De viaje con una sacerdotisa budista y un monje trapense
Verano. Tiempo propicio para entregarnos al sosegado placer de la lectura. Por eso, esta ‘Ventana Verde’ recomienda hoy dos libros para meter en la maleta en dirección a la playa o a ese pequeño pueblo donde nos refugiamos, o simplemente para tener junto a la butaca más cómoda de casa o sobre la toalla en la piscina, si es que no nos vamos a ningún sitio en agosto. Dos libros de gran compenetración con la naturaleza y las esencias humanas. Uno contiene la poesía de quien fue monje trapense, Hugo Mujica. El otro es la novela ‘El efecto del aleteo de una mariposa en Japón’, de la sacerdotisa budista Ruth Ozeki.
La escritora y cineasta de trabajos de factura indie Ruth Ozeki, hija de padre norteamericano y madre japonesa, que vive entre Nueva York y la Columbia Británica (Canadá), que comenzó en cine ambientando películas de terror y que en 2010 fue ordenada sacerdotisa budista zen, me llegó por una recomendación de mi admirada Sardiflor, que ha nutrido a El Asombrario de mágicos artículos sobre literatura. Esto me decía en un correo (electrónico): «Ruth Ozeki es maestra zen, ligera y a la vez profunda. Trata temas ecológicos sin todo el yabayaba intelectualoide; es decir, ficción interesante a partir de temas ecológicos. Ya sé que tienes muchos libros 😛 Pero déjalos de momento, si no conoces a esta autora que escribe para ti y es de Ventanísisisima Verdisísisisisisma… Lo que pasa es que hay tantos libros en el mundo… A veces se solapan y dejamos pasar joyas como Ruth Ozeki…».
De hecho, fue Sardiflor quien me envió por correo (postal), como un preciado regalo, El efecto del aleteo de una mariposa en Japón, publicado por Planeta el año pasado, con traducción de Mireia Carol Gres. Lo que prometía se ha cumplido. Ruth Ozeki logra meterte en una historia de 500 páginas que teje la vida y preocupaciones de tres mujeres separadas en el tiempo y el espacio, desde la monja budista Jiko a la adolescente con problemas Nao -que se ha trasladado desde California a Tokio-, a la escritora Ruth, que vive en una lluviosa isla de la costa pacífica de Canadá. Unidas por un diario encontrado por sorpresa dentro de una fiambrera de Hello Kitty, entrelazadas por el mar, la novela retrata desde la afición nipona al suicidio, al fracaso de los ejecutivos de la burbuja .com al acoso escolar, al terremoto, tsunami y el desastre nuclear de Fukushima que devastaron Japón en 2011. Pero, más allá de la hilazón de acontecimientos que atrapan nuestra atención en un auténtico oleaje de experiencias, sensaciones y tonos -tierna, cómica y dramática, optimista y desesperada, al mismo tiempo-, una fuerza de conexión con la naturaleza recorre la novela como pocas veces se ve en los libros actuales no especializados (llevado por su afición por la ornitología, Jonathan Franzen también ha hecho incursiones en esta vía, aunque con menos convencimiento).
Quiero compartir con vosotros, cómplices de esta Ventana Verde, algunos de sus párrafos para que entendáis de lo que hablo: «Oliver estaba muy contento. Le encantaban los árboles y no le interesaban en lo más mínimo los huertos bien cuidados ni las plantas anuales de raíces superficiales, como la lechuga. Cuando se mudaron estaba aún enfermo, sufría mareos y se cansaba fácilmente, pero comenzó un régimen diario de paseos y pronto pudo dedicarse a correr por los caminos, y Ruth tenía la impresión de que el bosque lo estaba curando, como si Oliver estuviera absorbiendo su inexorable fuerza vital. Mientras corría entre el denso sotobosque, leía las señales de la intriga arbórea, el drama y las luchas de poder, se fijaba en cómo las especies competían por el control sobre un claro de luz o los abetos gigantes y las esporas de los hongos optaban por trabajar juntos en mutuo beneficio».
Conexión con la tierra, pero también preocupación por los problemas ambientales concretos, en un sentido transversal que yo siempre he reclamado para la conciencia ecológica -¡que deje ya de ser una sección específica de los medios de comunicación, por favor, que lo impregne todo!-, en un contagio por todos los poros del discurrir de los días, de los relatos, como raras veces podemos leer. Por ejemplo, esta es una conversación de la novela: «- El plástico es así -decía Oliver-. No es biodegradable. Va dando vueltas en el giro y se desintegra en partículas. Los oceanógrafos lo llaman confeti. Es un estado granular, nunca desaparece. / -El mar está lleno de confeti de plástico -corroboró Muriel-. Está ahí flotando y se lo comen los peces o acaba en la playa. Está en nuestra cadena alimentaria. No envidio a los antropólogos del futuro, que tratarán de entender nuestra cultura material a partir de todas las pepitas duras y brillantes que obtengan de los montones de desecho». Y esta es la descripción de otro de los personajes de la novela: «Callie era una bióloga marina y una activista medioambiental que dirigía el programa de control de la zona costera de la isla y trabajaba como voluntaria para una agencia dedicada a la protección de los mamíferos marinos. Se ganaba la vida como naturalista en los grandes cruceros que surcaban las aguas protegidas del estrecho en sus idas y venidas de Alaska».
El efecto… trenza con hábil y profunda naturalidad -sin parecerlo, como si de una fantástica figura de origami se tratara- temas de actualidad plena. Como el ciberespacio: «Y entonces, un día, un par de meses después de llegar a Tokio, comprobé por casualidad mis estadísticas y me di cuenta de que en todo el tiempo transcurrido desde que había comenzado el blog sólo doce personas lo habían visitado, cada una de ellas durante alrededor de un minuto, y que no había tenido ni una visita desde hacía semanas, y fue entonces cuando lo dejé. No hay cosa más triste que el ciberespacio cuando estás flotando ahí fuera, completamente sola, hablando contigo misma».
Como la estructura social que nos rige, capaz, por ejemplo, de digerir que el Estado de Israel lleve a cabo un sistemático genocidio en Palestina, no solo sin inmutarse, sino incluso siendo cómplice de la tortura a través de mucha prensa acomodada. En la novela de Ozeki, Oliver, marido de una de las protagonistas, afirma: «Vivimos en una cultura acosadora. Los políticos, las empresas, los bancos, el ejército. Todos son unos matones y unos sinvergüenzas. Roban, torturan a la gente, hacen esas leyes demenciales y establecen la pauta que el resto de la sociedad imita».
Y mezcla esas incursiones en el puro transcurrir de la actualidad con el espíritu budista, con reflexiones zen, en un alarde de equilibrio de asuntos y perspectivas que nos hacen ir más allá del tiempo, perder su noción: «Susurraba al viento Now!… Now!… Now!, y el mundo pasaba a toda velocidad, intentando atrapar el momento en que la palabra era lo que es: cuando now se convertía en NOW. Pero en el tiempo que se tarda en decir now, «ahora» ya ha pasado. Ya es «entonces». «Entonces» es lo contrario de «ahora». Así que cuando dices «ahora», ya estás borrando su significado y convirtiéndolo exactamente en lo que no es. Como si la palabra estuviera suicidándose o algo así. De modo que entonces empezaba a abreviarla -now, ow, oh, o- hasta que no era más que un puñado de sonidos guturales. Era inútil, como tratar de sostener un copo de nieve sobre la lengua o de sujetar una burbuja de jabón entre los dedos. Pronunciarla la destruye, y yo (la protagonista se llama Nao, cuyo sonido es similar a la pronunciación de now) tenía la impresión de estar desapareciendo con ella».
Este deseo -que llega a transformarse en obsesión- de llegar al tuétano de nuestro ser, por atrapar tiempo y esencias, nos lleva directamente al otro libro recomendable como compañero de viaje y de vida: Y siempre después el viento, del poeta argentino Hugo Mujica, publicado por Visor -ese paraíso de la poesía- hace un par de años: «Busco un alba virgen de mí, / busco el nacer de la luz, / no su alumbrarme» (Amanece y callo). «Soy mi victoria sobre lo que perdí, / soy lo que ya no espero». (Después de tanto).
Aliento existencialista machadiano/unamuniano el de este escritor nacido en Buenos Aires en 1942 y que estudió Bellas Artes, Filosofía, Antropología Filosófica y Teología, y cuya vida no tiene desperdicio: sacerdote católico, monje trapense (con voto de silencio durante siete años), obrero con 13 años, miembro del movimiento de artistas que en el Nueva York de los sesenta experimentaban con las drogas alucinógenas y la psicodelia creativa…
Poemas de dos, cuatro, cinco, seis, siete líneas que llevan a constantes relecturas hasta ocupar tanto tiempo como decenas de páginas de otros libros apresurados, pues cada palabra y espacio, cada relación e implicación de una con otra y con otro, conducen a dejar mirada y mente en suspensión en un horizonte vacío y luminoso. Meditación, como la que practican las protagonistas de El efecto del aleteo de una mariposa en Japón. Sí, el aire, el viento, eso es lo que recorre ambos libros: el empuje a la reflexión y la meditación, y a sentirte penetrado por la tierra. «Me hundo en semilla / seca, / me oscurezco en lo sin sombras, y me nazco, ni raíz ni flor, / me nazco tierra». (Fruto).
Dice la contraportada de Y siempre después el viento, tras recordar que Mujica llevaba seis años sin publicar poesía, que no es un poeta con «voz propia», como suele decirse, sino con «silencio propio». Su personaje es la condición humana, la vida misma. «Y nos hace ver su desnudez, lo que no solemos ver: el abismo de belleza y misterio sobre el que pendemos, desde el cual brotamos, hacia el que marchamos».
«Cuando las palabras / callan / siempre hay un desierto / que en el callar se extiende, / y después, / siempre después, / se escucha el llegar del viento» (En el callar).
Siento debilidad por este sencillísimo y emocionante poema: «Como una siembra / sin tierra / un hombre cae en la calle, / se dobla sobre sí, muere; / errante, un perro / lo huele, / lame su frente, y en silencio / se acuesta a su lado». (Un hombre).
Uno más para terminar: «Lo lejano, / lo más lejos que cualquier llegar, / es el adentro de todo afuera, / es un paso, un asombro» (Lejanía).
En fin, felices y asombrosas travesías de verano con estos dos compañeros que trabajan el mundo de las almas, que se salen de cualquier formato y convención -Ruth Ozeki y Hugo Mujica-, que nos ayudan a escapar de tanta superficialidad y escarbar en nuestras esencias, a pensar de otra forma y a creer en otros mundos. A conectar con naturalidad con la naturaleza. A romper moldes, que es lo que hace falta. Siempre, y más ahora.
Recordad que, como más lejos se llega siempre, es atendiendo el aliento y el ritmo de la naturaleza, no apresurarnos. Desde aquí, desde El Asombrario, os seguiremos aportando letras para naceros tierra, más allá de poderes que persiguen todo lo contrario, extender la putrefacción.
Pasos. Asombros.
No hay comentarios