“Una mujer que aspire a comportarse como un hombre es que carece de ambición”

Una ilustración de Elisa Arguilé para la edición del libro 'Una rubia imponente' de Dorothy Parker

Una ilustración de Elisa Arguilé para la edición del libro ‘Una rubia imponente’ de Dorothy Parker

Una ilustración de Elisa Arguilé para la edición del libro 'Una rubia imponente' de Dorothy Parker

Ilustración de Elisa Arguilé para la edición del libro ‘Una rubia imponente’, de Dorothy Parker.

El otro día, el último de uno de los grupos que coordino en el Taller de Clara Obligado, leímos Una rubia imponente (Nórdica), de Dorothy Parker (1983-1967), una buena forma de despedir el curso y de iniciar el verano. Hace mucho años que leo a Dorothy Parker (1893 / 1967), una autora adelantada a su tiempo a la que conviene volver de vez en cuando. Feminista cuando el término no era más que un insulto, militante de las causas sociales y políticas desde la izquierda norteamericana, fue acusada de comunista, estuvo en la Guerra Civil Española y fruto de esa experiencia escribió el cuento ‘Soldados de la República’, publicado en la revista ‘The New Yorker’. Además, nos dejó relatos conmovedores y frases llenas de humor y vitriolo, como la que encabeza este artículo.

De origen judío, aunque no tuvo nunca muy clara la relación con esta religión, tuvo que empezar a trabajar muy pronto, como periodista, para ganarse la vida. El New Yorker, revista icónica por donde han pasado los principales autores norteamericanos del siglo XX, la contrató en plantilla desde su nacimiento, en los años veinte. Durante esos años locos, la década de los veinte, en la que después de la traumática experiencia de la I Guerra Mundial la consigna era vivir intensamente y disfrutar del presente perfumados de alcohol y al ritmo de jazz, un grupo de escritores, actores e intelectuales se reunían en el Hotel Algolquin de Nueva York, en lo que irónicamente se llamó la Mesa Redonda, para despellejar a la sociedad cultural neoryorkina alrededor de botellas de whisky. Por allí pasó alguna vez un joven Faulkner, cuenta Blotner en su voluminosa biografía, pero entre los asiduos solo consiguió pasar a la posteridad literaria una chica divertida, liberal, desinhibida y con un verbo viperino: Dorothy Parker. Tomó el apellido de su primer marido, un agente de bolsa, y luego se lo quedó, como la mayoría de las mujeres que aparecen en sus relatos. Un apellido que les proporcionaba la seguridad del matrimonio y la libertad del divorcio.

Autora prolífica y polifacética, a la que se atribuyen citas y frases legendarias llenas de humor y vitriolo: “Cualquier mujer que aspire a comportarse como un hombre seguro que carece de ambición”, “Me gusta tomarme un Martini. Dos como mucho. Después del tercero estoy debajo de la mesa. Después del cuarto estoy debajo del anfitrión” o “El aburrimiento se cura con curiosidad. La curiosidad no se cura con nada”. Parker es conocida sobre todo por sus cuentos, en los que retrata como nadie la soledad de las grandes ciudades, que para ella siempre fue Nueva York. Abundan los matrimonios fracasados, las parejas infieles, mujeres solas siempre a la espera de un hombre que no acaba de llegar, personajes que no dejan de beber y para quienes el alcohol se convierte en su mejor amigo.

La primera vez que leí a Parker fue en la colección de Ediciones B, La soledad de las parejas, en 1995. En este primer volumen se encuentra Una rubia imponente (The big blondie), tal vez uno de sus mejores relatos, que recibió el prestigioso premio O´Henry de cuentos en 1929, una fecha premonitoria, por muchas cosas, un relato que a pesar de las diferencias guarda sugerentes puntos de conexión con una de las grandes novelas del siglo XX, El gran Gatsby.

Una rubia imponente, que hemos leído en el taller en la preciosa edición ilustrada por Elisa Arguilé para la editorial Nórdica, es un relato amargo, tierno y cáustico a la vez en torno a una mujer, Hazel Morse. Como casi todas las protagonistas de la obra de Parker, y la propia Parker, Hazel toma el nombre de su primer marido, Herbie, el primer hombre que le había llamado suficientemente la atención y atraído como para casarse con él. “Le encantaba la idea de ser una novia, coqueteaba, jugaba con ella”. No llegamos a tener claro si alguna vez sintió amor por él, y viceversa, o realmente estaba enamorada de la idea del amor, que tanto daño nos ha hecho desde el Romanticismo. A veces, más que del objeto de nuestro amor nos enamoramos del ideal, del concepto, y así nos va. La narradora, que solo podía contarnos la historia en tercera persona, nos la presenta a los 35 años, justo en el momento en el que ha empezado su declive como rubia imponente:

“Hazel Morse era una mujer corpulenta, de cabello claro, del tipo que incita a algunos hombres, cuando usan la palabra rubia, a chascar la lengua y menear la cabeza pícaremente.

Se enorgullecía de sus pies pequeños y su vanidad le hacía sufrir, pues los encajaba en zapatos de punta roma y tacón alto, de la talla más corta posible (…)”.

Una ilustración de Elisa Arguilé para la edición del libro 'Una rubia imponente' de Dorothy Parker

Ilustración de Elisa Arguilé para la edición del libro ‘Una rubia imponente’, de Dorothy Parker.

Como una metáfora, la vida de Hazel consistirá básicamente en adaptar su pie a un número que no le corresponde. Los hombres solo quieren de ella lo que se espera, que sea divertida, que siempre esté alegre, para eso la mantienen. Pero Hazel quiere ser ella misma, llorar cuando está triste, y a veces lo está, y mucho. Pensaba que con el matrimonio podría permitírselo, pero pronto descubrirá que no es así, y tendrá que buscarse nuevos hombres, fingir con ellos ser alguien que no es. Ni siquiera su fiel amigo, el whisky, se comportará con ella como debería.

Una rubia imponente es el retrato de un momento, de una época, los años veinte, que en muchos aspectos se parece a la nuestra. Uno lee esta historia y tiene la sensación de que fue escrita ayer. Es cierto que ahora las mujeres trabajan, son más libres e independientes, pero, en el fondo, ¿no siguen atrapadas en el papel que les pide la sociedad que representen? Un Nueva York urbano, veloz, como el que se encontró Lorca cuando visitó la gran ciudad, sirve de escenario para esta historia sobre la soledad, escrita con una prosa ágil y punzante, capaz de abrir en canal la mente del lector. Uno tarda en ajustar la boca, la sonrisa, después de la mueca amarga que se te queda al final de esta historia que en realidad habla de la pérdida de la inocencia, la de todos nosotros.

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