En la última casa de Sigmund Freud en Londres
En un barrio residencial de Londres, se conserva tal y como lo dejó el último lugar donde vivió Freud tras huir de su amada Viena perseguido por los nazis. Transformada desde 1986 en un museo, la casa es hoy visitada por pequeños grupos que buscan el espíritu del fundador del psicoanálisis, de cuya muerte se cumplieron recientemente 75 años. Entramos.
He visitado a Sigmund Freud. Sí, no se extrañen, una fría mañana de enero me he acercado a la que fuera su casa, en el número 20 de Maresfield Gardens, en Londres, y he sentido su aliento en el cogote. He visto su gabinete, su gabán, el paraguas y sus botas de, por lo menos, un 44 de pie. El lugar donde vivió hasta que el cáncer de boca que padecía acabó con su vida. El hoy museo, una espaciosa villa de ladrillo rojo, guarda fielmente el espirítu del inventor del psicoanálisis. Allí, en esta villa de dos plantas de ladrillo rojo, en el distrito de Hamsptead, al norte del Támesis, en un barrio hoy excesivamente exclusivo y caro, vivió el exilado Freud los años 1938 y 1939.
“20 Maresfield Gardens espero que sea nuestra última dirección en este planeta, pero no podremos mudarnos hasta finales de septiembre. ¡Nuestra propia casa!…, tan lejos y tan maravillosa para nosotros…”, Sigmund Freud (Moravia 1856, Londres 1939) escribía estas líneas en su diario el 22 de agosto de 1938. Meses atrás, en junio, después de semanas de nervios, angustia y miedo tras la anexión de Austria a Alemania por Hitler, consiguieron él y su familia escapar de Viena. Tuvieron suerte gracias a la intermediación del embajador estadounidense y de su amiga la princesa francesa Marie Bonaparte, que removió cielo y tierra para conseguirle un visado. Los Freud lograron huir sanos y salvos y con muchas de sus pertenencias, algo que la mayoría de sus compatriotas judíos no pudieron hacer. «A los 81 años, dejo mi casa de Viena como resultado de la invasión alemana y espero acabar en Inglaterra mis días en libertad», decía a la BBC al inicio de su exilio, el 6 de junio de 1938.
Las colecciones de antigüedades que Freud fue atesorando viajaron con él. Pequeñas figuras, estatuillas de jade, terracota, bronce, 17 tipos de amuletos fálicos, budas…, en un batiburrillo importante. “Todas las mujeres egipcias, chinas y griegas han llegado. Aguantaron bien el viaje, sólo han sufrido pequeños desperfectos. Lucen mucho más aquí que en Berggasse [su casa en Viena]”, escribió Freud en su cuaderno después de que su nuevo hogar estuviera listo. Allí recibió a varios pacientes, terminó de escribir Moisés y el Monoteísmo, dejó sin terminar su obra Compendio del Psicoanálisis, y vivió el último año de su vida.
En junio de 1938, Freud escribía a su hijo Ernst: “Dos son los motivos que me empujan a irme a Londres en estos días tan deprimentes: reunirme contigo y morir en libertad”.
El arquitecto Ernst Freud, padre del pintor Lucian Freud, quiso ofrecer a su padre la copia exacta del gabinete de trabajo de la casa de Berggasse 19 en Viena. Lo logró. Un escalofrío recorre la espalda del visitante al observar el diván lleno de cojines de terciopelo en el que los pacientes se reclinaban para hablar de sus fobias, sueños y fantasías, mientras Herr Freud se recostaba en su silla tapizada en color verde para la talking cure.
El espíritu de Freud atrapa al espectador; bajo su influjo puedo imaginar cómo su voz retumba en la sala mientras curioseo los lomos de los 1.600 libros de la biblioteca. Tratados de psicología, neurología, historia antigua, antropología y arqueología, su gran pasión. Y en la estantería, detrás de su escritorio, veo obras de Stefan Zweig, Edgar Allan Poe, Flaubert, Shakespeare y Goethe, sus escritores favoritos.
En el estudio-consulta todo está tal y como él lo dejó. Anna Freud, la única hija que siguió sus pasos -fue psicoanalista infantil-, vivió en esta casa hasta su muerte en 1982 y cuidó con mimo de su colección de más de 2.000 antigüedades compradas la mayoría a anticuarios de Viena. Las múltiples figuras de Eros y de Venus abarrotan la sala. Una pequeña estatuilla de bronce de Atenea, la diosa de la sabiduría y la guerra, con muchos siglos a sus espaldas, ocupa el lugar de honor del escritorio en lo que se ha querido ver como una alegoría de su condición de desplazado de guerra. Las antigüedades de amuletos y falos confirman sus obsesiones por explicar la sexualidad femenina como la envidia del pene masculino.
Freud era un coleccionista compulsivo y veía en la arqueología una metáfora del psiconálisis. A sus pacientes les decía que mientras el material consciente se desgasta, lo inconsciente permanece: “Yo ilustraba mis comentarios», escribió, «señalando los objetos antiguos que tenía alrededor de mi escritorio». «Aquéllos», decía, «eran sólo objetos encontrados en una tumba y con su entierro habían logrado conservarse”.
De las paredes cuelgan pinturas y litografías, todas muy alusivas a su especialidad, como Edipo y el Acertijo de la Esfinge, de Ingres, o La lección del doctor Charcot, el neurólogo francés conocido como el Napoleón de la neurosis, el primero en utilizar la hipnosis para curar a su paciente Blanche Wittman de histeria. Freud fue discípulo de Charcot y siempre reconoció en él a su mentor –a su primer hijo le llamó Jean-Martin en honor a Charcot-.
Todo lo que hay en lo que fue su estudio es como el escaparate de lo que barruntaba su mente. Hay grabados de Moisés, el personaje sobre el que escribió y analizó; también un vaciado en yeso de Gradiva, protagonista de su trabajo El delirio y los sueños en la Gradiva de Jensen, a propósito de una novela del escritor Wilhem Jensen que hace referencia al bajorrelieve de la joven encontrado en Pompeya. Era una de sus piezas favoritas. Freud la descubrió en el Museo del Vaticano en un viaje a Roma y enseguida se hizo con una réplica. O una copia de una pintura de Leonardo da Vinci, La Virgen con el niño, santa Ana y san Juan el Bautista, objeto de un estudio sobre la infancia del pintor, embrión de un proyecto de biografía psicoanalítica.
Hay numerosas fotografías, de Yvette Gilbert -la cantante pintada por Toulouse-Lautrec-, de Lou Andreas-Salomé, o de colegas mirando a cámara tras los congresos de psicoanalistas. Fuera del gabinete, en la escalera, un retrato de Freud pintado por Dalí cuando éste le visitó en 1938, y varias fotos con sus adorados perros chow chow, otras con su mujer, Martha Bernays, la que le llamaba “querido Sigi” en las cartas expuestas, y muchas, muchísimas, con sus seis hijos.
El pequeño jardín, húmedo por la escarcha caída, ya no tiene la hamaca donde el anciano y enfermo Freud se tumbaba al sol tapado con una manta. Pero todo, muebles, objetos, incluso el cuchicheo de las voces en susurros hablan del inquilino que habitó estas paredes. La visita termina con una preocupación:¿habré tenido alguna transferencia de personalidad ante la figura del padre Freud? Tranquilos. De momento no recuerdo ningún sueño digno de ser analizado.
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