Daniel Serrano: “Dejarán de molernos a palos si les quitamos el palo”
Hablamos con el periodista Daniel Serrano (Madrid, 1971), hijo del periodista Rodolfo Serrano y hermano del cantautor Ismael Serrano, que publica esta semana una novela sobre la España del franquismo, la España de la Transición y la España actual, a través del debate y contradicciones entre un padre y un hijo. En ‘Cal viva’ (SUMA) hay dos generaciones hablando de nuestro país y sus mentiras a raíz de aquellas duras palabras del líder político Pablo Iglesias: “Desconfíe de los consejos de quien tiene su pasado manchado de cal viva”. Nos habla claro, pero “metafóricamente, ¿eh?, a ver si va a venir la Audiencia Nacional y me acusa de incitación al odio”.
A pesar de que ‘Cal viva’ es tu primera novela, se nota desde la primera línea que como narrador perteneces a la categoría de los observadores de las nostalgias unánimes, que tu estilo rotundo y áspero está arropado por el aliento de narradores como Delibes, Aldecoa, Cela o el malogrado Martín-Santos. Que las imágenes que forman los párrafos de tu novela no le temen a la realidad, sino que escarban sobre ella hasta destruir su coraza. ¿Eres consciente de que, al igual que ellos, usas la realidad como una mortaja que aprieta mientras intentas doblegarla, pero también como un ‘big bang’ que sirve de plataforma para que las mentiras de un periodo político de este país se vuelvan fluorescentes a través de tu reflexiones; bueno, de las reflexiones de Ernesto, uno de los protagonistas de esta historia?
Ojalá me pareciera en algo a esos señores que mencionas, tan buenos literatos ellos, aunque, eso sí, igual que ellos escribo sobre España, que es algo desacostumbrado en gran parte de la actual literatura española. Nuestro pasado inmediato y nuestra actualidad no provocan el interés a la mayoría de nuestras autoras y autores, que prefieren siempre irse de excursión a la guerra civil o a simbolismos abstractos. A mí me gusta hablar del ahora mediante una exploración del pasado, y la realidad es mi materia y todo el mundo dice que mi novela es nostálgica, aunque yo no lo perciba así. Pero lo que el autor perciba muchas veces no tiene la menor importancia, ya que la última palabra es del lector o la lectora.
Mientras se avanza en la novela, el lector se da perfecta cuenta de que Ernesto es un flâneur de zancada privilegiada que ha hollado con enjundia y ferocidad todos los tiempos verbales. Un caminante que, palabra a palabra, deja un epílogo muy concreto: Cuando no se alcanza nunca el porvenir, la vida es una noche eterna y sin embargo la nostalgia que muestra jamás es nociva. ¿Te ha resultado complicado eliminar los lugares comunes que acaban por ahogar a los perdedores de la mayoría de las novelas? Ernesto es un ganador que no pretende tener premio alguno entre las manos a no ser el cuerpo y la memoria de todas las mujeres a las que cree haber amado. ¿Estás de acuerdo conmigo en que en esa renuncia al reconocimiento social es donde reside su victoria emocional y moral?
La línea sombra (a veces tan difusa) que separa el éxito del fracaso resulta uno de mis temas favoritos. Ernesto se hace mayor y ha sobrevivido, tiene su buhardilla en Malasaña y su inacabable resentimiento, pero también puede permitirse salir a tomar un trago o irse a Barcelona a comer un arrocito en el Xiringuito Escribà, lugar que recomiendo para quien pueda permitírselo. Y, sí, en parte ha ganado aunque se empeñe en hundirse en el pesimismo. Pero a la vez participa de un fracaso colectivo, el de su generación, incapaz de cambiar definitivamente las cosas, aguardando el momento en que de la oficina pasemos a colocarnos una piedra a las espaldas y recorrer la ciudad en bicicleta repartiendo menús a domicilio. Lo de Glovo y Deliveroo y similares es, para mí, un ejemplo dramático de cómo hemos retrocedido: tras inventar la tracción mecánica para mejorar nuestra vida laboral, se regresa a la tracción humana, a que nuestro cuerpo sea el motor. No me extraña que Ernesto escriba las furiosas diatribas que escribe.
Supongo que eres consciente de que ‘Cal viva’ posee un lirismo sustancioso que hace de ella una novela generacional distinta, que en sus páginas no hay espejismos ni héroes, que en ella el polvo te ciega y el invierno te hunde la carne, que los errores del padre no son las victorias del hijo y que es precisamente en esa contradicción donde recae uno de los logros de tu primera novela.
He querido que Cal viva no fuera una novela maniquea. No estamos ante un padre monstruoso y un hijo victimizado, ni nada parecido. Nuestros padres y nuestras madres hicieron lo que pudieron. En todos los sentidos. Pero, eso sí, hay que insistir en que ya somos mayorcitos y los cuentos que antes valían ya no nos convencen. Lo de la España heroica del 23F (cuando España se metió debajo de la cama en cuanto escuchó los disparos de Tejero) o la pacífica y no sangrienta Santa Transición (con tanto muerto y tanta violencia) mejor lo dejamos. Se hizo lo que se pudo, vale, la vida (también) es claudicación. Y, además, hubo momentos luminosos. Porque la vida (también) son momentos de luz y alegría. Por supuesto.
Me gustaría comentarte también que en tu novela hay frases que parece que se le hubiesen escapado al mismísimo Céline mientras escribía ‘Viaje al fin de la noche’: «Así de absurda es la vida. Siempre somos niños esperando la caricia de nuestra madre para poder conciliar el sueño». «La noche que envuelve todas las mentiras en un celofán suavísimo». «El pasado nos alcanza muchos años después». «Todos los hijos imbéciles de la gran burguesía madrileña tienen un restaurante en la calle Jorge Juan o en la calle Ponzano, puede que en ambas». Esas frases en las que el protagonista parece que ha agotado la suerte y de pronto su ángel de la guarda le susurra al oído una jaculatoria que le convertirá en héroe. ¿Ha sido este un homenaje intencionado o una de esas casualidades que guarda la memoria para cuando creemos que estamos vencidos?
Bueno, el consuelo de ciertos derrotados es su capacidad para dibujar con el lenguaje una poesía que incluye declaraciones de amor, burlas y escapatorias. Todo junto. Y, sí, claro, Céline pertenece a mi lista de autores favoritos. Con esa gran contradicción de haber sido un antisemita y filonazi repugnante y, a la vez, escribir en Viaje al fin de la noche un alegato emocionante a favor de la humanidad. Sí, sí, no se sorprenda nadie. Toda la oscuridad de Viaje al fin de la noche esconde un profundo amor al ser humano.
Tampoco te olvidas de la poesía ni de los poetas que le han cantado a esa herida abierta que es y será España. Mencionas y citas a Gil de Biedma y le guardas un hueco a la sombra del gran Machado. ¿Los nombras para poner de manifiesto que estás contra la España inútil que repite discurso como un loro cínico, manipulador y vengativo? ¿O es una hermosa licencia poética para dejar constancia de que estás en contra del bipartidismo abrasivo que ha convertido a España en un erial irrecuperable?
Los menciono, sobre todo, porque son poetas muy reivindicados por la generación que hizo la Transición, con Alfonso Guerra erigido en gran experto machadiano, y cuyos versos trascienden siempre. Tristán, el padre, ha leído a Gil de Biedma, y su hijo también. Padre e hijo se detestan pero, al final, hay un hilo oculto que los une. Esto nos pasa con nuestras madres, nuestros padres. No queremos ser como ellas y ellos pero, al final, caramba, nos parecemos tanto.
Conmueve la manera en que Ernesto recuerda; lo suyo no es un ejercicio de nostalgia rancia y plana sino un vuelo ininterrumpido, una búsqueda a ratos fatal. Ernesto duda y eso le otorga una humanidad que ha de disfrazar de rabia para no ser descubierto. «Los viejos buenos tiempos. ¿Fueron algunas veces buenos? No sé por qué he venido. Para verlo y verme en ellos. En mis compañeros de clase. Con quienes jugaba a churro (media manga, manga entera)». ¿Son los niños de la generación de tu protagonista niños obligados a fingirse hombres para acabar siendo hombres que no serían nada sin recuperar a diario a los niños que fueron? ¿Opinas, como yo, que en ese intercambio de roles reside uno de los mayores aciertos de ‘Cal viva’?
Todo adulto conserva dentro el niño que fue. Y, tal vez, nuestra generación, la de los cuarentones y cincuentones, sea más propensa que otras al infantilismo, siempre pensando que hay tiempo para una partida más, aunque sean las últimas o penúltimas horas. Fingimos ser adultos, sí, pero somos siempre los mismos que nos sentamos en el pupitre, cuando el futuro era 3º de BUP.
En tu novela hay un repaso riquísimo de la historia de España. Tocas temas como la represión franquista, hablas de Billy el Niño, de sus torturas, de las falsas delaciones que convierten en Judas a hombres pulcros. Hablas de Vallecas, de aquellos años en que la revolución tenía su rostro y hasta nombras a tu padre. Hablas de la figura de Pablo Iglesias, ese mesías de pelo largo tan amado como odiado. Hablas de los vicios que anclan a sus poltronas a aquellos que tienen el poder y que no quieren soltarlo. Hablas de la guerra sucia contra ETA por parte del PSOE. Pero lo haces con un cuidado que yo como lectora quiero agradecerte. ¿Te ha costado mucho deshacerte de las frases manidas para construir esa tela de araña de tan bello resultado que es ‘Cal viva’?
Espero no haber caído en ese uso que mencionas de las frases manidas aunque, a veces, recurro a algunos tópicos porque los tópicos, creo, contienen belleza y verdad. Por ejemplo, Casablanca, un tópico cinematográfico y parte de la memoria sentimental de las generaciones que todavía veían cine. Los millennial no han visto Casablanca y es una pena. A ver si Netflix la convierte en serie o algo así. Pero sí, me gustan los textos que son telas de araña elaboradas con numerosas referencias políticas, musicales, de la cultura pop o de la alta cultura. Una vez me publicaron un artículo en El País sobre el 15M y un veterano periodista me llamó para felicitarme, pero me dijo: “Demasiadas citas, sólo una cita por artículo, no caben más”. Pues esa regla no la cumplo. Yo cito todo el rato y me gustan los autores que citan y que, incluso, se inventan citas. Véase Vila-Matas.
Supongo, Daniel, que también eres consciente de que los flashback son de una precisión milimétrica y que favorecen, tal y como lo hacen los cambios de género literario, de manera muy acertada al ritmo narrativo. Ese caos que persigue a Ernesto es el contrapunto al orden que acorrala a su padre. ¿Fue complicado gestionar la quietud de Tristán para que las reflexiones de Ernesto acaparen de la forma en que lo hacen la atención del lector?
Lo primero que surgió fue la voz del padre, esa voz que es un torrente, un monólogo interior iracundo. Frente a esa voz coloqué al hijo, cuya escritura tiene una mayor pausa. Y luego están las voces femeninas que aparecen en el relato y los fragmentos de textos escritos por padre e hijo, poesía, cuentos, diarios, anotaciones en un cuaderno escolar y perdidas en la chaqueta de un abrigo… Creo que la suma que todo eso da riqueza y amenidad al conjunto.
¿Cuánto de biografía hay en ‘Cal viva’? Yo que he compartido contigo horas de colegio veo a aquel niño valiente y categórico, a aquel gudari invencible que se sentaba delante de mí durante el bachillerato. Y veo también un homenaje inabarcable a los camaradas de colegio, aunque te hayas olvidado de las chicas de aquellos días en la narración. ¿Por qué no están las chicas?
De biografía en Cal viva hay bastante, claro, pero por favor, que quede claro, esto no es autoficción. Bastante autoficción hay en el mundo literario. Lo de las chicas del cole… ¿Por qué no estáis en la novela? Buena pregunta. Quizás por simplificar. Me parecía más rotundo que Ernesto hubiera ido a un colegio de curas sólo para chicos. Me resultaba más eficaz para el pasaje del reencuentro con sus camaradas de aula. Introducir chicas en esa reunión hubiera supuesto inevitablemente (dada la obvia heterosexualidad de Ernesto) abrir la puerta del relato a amores de adolescencia, amores pendientes, viejas batallas sentimentales… Demasiado en una novela que ya va cargada de historias. En fin, tampoco fue muy meditado. Me dije: Ernesto ha ido a un colegio sólo de chicos. Ya habrá otras novelas, espero, en las que relatemos nuestra adolescencia en común, Sonia.
Hay muchos personajes reconocibles en tu novela, aunque sus nombres sean otros, a excepción de la reina Letizia. ¿Necesitabas ese corrillo protector (de tu época de reportero y más tarde de copresentador de magazines matinales) globalizado en el personaje de Marc, compañero de correrías y abismos, para sostener una novela tan ambiciosa y válida? ¿La invención no era suficiente? ¿O es más bien que el periodismo es un sacerdocio aunque se escriba ficción?
Ser periodista imprime un cierto carácter literario. Nos resulta difícil no aludir a la actualidad, no mencionar nombres reales. Y a mí me gusta. Me gusta leer novelas donde reconozca espacios, apellidos, noticias. Y no me gustan las novelas que suceden en escenarios difusos, esos autores que siempre están escribiendo desde Nueva York o París, que está muy bien pero es que si eres de Tudela no me creo que tú vayas a contar mejor París que Modiano. Cuenta Tudela, hombre, que también es interesante.
‘Cal viva’, como te decía cuando mencioné a Céline, a Biedma o a Machado, está cuajada de homenajes que construyen multitud de fragmentos de piel deslumbrante: «Cada cierto tiempo tendría que arder un rascacielos en cada ciudad (sin víctimas, por supuesto) y que pudiéramos mirar la severidad de esa mezcla de gases incandescentes que muerde hasta convertir en esqueleto la vanidad humana». Se nota que eres un lector y un cinéfilo contumaz y que en esta historia tienen cabida todos los guiños que te han ido alimentando mientras leías y veías cine. Hay en tu manera de narrar una pátina firme que recuerda a las películas de Antonioni, de Oliveira o de Oliver Laxe. Todos los capítulos están completamente cerrados y, sin embargo, una vez leídos abren mil puertas. ¿Es intencionada esa infinitud que le imprimes a cada intervención de los protagonistas?
Adoro a Antonioni, me encantó Mimosas de Oliver Laxe y de Oliveira vi hace varias glaciaciones una película con Mastroianni y creo que me quedé dormido. Dicho esto, admito que el cine es muy importante en mi vida. Y ahora las series. Pero que no os engañen: no todo lo que da Netflix es una obra maestra.
No te olvidas tampoco de las tragedias que ha provocado la ultraderecha en este país. La muerte de Lucrecia y tantas otras tropelías cometidas. Entonces corrían los años 90 y aquella muerte supuso un escalofrío que certificaba que la prosperidad no nos sacaría de la larga sombra de la derecha, aunque un tren de alta velocidad recorriera las entrañas de una región olvidada durante tanto tiempo. 25 años después, todo sigue igual, solo que ahora en lugar de descerrajarles dos tiros a los inmigrantes los mantienen a la deriva escondidos bajo la sombra que provocan los cruceros de lujo. Me alegra mucho comprobar que tu novela acuna algunas de las respuestas que nos empeñamos en desoír y me alegra aun más corroborar tu firmeza narrativa y vital a través de tus protagonistas. Son incómodos y tienen las verdades y las mentiras de todo un país dentro de sus bocas. ¿Ha merecido la pena exponerte de la manera que lo haces a sabiendas de que muchos hablarán de tu nostalgia como de una broma pesada con que intenta fastidiarnos una izquierda que se queda en escribir y pronunciar bellísimas diatribas?
Afrontar riesgos siempre merece la pena, nos salva del aburrimiento. Políticamente no soy nostálgico. Creo que todo está por construir. Eso sí, jamás compraré el eterno posibilismo socialdemócrata que se traduce en: “Si nos moderamos lo suficiente, los de arriba dejan de dar palos a los de abajo”. No, qué va, dejarán de molernos a palos si les quitamos el palo y se lo partimos en la cabeza para que no vuelvan a hacerlo. Metafóricamente hablando, ¿eh? A ver si va a venir la Audiencia Nacional y me acusa de incitación al odio.
En tu novela hay desencanto, como en casa de los Panero, cinismo útil como en un poema de Roger Wolfe. Ensoñación y planos largos, como en una película de Truffaut. Amores inagotables e inolvidables como si todas las calles de Madrid tuvieran un bar con un pianista negro y el ruido de los coches hubiera derivado en el ronco epitafio de un avión de la Segunda Guerra Mundial. ‘Cal viva’ es plástica y visual como un inaprensible cuadro de Pollock y, a la vez, tan concreta como los fusilamientos de Goya. Tu novela es una batalla cruenta contra el olvido, pero es también una balada tierna. ¿Te ha resultado difícil mantener el equilibrio narrativo entre tanta contradicción?
Supongo que Cal viva es una novela excesiva porque yo mismo soy excesivo, pero no sé escribir de otro modo. Equilibrio o desequilibrio… Da igual. Mis novelas preferidas son las novelas desequilibradas, imperfectas, esas que son pura pasión y que desafían ciertas lógicas.
Para terminar, quería preguntarte si es cierto que aún podemos seguir resistiendo tal y como Ernesto enuncia en la página 253: «Madrid permanecerá. Da igual si las conspiraciones salen bien o conducen al desastre. Madrid colgará a los traidores o los hará reyes. Quién sabe»… ¿O es tan solo una arrogante manera de defenderte? ¿O es más bien la necesidad de homenajear a Hampton Fancher y David Peoples y al fascinante monólogo que escribieron para el final de la épica ‘Blade Runner’?
Aborrezco el derrotismo. En ese punto discrepo con Ernesto. La vida sigue y la pelea nunca acaba y la posibilidad de vencer está ahí. No sólo se trata de resistir (que también), sino de tener fe en que veremos un triunfo. Siquiera parcial, porque los triunfos nunca son totales. Y en cuanto a Blade Runner, ¿qué puedo decir? Otro glorioso tópico al que siempre volver. Y ese monólogo continúa emocionándome cada vez que lo veo.
Comentarios
Por Incandenza mismo, el 08 octubre 2019
Joder, Sonia, con las preguntas!!! Patidifuso me tienes!!!!
Por Sonia Fides, el 11 octubre 2019
Y quién eres? Porque creo que me conoces y mucho!