100 años de ‘Nanook, el esquimal’, el primer gran documental de la historia

El inuit Allakariallak como Nanook en una imagen de la película.

Quizá resulte exagerado afirmar que el cine documental nació en 1922 con el estreno de ‘Nanook, el esquimal’, de Robert Flaherty, pero el impacto de esta película sobre la vida cotidiana de inuits, los pobladores del Ártico, la situó inmediatamente como el modelo del cine del género. Discutido por sus métodos de rodaje, que en ocasiones alteraban la realidad que iba a filmarse, este canto a la naturaleza, a la experiencia de unas gentes que el cineasta veía amenazadas por el progreso, mantiene, sin embargo, intacta su fuerza testimonial y cinematográfica.

A principios de la segunda década del pasado siglo, Robert Flaherty trabaja para una compañía canadiense de ferrocarril. Le han encargado misiones exploratorias para la expansión de la empresa en el noreste americano. Allí traba amistad entre los pobladores del Ártico, los inuits. Dos o tres de ellos le acompañan mientras trabaja. A partir de 1913, entre los materiales que empaqueta para sus incursiones incorpora una cámara. Filma a los inuits y su entorno. Ya lleva consigo la contradicción de quien empuja la civilización hacia un territorio ajeno y constata la contaminación entre las gentes y el medio. Llegan los avances, las modas: gramófonos, rifles, fuerabordas. En un tiempo aún cercano, no existían para aquellos habitantes. Pero cómo resistirse a ellos, cómo rechazar su bonanza: adiós a los interminables acechos durante la caza, a la muerte rondando en confrontaciones imprevisibles con los animales, a la inclemencia del frío bajo la protección de techos de cálida madera…

Flaherty, que asiste a esa mutación y contribuye a ella con su trabajo, trazando sobre papel las posibles vías de penetración del ferrocarril, las cotas de situación de yacimientos mineros, se resiste, sin embargo, a aceptarla. De modo que sigue filmando a los inuits que conviven con él. Hacia 1916 ya cree contar con material suficiente para armar una película. Pero al regresar a Canadá de una de sus expediciones, gran parte del material ya editado arde accidentalmente. Lo que ha sobrevivido lo exhibe en varias ocasiones. Advierte entonces la deficiencia de lo que ha montado.  “Me di cuenta de que si elegía un único personaje y simbolizaba en él a los inuits tal y como yo los conocía, quizá el resultado valdría la pena”, escribe. Acaba la segunda década y ya ha decidido, por tanto, cómo rodará Nanook, el esquimal.

Por entonces, el mundo que se filma son fragmentos de realidad, imágenes destinadas a noticieros cinematográficos: exotismos, política internacional, guerras, tipismos, costumbres… El exotismo evoca lejanía, diferencia, lo inaccesible, lo distante. Lo llaman entonces, el “mundo salvaje”. África, las tierras casi incógnitas de los Polos, Asia, Oriente. Los nombres mismos incitan a la aventura. Los países organizan expediciones etnográficas, de saqueo, de conocimiento, egoístas, materialistas, aventureras. Flaherty rechaza, sin embargo, lo “salvaje”, lo exótico. Lo incógnito. No va a aventurarse en el descubrimiento.

El personaje que ha elegido para protagonizar la película es su amigo Allakariallak, al que ha conocido durante sus expediciones norteñas. Allakariallak interpretará a Nanook, como jefe de un grupo familiar al que Flaherty sigue durante meses por las tierras árticas. Errantes a la busca de comida, Flaherty los filma cazando zorros, pescando en los ríos, bajo el suelo congelado, visitando un puerto comercial para negociar la venta de pieles, azotados por las tormentas, fabricando un iglú… Los inuits, adultos, niños, sonríen; exultan, o casi, felicidad, de un modo paradójico frente a una vida de carencias y extrema en el desolado paisaje del Ártico. La suya es una vida aceptada, conforme. No necesitan, en apariencia, nada más: se procuran de alimentos, comen, juegan, se desplazan. Así es como viven.

Lo cotidiano es una fuerza poderosa. Y su expresión, tal y como la enseña Flaherty, un logro. No sabe que está rodando el primer documental de la historia del cine y en sus decisiones meditadas (sobre lo cotidiano, sobre la sobriedad ante el drama) establece una mirada que aprenderán sus sucesores y que, a veces, cuesta encontrar en el cine occidental posterior: colocar la cámara delante de unos personajes, de un paisaje y filmar de seguido lo que sucede. Es una lección asimilada por el cine directo del documentalista estadounidense Robert Drew de los años 50, por los documentales de Frederick Wiseman o por una cineasta tan radical como Chantal Akerman en Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles.

La voluntad de Flaherty de documentar lo real es patente desde el principio. Quiere aproximarse a lo real, a lo conocido. Aunque al hacerlo se distancia de la realidad de la experiencia de los inuits en aquellos años. Con el avance de la civilización, sus modos van perdiendo la pureza de lo original. Flaherty quiere, sin embargo, retener ese momento de pureza, preservar unas formas de vida ya en transición hacia no se sabe dónde; pero al hacerlo traiciona la misma realidad, de modo que en lo que rueda conviven lo real y lo recreado. Y así escamotea partes del presente que él ha vivido durante su trabajo en el paisaje nevado del norte. Los inuits ya conocen la música, poseen casas, han colgado los arpones y los han sustituido por fusiles.

El relato del rodaje de Nanook, el esquimal constituye en sí mismo una película propia, que se ha ido rodando a lo largo de varias décadas, en sucesivas investigaciones derivadas de la celebridad del filme. Ciertamente Flaherty presenta Nanook como un documental y no una ficción, como detalla en el texto explicativo que inserta al principio de la película, e instaura un tipo de documental, aún vigente, en el que la realidad se desarrolla como una historia contada por un narrador, que fija en sus imágenes un orden, una progresión, alternando lo dramático y lo humorístico.

Pero para lograrlo, en algunas escenas trampea la realidad. Cuando rueda una caza de morsas, ya es raro que los inuits sigan el método tradicional de capturarlas con arpón; les basta un disparo de fusil a distancia para salvar el peligro de un ataque o que, heridos, los animales se adentren en el mar y cueste una agonía devolverlos a la costa. Pero el cineasta les convence para que lo hagan como sus ancestros, de modo que, aunque hayan pactado una recreación, no hay en ella nada de fingido. La caza es real tal y como sucede ante la cámara. Un engaño explícito es la escena en que Nanook escucha sorprendido la música que emite un gramófono. Los gestos del personaje, su sorpresa ante el sonido que sale de aquel objeto son fingidos, pues él mismo poseía uno de esos aparatos. Y en la secuencia en que Nanook captura una foca a través de un pequeño agujero abierto en el hielo por el propio animal para respirar, este ya está muerto cuando él le lanza el arpón. Toda esta pesca es, de nuevo, una reconstrucción, pero el proceso (sacar al pesado mamífero de las aguas heladas, trocearlo, comerlo) es real. La condición híbrida del filme resulta evidente en sí mismo cuando Flaherty rueda en el interior de un iglú que está descabezado y recibe directamente la luz del sol.

En esta realidad real y recreada, Flaherty capta lo que sucede y, a la vez que lo capta, va tejiendo su cuento: el de unos seres fundidos con la naturaleza, acompasados a sus ciclos, ya partes propias de su estructura, aparentemente inmutable, repetitiva.

La esposa de Nanook y su hijo, en el filme.

¿Un mundo feliz?

El mundo feliz de Nanook evoca una arcadia. Y este es el principal reproche que se le ha hecho a Flaherty. Que creara una obra con rasgos idealizados del mundo de los inuits. Una idealización anclada, sin embargo, en lo real, pues el cineasta omite el exotismo, los rituales, y muestra de un modo naturalista sus comportamientos, por muy chocante que debiera resultar para los occidentales ver que nada más matar una foca o una morsa, uno las abriera en canal, sajara el hígado, repartiera trozos entre los suyos y los comiera delante de la cámara satisfecho. Nada, por el contrario, ajeno a maneras similares con que gentes del mundo campesino de la propia Europa se conducían entonces.

Vivir junto a los inuits, cuenta Flaherty, le “permitió contemplar sus vidas y llegar a apreciarlos profundamente”. Dos años después de rodar la película, el cineasta supo que su amigo Allakariallak, “el amable, valiente y sencillo” inuit, había muerto de hambre (aunque otra versión habla de tuberculosis). Para entonces, como quería Flaherty, miles de personas en todo el mundo habían conocido al personaje, y con él esas formas de vida que el director quería preservar. La conquista de este filme tiene algo de legendario, pues Flaherty no se dedicaba al cine, aunque durante años había adiestrado su mirada como fotógrafo. Como en otros pioneros o inventores, lo indómito, lo arrojado late en su decisión de asegurar en imágenes en movimiento aquel mundo que le había subyugado. Cien años después, su intuición y sus convicciones siguen iluminando a nuevas generaciones de espectadores y cineastas.

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Comentarios

  • Jorge

    Por Jorge, el 28 octubre 2022

    Muchas gracias!

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