El hombre que lleva 40 años buscando los barcos que naufragaron en el Atlántico

El pescador de Sardiñeiro José López Redonda con uno de sus mapas. Foto: Ana Esteban.

Pocas personas en toda Galicia saben tanto de naufragios como el pescador de Sardiñeiro José López Redonda, a quien todo el mundo conoce como Pepe de Olegario. Lleva 40 años buscando los miles de barcos que duermen en lo más profundo del océano y dibujando fabulosos mapas con historias de tragedias que ocurrieron hace siglos o apenas un puñado de años, como la del Prestige.

La mañana es radiante. Alguien colgó el sol entre algodones para templar la arena de esta playa de Sardiñeiro, lamida por olas que trazan líneas blancas en la extensa mancha azul de la ensenada. Casi huele a verano, pronto habrá aquí toallas y sombrillas y niños, y parejas que jugarán a echarse arena en el ombligo, pero hoy solo hay un hombre que pasea pensativo por la orilla dejando a su espalda el acantilado boscoso. Haciendo visera con la mano me detengo a observar el horizonte: desde esta bahía, rodeando el agudo cabo de Fisterra y a lo largo de todo el perfil salvaje y rocoso de la Costa da Morte, se pueden contar por miles los barcos que durante siglos ha triturado y sepultado esta franja del océano llevándose con él miles de vidas: bajeles, galeras, bergantines, galeones, navíos, goletas, trasatlánticos, cargueros, mercantes, traineras, pesqueros, yates, veleros, lanchas, balandros, submarinos. Incluso aviones. Y también el Prestige.

La casa del pescador José López Redonda se encuentra en el paseo que limita la playa. Es una hermosa construcción de piedra con un prado delante donde hay un hórreo entre un laurel y un naranjo, un cobertizo con leña amontonada, el eje de un viejo remolque dormitando al sol y un coche aparcado a la sombra del porche. La verja de entrada está abierta de par en par, y debe de asomarse tanta gente que han puesto en ella un cartel que advierte: “Por favor, si entras ponte la mascarilla”. A José, que nació aquí en Sardiñeiro en 1941, todo el mundo lo conoce como Pepe de Olegario, que era el nombre de su abuelo. Tiene 80 años, pero sube con extraordinaria agilidad las escaleras del altillo donde tiene un pequeño cuarto de trabajo. Bajo la visera de la gorra –siempre la lleva; lo he visto en las fotos, en los recortes, en un retrato al óleo que cuelga en la escalera– sus ojos tímidos sonríen tras unas gafas de montura dorada. “Llevo en el mar desde los 14 años”, me cuenta, “mi padre era carpintero y pescador; en este pueblo no hay casa donde no hubiera un hombre que se dedicara a la mar, todo el mundo tenía al menos un barco de remos para salir a la sardina y después en invierno dedicarse a la labranza. Luego mi padre se marchó a la Argentina, como muchos entonces, yo entré en la marina y cuando volví me compré el primer barco, pequeño, y luego tuve otros dos”.

Hasta que se jubiló a los 65, José faenó con ellos pescando mero en alta mar. Allí los bancos de peces se refugian y hacen colonias en los restos de naves hundidas en lo más profundo; cuando se tiene la suerte de dar con una –porque las redes se enganchan y se rompen– la captura es enorme. “Pero entonces me daba por pensar: aquí donde yo me estoy ganando la vida hubo muchos muertos. Y quería saber qué había ocurrido, así que preguntaba en el pueblo a quien hubiera participado o tuviese noticia de un naufragio, de alguna tragedia sucedida hace mucho tiempo que hubieran oído a sus padres, a sus abuelos. Cuando volvía del mar no descansaba o me iba a la taberna como todos, sino que me sentaba a apuntar latitudes y longitudes, miraba en los libros, donde podía, para reconstruir los hechos. Y empecé a hacer mapas, como un pasatiempo”.

José habla muy rápido, se diría que todo lo que sabe acerca de cada barco que se hundió, desde aquí al cabo de San Vicente, estuviese agitando su memoria en un oleaje que estrella sus palabras contra la boca. Lleva 40 años registrando naufragios en minuciosas cartas náuticas, dibujando cada nave en el punto donde se hundió con observaciones acerca de su procedencia y destino, su carga, el número de tripulantes, qué falló para acabar como tantas otras en las profundidades del océano sirviendo de abrigo a los peces. En su estudio hay cientos de planos enrollados, en los anaqueles y en el rincón, por el suelo, y José despliega alguno y va señalando con el dedo, enumerando calamidades: “Mira, este es un plano de la zona de pesca y aquí se acaba la plataforma continental”, y el canto de su mano corta con un golpe sobre el mapa, “todo esto ya es roca volcánica. Este barco tenía que pasar así, porque si entra atravesado no cabe, y el capitán hizo mal la maniobra; y este otro salió de Muros y embistió unos riscos enormes que hay justo aquí, lo mismo iba borracho porque no tenía que tomar ese rumbo”.

José recuerda con melancolía aquel tiempo en el que navegar se reducía al hecho de coger el barco y echarse al mar. Foto: Ana Esteban.

José recuerda con melancolía aquel tiempo en el que navegar se reducía al hecho de coger el barco y echarse al mar. Foto: Ana Esteban.

Más allá, en otro estante reposan los libros desde donde siguió la pista a algunos naufragios, sobre todo los más antiguos. “A veces contaban la historia de la nave y de los hombres”, dice, “pero no indicaban el sitio donde se había producido; entonces yo investigaba para calcular el punto exacto. También hablaba con los barcos; todos los pesqueros desde Coruña a Portugal que había en la zona me conocían y me avisaban cuando tropezaban con algo, luego yo iba allí y tanteaba hasta que daba con ello. Estos fondos son una chatarrería, están llenos de barcos hundidos y yo tenía más información que nadie”.

En los mapas, siguiendo el tortuoso perfil del litoral, José traza coordenadas, dibuja a bolígrafo la rosa de los vientos, las naves en miniatura, y en torno a ellas escribe la leyenda con su letra apretada y clara. En algunos planos el área del mar está tan llena de barcos y palabras que no queda espacio para nada más. “Si tengo los datos”, dice, “tardo un par de días en hacer el mapa, pero a veces tengo que repetirlo porque empiezo a escribir y no me cabe, y entonces lo vuelvo a hacer una vez y otra, es mucho trabajo”.

Y sus fascinantes anotaciones parecen esquemas de relatos que esperan un desarrollo, aunque ya tengan escrito el trágico desenlace: “Este submarino alemán tuvo una boya con su identificación en la Segunda Guerra Mundial. El pescador que me lo contó y que yo he conocido le cortó el cable ignorando que debajo había un submarino con 40 o 50 marineros pidiendo socorro. Al llegar a tierra, un sargento de marina que le vio la boya en la lancha le dijo: eso es de un submarino, dónde estaba. Este hombre se dio cuenta de lo que hizo y para no tener problemas le dijo que iba a la deriva por el mar. En esta lancha iban cuatro pescadores que hicieron un pacto de silencio, por miedo a lo que les pudiera pasar, hasta pasados unos años.”

Todo el mundo sabe aquí quién es Pepe de Olegario. Hace un par de años en Santiago le dedicaron una gran exposición, y en el museo del faro de Vilán, uno de los puntos más peligrosos y bellos de la Costa da Morte, sus mapas se exhiben junto a los paneles que cuentan la historia de famosos naufragios. También el Museo Naval de Madrid atesora más de 20 cartas náuticas de José. En el Parador Nacional de Muxía, que acaba de abrir sus puertas, cuelgan algunos de sus planos, y además solicitaron uno nuevo que plasmara la fatídica trayectoria del Prestige, para colocarlo en un lugar destacado del edificio donde seguro que muchos visitantes ya se detienen a admirarlo.

“Hace tiempo que me pedían un mapa del Prestige, hasta ahora no lo había dibujado porque el naufragio ocurrió fuera de la plataforma. Era un barco muy viejo y el temporal lo llevó”, me cuenta con pesadumbre. Yo llevo un rato observando la copia de ese plano y también los antiguos aparatos de navegación que guarda en su estudio: un par de radios, un viejo sonar, un radar con una enorme lente abombada donde se refleja mi cara y la mesa con los planos desplegados bajo el flexo, y detrás la ventana abierta a la mañana azul con nubes. “Este cacharro es alemán, una maravilla”, me explica. “El radar es lo mejor que se ha inventado para salvar vidas humanas y barcos. Antiguamente no había electrónica, ibas solo con la brújula y el plano. El capitán sacaba sus cálculos, pero luego al volver el cabo las corrientes eran enormes y el barco iba donde quería; así ocurrían las desgracias”.

Cuando llegó la tecnología GPS, algunos parámetros en los mapas de José quedaron obsoletos y al jubilarse empezó a repetirlos corrigiendo los datos. Desde entonces todo ha cambiado, y José recuerda con melancolía aquel tiempo en el que navegar se reducía al hecho de coger el barco y echarse al mar, y donde se enfrentaban solo sus elementos: el hombre y el agua. “Antiguamente tenías que aprenderte primero los montes, desde Coruña a Portugal, y pasaban 30 o 40 años hasta que eras patrón; hoy cualquiera navega con un GPS. Ayer salí a la mar, hacía un mes por lo menos que no iba, y enseguida me paró el barco de la Xunta a pedirme la documentación: los permisos, el seguro, las revisiones, que adónde iba… En mis tiempos solo había un sargento de marina que guardaba la costa y yo nunca vi un furtivo, conocía a todo el mundo y lo controlaba todo; ahora hay 40 vigilantes, no te dejan vivir. Aunque también he ayudado en varios naufragios y he visto mucho pillo que sufría un daño y echaba un peso al barco para hundirlo y poder cobrar el seguro”.

En las paredes del pequeño cuarto abuhardillado se acumulan los recuerdos: un gran mapamundi algo descolorido por los años, fotografías de naufragios y botaduras, recortes de prensa (“Los buzos de la escuela Technical Diving agradecen a Olegario, un pescador de la zona, sus indicaciones para descubrir la tumba del acorazado Cardenal Cisneros”), cartas de agradecimiento (“A José López, Olegario, el comandante y oficiales del buque de salvamento submarino Poseidón en agradecimiento a su inestimable colaboración en la localización del pecio Blas de Lezo. A bordo, en la mar, 15 de septiembre de 1995”). Sobre el hueco de la escalera cuelga el volante de un timón, y al otro lado una acuarela de su último barco, el Jordi, que pintó para él un amigo: un pesquero blanco y azul que surca el mar, cuya popa se va transformando en una gran cola de mero.

Le pregunto a José si va a seguir haciendo mapas y sonríe. “A nadie le dio por hacerlo”, dice. “Hay muchas historias de naufragios que si no se escriben o registran se olvidan y todo esto, la memoria de los barcos y los hombres, se pierde”. Seguro que cuando yo me vaya, mientras su mujer y su hija Guadalupe terminan de preparar el almuerzo, despliega algún plano y lo retoca, o empieza uno nuevo, donde quizá añada algún secreto como el que descubrí antes en la última esquina de uno de los mapas: “En este pecio, este que aquí lo cuenta durante años pescó meros, ya que ningún pescador lo sabía. Hasta que me jubilé, se la enseñé a un amigo pescador y aquí se acabó el secreto”.

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Comentarios

  • Rocio

    Por Rocio, el 26 junio 2021

    Que bonito artículo, que ilustrativo y que bien escrito! Una preciosidad!! Gracias Ana por compartir tu visión de la vida

  • Aldo

    Por Aldo, el 27 junio 2021

    Que bonito texto, me trasladó a otro tiempo, aún conserva ese romanticismo del mundo de la mar. Felicidades a Ana Esteban y muchas gracias a José por su preciosa labor.

  • Juan Antonio Varese, escritor de tema naufragios, residente en Punta del Este (Uruguay)

    Por Juan Antonio Varese, escritor de tema naufragios, residente en Punta del Este (Uruguay), el 19 marzo 2022

    Excelente artículo. Me fascinó la descripción del lugar, de la vivienda del pescador, de personalidad y afán por los naufragios. Pero sobre todo me encanta el lenguaje y las metáforas que maneja con solvencia la escritora. Un placer leerla, es como estar asistiendo como espectador. comparto mi interés en los naufragios y las historias marítimas, por eso tengan por bien dicho lo que digo.

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