50 años de ‘Sambizanga’, de Sarah Maldoror, pionera del cine africano
Sarah Maldoror no alcanzó a saber de la proyección de la restauración de su película ‘Sambizanga’ el pasado verano en Il Cinema Ritrovato de Bolonia, el gran festival dedicado a restaurar, rescatar y reivindicar el cine del pasado. Había muerto en abril de 2020, a los 90 años, a consecuencia del ‘covid’. Pionera del cine africano, nacida en Francia de madre francesa y padre antillano, a principios de los 60 estudió cine en Moscú, fue ayudante de Gilo Pontecorvo en ‘La batalla de Argel’ (1968) y en ese año rodó su primer corto, ‘Monangambé’, al que seguirían más de 40 filmes de ficción y documentales, entre ellos el más famoso, ‘Sambizanga’, del que se cumplen 50 años de su estreno.
Quedan tres años de guerra para que Angola se independice, en 1975, de Portugal. Sarah Maldoror no puede rodar allí Sambizanga. No solo a causa de la guerra, sino porque su mirada, sus personajes, su tema y su compromiso político son africanos. Ya su primer cortometraje, Monangambé, constituye una denuncia de la represión que llevan a cabo los portugueses en aquel territorio. El argumento de este filme lo había tomado Maldoror de un relato del escritor angoleño de origen portugués José Luandino Viera, y de nuevo recurre a él para adaptar al cine su novela La vida real de Domingos Xavier. Es el segundo largometraje de esta cineasta nacida en Francia en 1929 y cuando se estrene en 1972 llevará el título de Sambizanga, nombre de uno de los distritos de Luanda, la capital de Angola. Situada a las puertas del levantamiento contra la administración portuguesa en 1961, la película amplía la denuncia explícita en aquel primer cortometraje y profundiza en la implicación de Maldoror en el proceso de descolonización africano y en la reivindicación de la expresión propia de los habitantes de aquel país: de sus modos, sus lenguas, su identidad.
Las primeras imágenes de Sambizanga concentran el conflicto esencial de la película, que se irá desvelando progresivamente: el río avanza poderoso, bravío, junto a una cantera de piedras donde trabajan angoleños. Con ropas pobres, descalzos bajo la inclemencia del sol, cumplen silenciosos su jornada. Uno de ellos, Domingos Xavier, conspira junto a otros compañeros contra el régimen colonial y cuentan con la ayuda del portugués que dirige la cantera. Al concluir el trabajo, la policía detiene en su casa a Xavier. Quiere que confiese el nombre del hombre blanco que colabora con ellos; pero él, a pesar de las torturas que sufre durante varias sesiones a manos de su interrogador y un funcionario, no les revela el nombre y muere a consecuencia de una paliza.
Mientras permanece en la cárcel, su esposa, María, intenta averiguar su paradero. Cuando se extiende la noticia de que han detenido a uno de los suyos, las personas con las que se encuentra la mujer se movilizan para obtener información y ayudarla: otras mujeres la alojan y la alimentan, unos policías nativos le dan indicaciones, unos niños la guían por la ciudad. La figura solitaria y poderosa de María, que se desplaza a pie, en autobús, llevando a su hijo a cuestas, recibe evasivas, silencios de las autoridades, las evasivas y silencios con que trafica una dictadura cuando alguien desaparece y al orden común asumido por sus habitantes le sucede la arbitrariedad y la violencia. Acompañando la figura de esa mujer desolada, pero tenaz, la cámara de Maldoror va recorriendo con ella el paisaje selvático y urbano de ese rincón suroccidental de África y sus gentes, cohesionadas y cómplices entre sí frente a un régimen que determina sus vidas. De esta manera, la cineasta plantea la película como un combate entre unos ocupantes que reprimen, torturan, someten a la población negra y unos ciudadanos que sufren esa ocupación y, entre ellos, otros que han decidido oponerse por la fuerza.
Esta dualidad entre ocupación y oposición la muestra Maldoror alternando las secuencias de la cárcel (los interrogatorios, las torturas a Domingos Xavier) con las de las indagaciones de la esposa y las de quienes clandestinamente o en la reserva de su privacidad contribuyen capilarmente a hacer llegar al resto de la población negra la inminencia de un cambio en sus vidas, que la directora simboliza en la figura de Xavier, con cuya exaltación cierra la película: su muerte no será en vano, proclama el líder de los conspiradores. “Se portó como hombre y nacionalista y hoy comienza su vida real en el corazón de las gentes de Angola”. Ya solo les queda fijar la fecha del comienzo de la “revolución”, en la última secuencia, que se solapa con la real: en febrero de 1961, el MPLA (Movimiento Popular de Liberación de Angola) asaltó la prisión de Luanda y liberó a cientos de presos en lo que se considera el comienzo de la guerra por la independencia.
Una respuesta política
Cabe ver Sambizanga, y en general el cine africano que había empezado a rodarse en el continente en los años 60 y 70 (el cine de Sembène, Mambety o Cissé), como una respuesta a la necesidad de sus habitantes de contarse a sí mismos, de modo que el movimiento que efectuó la propia Maldoror (el viaje físico y mental de Francia a África) implicaba un enraizamiento en la herencia de su padre, y por tanto un reconocimiento interno de esas raíces, ya que el externo debía resultarle evidente: su aspecto no era el de una mujer de rasgos occidentales sino africanos.
Otra respuesta que da Sambizanga es política. Como el rodaje de la película se produjo cuando la guerra en Angola se encaminaba a un desenlace, la realización y difusión de este relato de lucha contra la ocupación podría contribuir a acelerar o atraer la atención sobre la causa de la independencia de los angoleños, unas voces que difícilmente iban a proyectarlas en Europa los enviados especiales de diarios occidentales que informaban de esa guerra, que tal vez excluirían (o matizarían) en sus crónicas las torturas que llevaba a cabo la policía, el régimen despótico de explotación del país o las reclamaciones de los movimientos guerrilleros nativos.
Con sus imágenes, la cineasta contribuye a desmontar, por extensión, la construcción torcida, hostil, amenazante que había hecho el cine occidental de esos movimientos anticolonialistas. En este contexto, la lucha de liberación de la explotación colonial que proyecta la película era también la plasmación de otra superior, la guerra fría: allí, como en el conflicto civil español, combatían facciones (Occidente y la URSS), que podían contribuir a configurar una África inclinada hacia uno u otro modelo político.
Cincuenta años después de su estreno, la restauración de Sambizanga presentada en Il Cinema Ritrovato de Bolonia permite reivindicarla como ejemplo de un cine pobre, limitado en sus medios, de intervención, contestatario en sus formas de la tradición hollywoodiense, esa que en estas semanas se ensalza con un obstinado propagandismo al conmemorar, justamente, otra película que también cumple medio siglo, El Padrino. Uno podría alegar el juicio exagerado de un crítico como Ray Carney, para quien la obra de Coppola es “una de las películas más sobrevaloradas de todos los tiempos”; pero prefiere subrayar el valor del filme de Maldoror, sus básicas y documentales imágenes, su posición periférica, pero no relegada, como muestra su exhibición en los últimos meses en festivales y cinetecas de Inglaterra, Estados Unidos y España. El renacimiento de Sambizanga es un logro del cine contra su propio olvido.
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