60 años de la amenaza nuclear del genio Kubrick
“Stanley era frío y distante como un autómata, siempre seguro”, recordó Sterling Hayden, uno de los protagonistas de ‘¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú’, la película de Kubrick de cuyo estreno acaban de cumplirse 60 años. Esta “comedia de pesadilla”, como la definió el propio director, sigue alertando sobre las consecuencias de la estupidez política, el fanatismo y la amenaza del poder nuclear; pero es, sobre todo, la primera y completa plasmación del talento del seguro Kubrick. Ahora que Putin ha vuelto a poner su ‘paquete atómico’ sobre la mesa de la actualidad, más que nunca procede rescatar esta joya cinematográfica.
Cada mañana, a las 4.30, un Bentley recogía a Stanley Kubrick de su casa londinense y le conducía a los estudios Shepperton, donde, a finales de 1962, había empezado a rodar ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú. Era su segundo rodaje en Inglaterra, después de Lolita, la adaptación de la novela de Vladimir Nabokov estrenada meses antes. Su éxito reforzó la confianza, la seguridad del cineasta en su porvenir. En esta creencia debían confluir sus propias convicciones y los señalamientos críticos, los reconocimientos, los elogios que iba recabando. Ya había tomado la decisión de desligarse de Hollywood y convertirse en productor de sus propias películas, de manera que pudiera no solo controlarlas de principio a fin, sino experimentar libremente con argumentos, estructuras, escritura e imágenes. ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú iba a ser el primer filme de su carrera en el que ejercería el dominio de su voluntad sin las restricciones del sistema de Hollywood.
Como documenta John Baxter en Stanley Kubrick. Biografía, el director estadounidense se había obsesionado con la pesadilla nuclear en una época en que los medios de comunicación exhibían a diario en sus titulares, en sus emisiones radiofónicas y televisivas la amenaza de una posible catástrofe nuclear, de una tercera guerra mundial. En poco tiempo se hizo con una biblioteca de cerca de 80 libros sobre el tema, se suscribió a revistas militares, a las de las Fuerzas Armadas, y empezó a consultar los anuarios de la Marina americana. El argumento lo sacó de la novela Red alert de Peter George, que adaptó el propio Kubrick, junto a George y a Terry Southern.
Kubrick subvirtió el tono de la novela y cercenó la gravedad, la atmósfera de tragedia del relato sobre las consecuencias de la decisión de un general de brigada de una base militar americana (interpretado por Sterling Hayden) de lanzar por su cuenta un ataque nuclear contra la Unión Soviética. A diferencia de otras películas que en aquella época abordaron la emergencia nuclear y fantasearon con el desastre atómico en unos tonos solemnes, severos (La hora final, El día en el que la Tierra se incendió, La Jetée, Punto límite), Kubrick transformó la suya en una bufonada, en una sátira (amarga, desde luego), cuyos personajes, cuerdos, delirantes, discuten seriamente, con un lenguaje preciso, en ocasiones científico, razonablemente argumentado sobre la inminencia de la hecatombe desatada por el general fanático, infectado del virus anticomunista que había infiltrado en la década de los años 50 el senador republicano McCarthy en cuerpos y mentes estadounidenses y que, como muestra la película, circulaba aún libremente a la altura de 1962.
Puede seguirse la película como una partitura, con un prólogo (un avión repostando en el aire) y tres movimientos, que van alternándose. El primero sucede en las instalaciones militares donde se ha sublevado el militar. El segundo, en una gigantesca Sala de guerra en torno a una desmesurada mesa oval donde se reúnen el presidente de Estados Unidos y sus asesores civiles y militares. Y el tercero, en el espacio reducido, laberíntico, de un bombardero B-52 comandado por un excéntrico piloto texano que se dirige al corazón de la Unión Soviética con su carga nuclear. Un epílogo paradójicamente anticlimático cierra el filme al ritmo de We’ll meet again, la canción que los soldados británicos hicieron suya como una promesa de que volverían a salvo de sus bombardeos en territorio europeo durante la Segunda Guerra Mundial.
Hay en la atmósfera que desprende la película algo familiar que uno relaciona de inmediato con acontecimientos del presente, como la velada amenaza rusa de utilizar su armamento nuclear en la guerra que ha provocado en Ucrania, el discurso fóbico, de odio hacia los otros que exudan las redes sociales con un lenguaje corrompido, la deriva conspiranoica sobre vacunas a las que, braman sus acólitos, se les ha inoculado un chip para controlar a la población (y que en el filme se corresponde con la supuesta acción de los “comunistas” de fluorar el agua que consumen los americanos para envenenarlos).
Pero no es este comentario de actualidad, de continuidad sorprendente de situaciones y comportamientos, de la persistencia del impulso bélico lancinante como un resorte atávico, aún incurable, donde uno encuentra el valor de ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú. El espectáculo que uno contempla es el de la gestación de la primera y completa ganancia estética del cine de Kubrick después de dos películas (Espartaco y Lolita) ligadas todavía a las convenciones dramáticas que estaban siendo demolidas entonces por las nuevas olas; aunque Kubrick no participaba de esa mutación cinematográfica; avanzaba como un cometa siguiendo su propia dirección. Ahí es donde se halla el primer Kubrick puro de su carrera: en las icónicas y sombrías imágenes del despacho del general insubordinado, en las de la Sala de guerra donde el gobierno norteamericano discute entre sí y en contacto con Moscú cómo evitar la catástrofe, en las del asalto ordenado por el presidente yanqui a la base militar, rodadas como si fuera un documental, que el propio cineasta filmó con una cámara Arriflex en la mano, en la manera en que trastoca el lenguaje satirizando, por ejemplo, a los personajes con sus nombres (Jack D. Ripper, es decir, Jack el destripador; mayor King Kong, Mandrake, el nombre de un mago de cómic, presidente Muflón, doctor Amor extraño…), en el antisentimentalismo que impugnan los más críticos de Kubrick…
Y lo que cohesiona todo este caudal de inventiva son las interpretaciones. El cineasta sedujo a Sterling Hayden para que iluminara los meandros de un fanatismo suicida (que años después Coppola reproduciría en el coronel que interpretó Robert Duvall en Apocalipse now) y que el propio Kubrick engrandece aislándolo en oscuros planos en contrapicado en la escena del despacho de la base, mientras Peter Sellers, un capitán británico, le da la réplica. Espoleó a George C. Scott, otro militar extremista en el filme, asesor del presidente, para que sobrepasara la psicología de su personaje y lo revistiera de histrión en las escenas de la Sala de guerra, como si hubiera librado a un perro rabioso para que mordiera con fuerza descomunal. En su biografía de Kubrick, John Baxter cuenta que Scott se lamentó de que en el montaje, el cineasta hubiera seleccionado los pasajes más desequilibrados de su actuación que, a pesar de la opinión del actor, tanto pueden admirarse aún.
Una batalla mayor disputó con Peter Sellers, al que Kubrick le encargó cuatro papeles: el del militar británico que contiende verbalmente con el coronel sublevado, el del presidente de Estados Unidos, el del asesor presidencial de ínfulas nazis incapacitado en una silla de ruedas y el del piloto del bombardero B-52. Pero Sellers se resistió a este último.
“No hay manera de que interprete al piloto tejano. Estoy completamente bloqueado”, le escribió a Kubrick.
Era incapaz de reproducir el nasal acento tejano. En su ayuda vino un accidente. Se rompió una pierna cuando ya había rodado varias secuencias y tuvo que ser sustituido por Slim Pickens, un auténtico vaquero de Texas que competía en rodeos y era doble en cintas de acción.
Con sus tres papeles Sellers alcanzó el “estado de éxtasis cómico” que encandiló a Kubrick. Nada hacía pensar al principio la extraordinaria mutación que iba a producirse en el actor, sumido durante aquellos meses en un doloroso proceso de divorcio. Llegaba deprimido a los estudios y cuando se aproximaba el momento del rodaje revivía, cogía ritmo y emitía la serena voz del presidente americano intentando evitar el desastre que había provocado su propio personal, o giraba alocado en la silla de ruedas del consejero nazi, o aguantaba flemático, dentro del traje de capitán británico, los disparates alucinados del general de brigada, antes de regresar a la depresión cuando concluía la jornada.
“Por lo que a mí respecta, Kubrick es un dios”, dijo Sellers.
Quizá si uno tomara irónicamente la exageración de Sellers podría imaginar al propio Kubrick apareciendo en la apertura y el cierre de la película (como un Hitchcock con sus exhibiciones fugaces en las suyas): qué es sino la mirada de dios la de esa cámara que observa desde arriba las nubes que impiden ver la tierra o la que observa a distancia las malhadadas consecuencias de la acción de los hombres, los nubosos penachos que ascienden tras un estallido nuclear. Como si lanzara, en broma, una advertencia seria sobre el precario futuro de sus semejantes.
Filmin emite a partir de hoy viernes ‘¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú’.
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