100 años de ‘The New Yorker’, referente del ‘Nuevo Periodismo’

«Quería denunciar a un hombre que me ha guiñado un ojo». Las caricaturas han sido un rasgo distintivo de ‘The New Yorker’ desde su primer número. Helen Hokinson, una de sus primeras caricaturistas más prolíficas, ejerció una influencia perdurable en la revista y la cultura visual estadounidense. A lo largo de dos décadas, Hokinson contribuyó con 68 portadas y 1.800 caricaturas, retratando a las damas de la alta sociedad neoyorquina desde una perspectiva irónica pero afectuosa.
La mítica publicación ‘The New Yorker’ ha cumplido un siglo desde la aparición de su primer número en febrero de 1925 y la Biblioteca Pública de Nueva York lo celebra con una exposición en la que muestra parte de sus archivos sobre el día a día de la Redacción desde sus inicios: correspondencia, dibujos, portadas, listas de ideas, informes o manuscritos de los grandes autores del siglo XX que han colaborado en sus páginas con reportajes, poemas y relatos. Estuvimos visitándola.
Todas las ciudades se parecen y la primavera en Nueva York es tan imprevisible como lo es en todas partes. Puede que hoy llueva y el aire sea frío igual que ayer, pero mañana saldrá el sol y será como si la gente estuviera solo paseando en manga corta, como si nadie estuviera ocupado y esos vasos de café que todos llevan en la mano, esquivándose en las aceras para que no se derramen, no contuvieran nada, porque a nadie le hará falta espabilarse en una espléndida mañana de primavera en la que solo apetece eso, deambular por la calle. Y esa es una de las cosas que más gusta a los neoyorkinos.
En sus inicios, la revista The New Yorker publicaba un popular cuestionario titulado: ¿Es usted neoyorkino?, donde los lectores podían comprobar sus conocimientos acerca de la ciudad y reafirmarse como sus genuinos habitantes. El periodista Harold Ross y su esposa Jane Grant, que era la primera reportera en plantilla de The New York Times, habían concebido una revista al gusto de un público culto y cosmopolita como los intelectuales, artistas y personalidades con las que se relacionaban; un semanario divertido y sofisticado que fuese “un reflejo en palabras e imágenes de la vida metropolitana”, y que tuviera la estética del jazz y el tono de las revistas satíricas que Ross solía leer con voracidad. Tras conseguir financiación para su proyecto y reclutar a importantes colaboradores, The New Yorker apareció en febrero de 1925, pero sus primeros años fueron un fracaso editorial y financiero.
La Biblioteca Pública de Nueva York guarda en sus archivos un registro del día a día de la revista desde aquellos inicios en 1924 hasta 1984: correspondencia, memorandos internos, manuscritos, textos editados y corregidos, dibujos, informes estadísticos, listas de ideas para reportajes o ilustraciones, fotografías, grabaciones de sonido o pruebas de impresión que documentan la producción de cada número y la trayectoria profesional de redactores, editores y grandes escritores y artistas del siglo XX que colaboraron regularmente. Parte de todo ese registro se despliega aquí, en el primer piso del majestuoso edificio Stephen A. Schwarzman de la Quinta Avenida, en la exposición Un siglo de The New Yorker, con la que la biblioteca celebra el centenario de una publicación que, con más de 5.000 números impresos, se ha convertido en un prestigioso referente periodístico y literario y, sobre todo, en un icono de la ciudad.

Al regresar de Europa tras la Primera Guerra Mundial, Harold Ross soñaba con lanzar una revista semanal para el público neoyorquino de alto nivel. Ross redactó este anuncio para publicitar la revista en los círculos literarios y periodísticos. Con orgullo dirigido a un público urbano, el texto declaraba: «The New Yorker será la revista que no se edita para la anciana de Dubuque».
Si hay algo inconfundible en The New Yorker son sus portadas, que, en vez de la clásica fotografía de una celebridad, llevan a toda página la ilustración de algún reconocido artista, y que han mantenido hasta hoy el anagrama y el símbolo con el personaje que creó para la cubierta del primer número el director artístico Rea Irvin: el distinguido caballero con chistera y monóculo que llamaron Eustace Tilley, para el que incluso se inventó un antepasado aún más distinguido, Terwilliger Tilley, supuesto fundador de la revista. Algunas de las más antiguas o conocidas recorren las paredes de las dos largas salas de la exposición, como la mítica Vista del mundo desde la Novena Avenida, de Saul Steinberg –al que la Fundación Juan March dedicó hace poco una fabulosa retrospectiva en Madrid–, que creó a lo largo de su vida 86 portadas con esas coloridas escenas urbanas tan propias de la mirada amable y humorística de este gran artista rumano que emigró a Estados Unidos huyendo de la guerra.
El humor y las viñetas son características de la revista desde sus inicios junto con los spots, esos pequeños dibujos relacionados con el tema de cada número que van salpicando las páginas. En la muestra veo algunas de las sencillas ilustraciones en blanco y negro de Otto Soglow, varias de las más icónicas de Art Spiegelman, caricaturas y portadas de Helen Hokinson y de Charles Addams, que publicó en 1938 el primer dibujo de la serie La familia Addams, que luego sería adaptada en los años 60 a la televisión.
La obsesión de los editores por una gramática impecable y por la precisión lingüística irritaba a veces a los escritores consumados que colaboraban en The New Yorker y cuyos textos eran meticulosamente revisados; como Vladimir Nabokov, que antes de triunfar con Lolita publicó en sus páginas docenas de relatos. En el departamento de cotejo se recopilaban a mano los cambios que los redactores, editores y verificadores de datos hacían en los borradores de relatos y artículos. En una urna de la exposición se muestra la copia mecanografiada de A sangre fría de Truman Capote con numerosas anotaciones o tachaduras del editor William Shawn, mano derecha de Ross durante años, que se haría cargo de la revista a su muerte. La novela, entonces un novedoso híbrido entre periodismo y literatura, fue revisada por distintos editores durante años y se publicó en cuatro entregas en el otoño de 1965.
Cuando su fama empezó a consolidarse, a la Redacción de The New Yorker llegaban cientos de manuscritos de autores que esperaban ser publicados. Una vitrina de la exposición muestra un papel amarillento con una larga lista de posibles colaboradores, casi todos tachados. Los archivos de la biblioteca guardan la rutinaria correspondencia entre agentes literarios y editores, cuyas respuestas de rechazo solían incluir críticas a alguna obra en particular o a toda la producción del autor. Otras veces, la revista compraba los manuscritos y los conservaba durante años antes de publicarlos, eliminarlos, reeditarlos o devolverlos.

Esta fotografía de Derek Walcott se encontraba entre las muchas que colgaban en la pared de la oficina de Howard Moss, editor de poesía de ‘The New Yorker’ durante casi 40 años.
Aquí hay un par de retratos de un joven Derek Walcott y de Marianne Moore que colgaban, entre otros poetas, en la pared del despacho de Howard Moss, el editor de poesía. Y una fotografía en blanco y negro en la que Dorothy Parker junto a su máquina de escribir sostiene con mirada ausente unos papeles sobre su regazo. La escritora colaboró en la revista desde 1927 con relatos y poesías, y bajo el seudónimo de Constant Reader publicaba una columna donde con su tono burlón hacía críticas mordaces de libros y autores, sin dejar de señalar el matiz sexista de algunas obras y de dar voz a escritoras silenciadas. En una nota manuscrita enumera los autores masculinos que admira “pese a su falta de atractivo”. Y veo apuntados, entre otros, a Sherwood Anderson, H.G. Wells, Thomas Mann, Somerset Maugham, James Joyce o John Dos Passos, que quizá le gustara un poco porque junto a su nombre puso un interrogante.
Entre 1948 y 1965, J. D. Salinger publicó en The New Yorker una serie de historias protagonizadas por la familia Glass, comenzando con su emblemático relato Un día perfecto para el pez plátano. Aquí se muestra el ejemplar de enero de 1948 abierto por la página, tal y como apareció. Más allá hay una carta de John Hersey al editor William Shawn de junio de 1946, para explicar la idea y estructura de Hiroshima, la crónica donde narraba la cotidianidad de seis sobrevivientes de la bomba atómica. Debido su longitud, Hersey propuso sacarlo en cuatro partes, pero los editores decidieron dedicar, por primera y única vez, un número completo a su trabajo, que ocupó casi toda la edición. El reportaje de Hersey supuso un hito en el periodismo de investigación en Estados Unidos y apenas dos meses después se publicó en un libro que desde entonces no ha dejado de reimprimirse.
En 1958 William Shawn, que ya dirigía la revista tras la muerte de Harold Ross, encargó a la bióloga marina Rachel Carson un artículo acerca de los efectos del pesticida DDT en la naturaleza y la salud de las personas. Cuatro años después, Carson publicaría Primavera silenciosa, una de las obras fundacionales del movimiento ecologista, que antes apareció por entregas en The New Yorker con la portada de Peter Arno que cuelga un poco más allá: una alegre ballena azul surcando las aguas con una gaviota posada en su cabeza. Tras un cristal se exhibe el grueso borrador del informe que Shawn encargó a la filósofa Hannah Arendt sobre el juicio a Adolf Eichmann, el oficial nazi responsable de organizar los trenes a los campos de exterminio, que se celebró en 1961 y fue televisado en todo el mundo; aquella imagen, que también Arendt recreó en su crónica, de un Eichmann sonriente y ajeno a los crímenes que le imputaban son escalofriantes. La pensadora reuniría después este trabajo en 1963 en uno de sus libros más conocidos, Eichmann en Jerusalén, que subtituló Un estudio sobre la banalidad del mal.

El artista rumano-estadounidense Saul Steinberg creó 86 portadas a lo largo de su vida para ‘The New Yorker’. Su icónica ‘Vista del mundo desde la Novena Avenida’ ilustra un hecho bien conocido por sus residentes: que Nueva York es el centro del mundo.
Igual que yo, muchos visitantes de la muestra se demoran observando con devoción los originales de algunas de las obras que han enriquecido nuestra formación lectora. Quizá el trabajo que hicieron los editores de la revista con estos textos influyó en las convenciones narrativas y en el nuevo periodismo que desde entonces iba a revolucionar la forma de contar el presente. La relación de grandes autores cuyos textos han aparecido en The New Yorker es interminable. Como Cynthia Ozick, que desde 1970 sigue colaborando en la revista y de la que se muestra un poema mecanografiado donde se queja con ironía de tener que ser constantemente editada. O como James Baldwin, que cuando en 1962 publicó Carta desde una región en mi mente provocó ríos de contestaciones como las que veo aquí de lectores conmovidos o enfadados que inundaron la redacción: “Todo lo que los blancos no saben sobre los negros revela, precisa e inexorablemente, lo que no saben sobre sí mismos”. O como Annie Proulx, de la que se muestra el primer borrador de su relato Brokeback Mountain de 1997 con el que sacudió las conciencias más tradicionales, que aparece, cómo no, lleno de anotaciones y correcciones de los editores.
En mayo de 2000, The New Yorker organizó un festival literario con recorridos por la arquitectura de la ciudad, una exposición de caricaturas en los autobuses entre Times Square y Gran Central, y lecturas de poesía en Central Park con la asistencia estelar de autores como Stephen King, Salman Rushdie o Zadie Smith. La revista acaba de ganar tres premios Pulitzer por las crónicas del escritor palestino Mosab Abu Toha sobre el sufrimiento de la población en Gaza, el reportaje del fotógrafo Moises Saman sobre los horrores del régimen sirio y el podcast de investigación In the Dark, por el programa donde su equipo relató la masacre de la población iraquí de Haditha en 2005 a manos de los marines estadounidenses. En esta nueva era de la desinformación global y los contenidos vacíos, con el país bajo el mandato de un presidente que ha declarado enemiga a la prensa, el actual director de The New Yorker, David Remnick, dijo en su artículo de febrero con motivo del centenario que tienen “la intención de seguir duplicando las perspectivas de sustancia, complejidad, argumento, humanidad e ingenio”.

El 13 de octubre de 1997, ‘The New Yorker’ publicó ‘Brokeback Mountain’, la historia de un romance de décadas entre los vaqueros Jack Twist y Ennis del Mar y el mundo implacable, incluso violento, en el que se desenvuelven. Esto es parte del manuscrito de su autora, Annie Proulx.
La lluvia de la mañana ha oscurecido el lomo de los viejos leones Paciencia y Fortaleza, que se mantienen como hace siglos a las puertas de este edificio de la New York Public Library vigilando la avenida con sus ojos de mármol. En los lugares más turísticos, en realidad en todas partes –los alrededores de los museos, Wall Street o Central Park, las tiendas de recuerdos de Chinatown o los comercios indios–, los miles de visitantes que recorren la ciudad comprarán por unos pocos dólares la reproducción enmarcada de alguna portada del New Yorker, y tendrán la sensación de llevarse de aquí algo muy representativo, algo completamente genuino de la ciudad de Nueva York.
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