Tíos blancos sin rumbo (o por qué los terroristas son hombres)
¿Qué lleva a un hombre a organizar una masacre? ¿Qué explica la agresividad infinita de un atentado que se lleva decenas de vidas por delante? El sentido de cruzada racial frente al invasor nos suena bastante, pero parece que tienen que cumplirse más requisitos para convertir el racismo en atentado. Jóvenes perdidos y romantización de la violencia en esta entrega de nuestra sección quincenal a dos voces, ‘Por culpa de Eros’. Diálogos sobre encuentros, el eterno femenino resistente y las masculinidades errantes en tiempos de turbocapitalismo. A cargo de Analía Iglesias y Lionel S. Delgado.
Tenemos más miedo a matar que a morir. Durante la Segunda Guerra Mundial, el general de brigada S.L.A. Marshall estudió a sus hombres después de un combate. Descubrió que solo el 20% de los soldados dispararon realmente al enemigo. Detrás de la omisión: el miedo a matar (más que el miedo a ser matado). Sin embargo, el fascista australiano que cometió la masacre en dos mezquitas de Christchurch, Nueva Zelanda (y lo difundió en vivo a través de Facebook, mediante una GoPro instalada en su traje), no mostró miedo alguno.
¿Qué hay detrás de su voluntad asesina? Si Analía en su artículo analizaba cómo una patología individual enraíza en una atmósfera cultural cargada de ira (miedo hacia la fertilidad del otro racializado y neurosis tecnológica), yo intentaré indagar en otros rasgos del propio asesino.
Un joven normal
Este tío blanco normal no era militar. De hecho, hasta hace dos años no era nada más que un chaval común, de 28 años (él mismo se define en el manifiesto como un “hombre blanco normal”). Sin estudios universitarios (por desinterés), después de trabajar de monitor en un gimnasio, ganó un poco de dinero invirtiendo en BitConnect y, con ese dinero, pudo estar unos años viajando por el mundo.
Ningún odio ultrarracista nace de la nada, pero todo apunta a que la radicalización de Brenton Tarrant –tal el nombre del tío– se dio durante los últimos viajes que hizo a Europa. En Francia topó con grupos de ultraderecha radical, con los que comenzó a identificarse. Los partidos de la derecha radical populista están creciendo por Europa, captando con sus discursos xenófobos y racistas a perfiles parecidos al de Tarrant; a saber, hombres jóvenes de clase obrera, como han demostrado los estudios de Cas Mudde y como lo expliqué en esta charla para Nociones Comunes.
Sin embargo, antes de eso, en los viajes que hizo a Pakistán, Corea del Norte y algunos otros países de Asia, nada apuntaba a una posición radical (comentaba por Facebook, por ejemplo, que los paquistaníes eran “la gente más sincera, amable y hospitalaria del mundo”). Por eso, es tentador pensar que, para cambiar así y digerir los discursos etnonacionalistas tan rápidamente, había algo en su vida que facilitase la entrada en estos discursos.
Pensar en su radicalización es incómodo porque su vida es un espejo para nosotros. No hay nada que nos distinga de él hasta que empieza a desarrollar discursos de odio y limpieza étnica. Era un hombre trabajador proveniente de una familia con bajos ingresos, sin perspectivas de futuro y sin tener muy clara su vocación. Un poco como todos.
Se nos parece y eso asusta: su generación es nuestra generación, la de unos chavales sin noción de tener rumbo claro en la vida. Una generación gastada en la precariedad laboral y en la falta de sentido, en la que sus miembros no encuentran formas de validarse como sujetos. Si ese malestar fue tan rápidamente capitalizable por la ultraderecha, el tema es preocupante.
Y hay antecedentes de esta deriva radical en perfiles parecidos. Mi gran amigo Jesús C. Aguerri, en su genial investigación sobre los procesos de radicalización islámica en las juventudes migrantes españolas, apela al sentido de la anomia para explicar el recurso a métodos radicales de revalorización identitaria. La anomia, en Sociología (Durkheim, Merton, entre otros), apela a la falta de sentido y de afiliación cultural que vive un colectivo. Esta anomia nace por la frustración de ver cómo los valores transmitidos culturalmente no garantizan ningún éxito social. Ante la dificultad de acceder a caminos posibles o de poder poner en marcha trayectorias vitales satisfactorias, estos jóvenes tienden a replegarse en posiciones de radicalización identitaria. Yo decía algo parecido, aplicado a los hombres misóginos de las comunidades de 4chan.
Hombres blancos en busca de sentido
¿Cómo se aplica esto al caso de la masculinidad? Prácticamente, todos los perpetradores de matanzas de este tipo son hombres. ¿Casualidad? No: tendencia social. No es tanto que los hombres sean más violentos que las mujeres, sino que los hombres tenemos más fácil el acceso a herramientas de violencia y a una cultura que nos valida para ejercerla. No es una cuestión de lobos solitarios y enfermos mentales; es una cuestión sobre lo fácil que es para los hombres cabreados hacer daño al resto.
Hay un problema de fondo muy complejo de abordar que tiene varios factores:
Primero, el contexto. Generaciones enteras de hombres vivimos procesos de degradación social donde no podemos encontrar ni un lugar digno en el mundo ni formas de poner en práctica el hombre que se supone que debemos ser. Ni vocación, ni trabajo estable, ni familia feliz, ni sentido de trascendencia.
Además, la desaparición de los lazos sociales y la dificultad de mantener una vida social fuerte nos ha aislado en casa. Esto, en un contexto de cultura de la fugacidad, donde todo pasa a toda velocidad y es casi imposible sentirse alguien relevante en el mundo, ha hecho que toda una generación de hombres optemos por el nihilismo, el ir a lo nuestro, y nos encerremos en burbujas de confraternidad virtual, donde se genera lo peor de internet. Lo sé porque a mí también me pasa (y, seguramente, a ti, también).
Segundo, el tipo de información que consumimos. Todos conocemos lo placentero que es toparse con discursos que explican algo en el mundo. La capacidad terapéutica del ‘sentir que todo cuadra’ es impresionante. A todos nos ha pasado lo de leer en algún sitio una explicación y sentir que ‘por fin, ahora está todo claro’. Los círculos de confraternidad virtual generan eso. Pero saturan esa explicación del mundo con argumentaciones de corte racista (o misógino, xenófobo, etcétera), lo que conduce a posiciones de violencia y resentimiento brutales.
A Tarrant le sonaba muy lógico echar le la culpa de la degeneración cultural y la crisis social a la invasión de los extranjeros. Y la caja de resonancia racista (comunidades cerradas donde se lee, comenta y consume exclusivamente material racista) alimentaba su opinión.
Tercero, el grupo. Se comprobó que la distancia emocional y cognitiva respecto al objetivo facilitaba al soldado disparar. Pero también lo facilitaba la presencia y la legitimidad de la autoridad y el grupo de compañeros. En ese sentido debe entenderse la utilización de la publicación en streaming de la masacre vía Facebook Live: los ojos de sus espectadores eran una mirada externa frente a la que Tarrant tenía que completar su misión. El público certifica el pequeño momento de gloria de un tío blanco cabreado con todo. Su instante de estrellato pintado gloriosamente por una romantización de la venganza y la guerra.
Cuarto, y último, el factor individual. La teatralidad narcisista del terrorismo permite al joven paliar la ausencia de sentido. Una salida excesiva, sin duda, pero igual de excesiva es la cultura en la que viven. El joven inmola su cuerpo para salir del anonimato. Y en esa salida tiene que cargarse al máximo número de personas posible. Independientemente de las razones objetivas de su discurso (spoiler: su manifiesto es una basura que junta un montón de copia-y-pega en Times New Roman sin justificar, y donde solamente cita artículos de Wikipedia y dice “invasores” 55 veces en 70 páginas medio vacías), las razones subjetivas se apoyan en una poética de la batalla y el frenesí de estar dando el ejemplo.
Por eso lleva su plan hasta las últimas consecuencias. A Tarrant le sostiene su público: una subcultura de chavales blancos cansados y cabreados; un ejército de productores de memes y de shitposting que, sin embargo, como decía el propio Tarrant en el mensaje de 8chan donde enlaza el video de la masacre, son “el mejor grupo de camaradas que podría pedir” un chaval blanco sin rumbo.
El precio de no lograr su masacre era la humillación, frente a sus ideales y frente a la comunidad virtual. Y esa humillación es intolerable para un hombre blanco perdido que ha encontrado en la responsabilidad nacional y en la férrea disciplina del terrorista etno-nacionalista la forma de escapar de la anomia.
El reto del caso de Brenton Tarrant es el de poder entender el malestar vital de una generación destrozada anímicamente con el objetivo, por un lado, de oxigenar las comunidades virtuales monopolizadas por la más radical rabia ultraderechista y, por otro, dar una salida identitaria válida a una juventud radical que solo ve el odio y la violencia como salida a su falta de sentido.
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