25 años del Thyssen con los tesoros de Budapest
La celebración de los 25 años de la inauguración del museo Thyssen-Bornemisza ha arrancado por todo lo alto. 90 obras maestras del Museo de Bellas Artes de Budapest y la Galería Nacional de Hungría cuelgan desde hoy en las paredes del museo madrileño.
Lo mejor de las escuelas europeas, parte de la colección española, según Guillermo Solana “la más representativa fuera de nuestras fronteras”, y algunos maestros húngaros han aterrizado en Madrid en una cesión temporal que hará palidecer de envidia al cercano Museo del Prado. Obras maestras de Durero, Cranach, Velázquez, Tiépolo, Cézanne o Monet en un recorrido temático por ocho salas que sólo se interrumpe con la dedicada a la mujer en la que destacan La Verónica, de Kokoschka, o el celébre retrato de Manet, Dama con abanico.
Se ha reinvidicado en este hermanamiento de museos los orígenes húngaros del barón Thyssen, el apellido Bornemisza y el que parte de sus obras estuvieran expuestas en el Museo de Budapest hasta que el Estado español compró la colección en 1992. Y otro detalle un tanto cogido con pinzas, Franz Liszt tocó el piano en el Palacio de Villahermosa, sede del Thyssen, en 1864.
La historia de Hungría ha condicionado la del Museo de Bellas Artes de Budapest (inaugurado en 1906) y la Galería Nacional de Hungría (1957). En el país rodeado por los Cárpatos, el rey Matías Corvino comenzó a coleccionar obras durante el Renacimiento, aunque las guerras y la invasión turca impidieron su continuidad. Las colecciones de János Pyrker, patriarca de Venecia, formaron el grueso del Museo Nacional, fundado en 1802, completado años después por pinturas de los Habsburgo. Pero fue la familia Esterházy y el príncipe Miklós quienes dotaron al museo de una colección grandiosa, “una de las más importantes y menos conocidas de Europa”, según László Báan, director general del Museo de Bellas de Budapest-Galería Nacional de Hungría. Fue Miklós quien adquirió la colección del conde Bourke, embajador en Madrid, que contaba con obras de Murillo, Alonso Cano y Zurbarán, y la del vienés Kaunitz, que poseía dos obras maestras de Goya, El afilador y La aguadora.
Para abrir boca, el recorrido se inicia con Retrato de un joven (hacia 1500), atribuido a Durero, el dibujo de Lancero a caballo (1502) y una joya, Salomé con la cabeza de san Juan Bautista (1526-1530), de Lucas Cranach el Viejo, amigo de Lutero y defensor de la Reforma. Cranach muestra a una joven poderosa, glacial, enjoyada, vestida a la moda de la época.
Una delicada estatuilla en bronce, Guerrero a caballo, atribuida a Leonardo da Vinci, junto a sus Estudios de patas de caballo (1490) se codean con una pieza maestra, la Madonna Esterházy (1508), de Rafael. Diminuta, con un niño Jesús más grande que san Juanito, aparece sin terminar. La tabla, algo combada, se oculta tras un rimbombante marco y una caja de metacrilato. No menores, pero apagadas por Rafael y Leonardo, obras de Lorenzo Lotto, Garofalo y Bronzino.
En otras salas, obras de las escuelas italiana, alemana y flamenca (Rubens, Van Dyck, Jordaens, Gossaert, Giaquinto, Carracci, Tiepolo, Guardi, Canaletto, Ricci) y de la pintura española del Siglo de Oro con Zurbarán, Alonso Cano, Murillo y un impresionante Velázquez, El almuerzo (1618-1619). Recorriendo el siglo XVIII, aparecen tres lienzos de Goya, un excepcional retrato de la mujer de Ceán Bermúdez, La aguadora y El Afilador.
No hay que perderse los medallones en alabastro de Franz Xaver Messerschmidt. Ingeniosos, deliciosos. El escultor fue apartado de la Academia de Bellas Artes de Viena alegando que padecía esquizofrenia. Se refugió en Bratislava, donde esculpió en bronce sus magníficas Cabezas de expresión (1777-1781). Hombres que bostezan, lloran o duermen. En algún momento recuerdan a los rostros riendo de los hombrecillos de Juan Muñoz.
La última sala recoge obras desde el Impresionismo a las Vanguardias. Están los Ciruelos en flor en Vétheuil de Monet, Los cerdos negros de Gauguin o El aparador de Cézanne. Pero el mejor descubrimiento son los pintores húngaros del siglo XIX. Mujer con vestido de lunares blancos (1889) de Rippl-Rónai tiene una clara influencia de Whistler, a quien conoció en París. El arte húngaro del siglo XX está claramente alineado con los neoimpresionistas. A mediados de 1900 evoluciona hacia las “arquitecturas de la imagen”, como las geométricas construcciones que pinta Sándor Bortnyik, abstractas composiciones planas en las que colocaba figuras y objetos.
Y ante tanto arte, la baronesa Carmen Thyssen hacía ayer públicas sus condiciones para que su colección se quede en España en un comunicado en el que señala que “al estar valorada “en más de 1.000 millones de euros y generar unas ganancias para Madrid de entre 7 y 8 millones de euros anuales, no debería estar sin un marco legal claro y estable”. Recuerda los aspectos esenciales del futuro de la colección que son “el régimen de disposición, movilidad y exposiciones mundiales de las obras; el régimen jurídico de las obras y la interpretación de las normas fiscales”.
Dicen que en la inauguración de la exposición por los Reyes y el presidente de Hungría, János Áder, habrá música de Listz. Posiblemente sea más adecuada la Marcha Húngara del Fausto de Berlioz, un adelanto de la batalla con el Ministerio de Cultura.
‘Obras maestras de Budapest. Del Renacimiento a las vanguardia’. Museo Thyssen-Bornemisza. Hasta el 28 de mayo.
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