Tres buenas películas con óptica verde 

Un momento del rodaje de La vida salvaje. Foto: Carole Béthuel

Un momento del rodaje de La vida salvaje. Foto: Carole Béthuel

Un momento del rodaje de ‘Vie Sauvage’. Foto: Carole Béthuel

‘El Asombrario’ estuvo en el 62 Festival de San Sebastián, que concluyó el 27 de septiembre; de lo que allí pasó dieron buena cuenta las crónicas de Luis Roca Arencibia y Manuel Cuéllar. Pero esta ‘Ventana Verde’ se fijó especialmente en tres películas, de real poso verde, en variantes muy distintas pero todas interesantes: el documental de Wim Wenders sobre Salgado, ‘La Sal de la Tierra’; la película francesa ‘Vie Sauvage’ y la cinta española, dirigida por Alberto Rodríguez, ‘La Isla Mínima’.

Tres recomendaciones cinematográficas que anotar en el apartado de películas interesantes para ver este curso. Por muy distintos motivos.

La Sal de la Tierra es un elocuente documental sobre un grandísimo fotógrafo brasileño, Sebastiao Salgado, realizado por un grandísimo cineasta alemán -y también fotógrafo-, Wim Wenders, junto al hijo de aquél, Juliano Ribeiro Salgado. La película muestra a lo largo de 109 minutos el compromiso de Salgado -que alcanzó notoriedad con su trabajo sobre la mina de oro de Serra Pelada, que nos transportaba a épocas esclavistas- con la Historia y la Humanidad, lo que le llevó a recorrer el planeta buscando aquellos conflictos o situaciones en los que mejor podía retratar lo extremo de la condición humana; misiones muchas de ellas realizadas en colaboración con Médicos Sin Fronteras. Desde las hambrunas en el Sahel -impactantes imágenes de niños al borde del abismo que por mucho que las hayamos visto siguen erizándonos el vello- a la Guerra de los Balcanes o la Primera Guerra del Golfo, que convirtió Kuwait en un escenario dantesco con los enormes pozos de petróleo ardiendo, tras darles fuego Sadam Hussein en su retirada.

Pero permanecer tanto tiempo y tan cerca en contacto con las miserias, con lo peor de la Tierra -lo cuenta muy bien en la película- le llevó a tal grado de decepción sobre el género humano que necesitó volver la mirada hacia algo que le reconciliara con el planeta, hacia esa parte de la Tierra y del ser humano más inocente y virginal, no mancillada por la avaricia y el poder. Así nació su último proyecto, Génesis, en el que ha estado ocupado la última década, y que le ha llevado a recorrer los cinco continentes buscando, esta vez, todo aquello que llevara paz a su interior, desde etnias amazónicas apenas contactadas por la civilización occidental a paraísos como los Polos o las Islas Galápagos -exposición que pudimos ver este año en Caixa Forum-. Así, Salgado, que había visto lo peor de la Tierra, miró hacia lo mejor.

Y así nació también, con esos mimbres y esas motivaciones, su fundación, el Instituto Terra, en el que ha volcado sus ilusiones y empeños, para resarcirse de tanta amargura. A través de este Instituto ha plantado millones de árboles en un terreno familiar -ahora cedido como espacio público- para recuperar el bosque atlántico en una tierra que por la sequía y la erosión de las últimas décadas había quedado prácticamente yerma. Esta parte la cuenta muy bien el padre de Sebastiao en la película, un anciano de esos que se comen la cámara sin hacer nada más que ser él mismo y contar lo que ha vivido. Es el mensaje que lanza La Sal de la Tierra al final: un mensaje optimista de que sí se puede, que estamos a tiempo, que sabemos y podemos revertir el maltrato a la tierra y a la Tierra. Sólo falta querer. Está previsto que La Sal de la Tierra, que ganó el premio especial del púbico en San Sebastián (obtuvo más de un 9 sobre 10 puntos, con sensible distancia respecto a la segunda seleccionada), y había obtenido el Premio Especial del Jurado en Cannes, llegue a los cines españoles el 31 de octubre.

Más sobre ‘La Sal de la Tierra’

La nueva película del sevillano Alberto Rodríguez -autor de 7 vírgenes y Grupo 7-, La Isla Mínima, en los cines desde hace diez días, recibió en San Sebastián los merecidísimos premios a mejor actor y a mejor fotografía. Y es en este punto último donde quiero detenerme, porque es indudable que uno de los protagonistas de la película, que da prestancia, tono, atmósfera y tensión a la película, es la localización: esas marismas del Guadalquivir en las que podemos sentir continuamente/contradictoriamente, junto al peso de las aves y los mosquitos y el sol que todo lo aplana, la claustrofobia de los espacios abiertos. De hecho, como contaba Manuel Cuéllar en su entrevista al director, la historia -ambientada en 1980- parte del impacto que le causó a Alberto Rodríguez las fotografías en blanco y negro de Atín Aya -fallecido en 2007 con sólo 52 años- sobre los últimos habitantes de las marismas, un lejano Oeste, un lejano Sur.

Además, todo arranca en pantalla con unas impresionantes imágenes aéreas del parque nacional de Doñana realizadas por Héctor Garrido: estructuras fractales que son como pinturas abstractas, y que ya nos ubican en un ambiente extraño. Alex Catalán ha sabido sacar provecho de esa luz producida por una extrema radiación solar hasta convertirla en lo que seguramente es una de las películas de factura más bonita, más preciosista, sin barroquismos, de los últimos años. Alberto Rodríguez no ha rodado en el parque nacional de Doñana, pero sí en espacios privilegiados colindantes como Veta la Palma, que nos trasladan a un ambiente de pobre gente sobrepasada por muchas circunstancias y que sólo mira al horizonte espectacular con la vana ilusión de escapar de un entorno que ve como completamente hostil. A pesar de esos atardeceres sonrosados cruzados de flamencos. Hay en La Isla Mínima planos aéreos que valen oro.

La tercera recomendación, Vie Sauvage (Vida Salvaje), que se estrena en Francia a finales de mes, y previsiblemente llegará a España en los próximos meses, no se refiere al tipo de Vida Salvaje que solemos entender cuando oímos estas dos palabras, sobre todo en inglés: Wild Life. Se trata de una cinta francesa dirigida por Cédric Kahn que aborda dilemas tan difíciles de plantear sin maniqueísmo como complejos de resolver. Retrata un caso real, una familia que se descompone porque la madre prefiere optar por un patrón más convencional, de adaptación a las normas y reglas sociales, frente a un padre que no comparte las pautas mercantilistas y huye llevándose a dos de sus hijos a vivir de manera alternativa, sin civilizar. Un asunto muchas veces planteado -baste recordar El señor de las moscas, de William Golding, novela/película/obra teatral, sobre un grupo de muchachos que se organizan más allá de cualquier estructura social dada-, nunca resuelto, sobre por dónde evoluciona la condición humana cuando no se somete a los estrictos patrones de moldeado social, cuando recibe una educación más allá de los formatos dictados por las instituciones.

Hoy día tenemos muchos ejemplos de ecoaldeas y de educación en casa o en sistemas alternativos; pero la película no cae en arcadias rousseaunianas de vida en armonía con la naturaleza y los animales y de solidaridad sin fisuras, y, más o menos, viene a plantear que cualquier solución radical hace aguas, que lo más apropiado siempre es buscar cierto consenso. Muy interesante lo que plantea -en algunos tramos del metraje con más acierto que en otros-; que cada uno saque sus consecuencias. Sólo plantearlo ya es valiente. Vie Sauvage se llevó en el Zinemaldia un -merecido también- Premio Especial del Jurado.

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