las únicas risas que filmó en Una mujer de París fueron cínicas o ebrias de fiesta, o de regocijo de los personajes; nunca consecuencia de una situación irrisoria. Como aviso para los espectadores, antes de que las imágenes de la película abran la historia, Chaplin introdujo un cartel explicativo: “Para evitar cualquier malentendido, quiero advertirles que no aparezco en esta película. Este es el primer drama serio escrito y dirigido por mí”.
La protagonista era Edna Purviance, una mecanógrafa que el director de El gran dictador convirtió en actriz y con la que había trabajado ocho años. Interpretaba a una mujer francesa de pueblo, maltratada por su padre y enamorada de un hombre (Carl Miller) con quien planea fugarse a París. Pero la noche de la huida, el padre de ese hombre muere y ella, sin conocer esta circunstancia, toma sola el tren a la ciudad. Un año después vive en la capital de Francia a todo tren. Su vida de fiestas, de vestidos exóticos y de joyas, su piso atendido por varias criadas los paga “un caballero ocioso cuyos caprichos han hecho y desecho la carrera de muchas mujeres”, según lo presenta Chaplin. Ese caballero (Adolphe Menjou) va a casarse con una millonaria y pretende mantener las dos relaciones. Cuando ella se entera, se le abre un dilema: la vida que desearía (marido, hijos) o el lujo. La conciencia le va desbrozando la decisión.
“No podemos vivir así”, le dice a su amante.
“No vivimos tan mal. Lo tienes todo”, le contesta él.
“Soy infeliz… ¿Qué hago con mi vida?… Nada”.
El hombre al que amaba se ha instalado en París con su madre y trabaja como pintor. Un día coinciden por azar. A partir de ese momento, Chaplin dibuja el proceso de descomposición de las relaciones que su protagonista mantiene con su amante y con el hombre al que ama y conduce el relato hacia la tragedia. El final, sin embargo, parece una claudicación. Un arreglo moral que el cineasta urde para que su personaje principal, inmoral a los ojos de la moral circulante de los espectadores que iban a ver la película, se redima. Como si Chaplin quisiera contener el previsible escándalo que produciría el filme.
Ese escándalo resulta inconcebible hoy, a pesar de los signos inquietantes que amenazan la libertad de expresión. Grupos y colectivos puritanos estadounidenses ejercían tal presión moral que habían obligado a los productores cinematográficos a establecer en 1922 normas de supervisión de las películas que establecían qué temas debían excluirse, qué tratamientos debían aplicarse o qué situaciones inconvenientes debían evitarse.
Chaplin hizo caso omiso a esas normas cuando rodó Una mujer de París, aunque dudó con el título definitivo. Iba a llamarse La opinión pública, pero, recuerda uno de los biógrafos del cineasta, Manuel Villegas, le pareció excesivo para el ambiente del momento. Peor aún, por cobarde, era El destino. De modo que Chaplin optó por uno meramente descriptivo. Pero estas cautelas fueron inútiles. La campaña puritana en Estados Unidos después del estreno fue feroz. Algunas secuencias resultaron escandalosas para las miradas censoras de ese tiempo, como la del desnudo de una mujer durante una fiesta. Chaplin lo muestra parcialmente: filma unas piernas desnudas, la cabeza y los hombros desnudos de la mujer y las reacciones escandalizadas de los invitados. Pero lo que ofendió, sobre todo, fue el ambiente moral que desborda la película, sus fiestas desatadas y, como se decía entonces, libertinas, las relaciones fuera del matrimonio, aparentemente felices, desde luego placenteras, el cinismo de los personajes… Un París pecador y jubiloso en una década que acabaría conociéndose como los “locos años 20”.
Desde luego, el público no respondió a la película como lo hubiera hecho ante un genuino Chaplin y las críticas la deploraron. Una mujer de París fue un fracaso. El cineasta había invertido en ella 800.000 dólares y recaudó 680.000, muy lejos de los cinco millones y medio que había obtenido El chico dos años antes. Un periodista, explica Manuel Villegas en su biografía, exclamó ante el director cuando terminó la proyección del filme en Londres: “¡Pero esto es una tragedia!”. Sí, lo era. A Chaplin le escoció. No volvería a desaparecer de sus películas tras la cámara y naturalmente regresó a la comedia. Dos años después estrenó uno de sus grandes éxitos, La quimera del oro, y Una mujer de París fue quedando relegada como una excepción, pero no como un paso en falso. Chaplin se había tomado la película como un reto y había experimentado con las imágenes con la misma pulcritud y minuciosidad con que rodaba hasta la exasperación sus obras cómicas.
“Fue la primera cinta muda que empleó la ironía y la psicología”, se vanaglorió en su autobiografía. Y él dibujó esa psicología “mediante una acción sutil”, en detalles como el plano de una pipa volcada en el suelo, que simboliza la muerte del padre del hombre con quien va a casarse la protagonista, o el plano del cuello de la camisa de hombre que cae de un cajón del dormitorio de la casa donde vive ella, una imagen que revela la relación que tiene con su amante.
Esa sutileza la aplicó también a las interpretaciones. En un cine mudo infectado de sobreactuaciones, de énfasis en los gestos que uno podía admitir en el cine cómico, pero que movían a la risa en el dramático, Chaplin modela las caras de sus personajes para que se expresen de modo natural, sin exagerar, por primera vez en su cine. Ello transmite una fuerza de convicción a su relato que hacen de la película un modelo de antievasión. En lugar de pasar el rato, los espectadores puritanos de 1923 se dieron de bruces con una realidad que juzgaban escandalosa. Les parecía que Chaplin exaltaba las “malas” costumbres, la hipocresía social, cuando lo que hacía era poner un espejo delante de esa parte de la sociedad que no querían ver. Su realismo, tan veraz como las fantasías culinarias del muerto de hambre de La quimera del oro, no ha perdido ni un ápice de persuasión.
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