La luz del color de Dufy ilumina Madrid
Pocas exposiciones se han visto de Raoul Dufy en España. En 1998 en Bilbao y en 1999 en el Museo Picasso de Barcelona. Ahora llega a Madrid la magnífica retrospectiva que le dedica el Museo Thyssen-Bornemisza: 93 piezas, principalmente óleos, pero también dibujos y acuarelas, así como diseños en tela y cerámicas, que reflejan con esplendor que es «el pintor de la luz del color».
“Dufy es el placer”, así, de un plumazo, lo catalogó Gertrude Stein, la mujer que en sus salones de París bendecía o denigraba a todo aquel que quisiese ser alguien en la pintura. Y esa etiqueta fue el baldón que acarreó el pintor francés toda su vida y enmascaró la calidad de su búsqueda en la pintura. En vida, Raoul Dufy (Le Havre, 1877 – Forcalquier 1953) cosechó elogios, tuvo el reconocimiento de la crítica y del público; al morir, su obra se olvidó. La historia privilegia a los artistas de combate y a él, a diferencia de Picasso, Braque o Matisse, nunca se le consideró suficientemente comprometido con la ruptura artística.
Dice Juan Ángel López Manzanares, comisario de la muestra, que a Dufy hay que verlo en orden cronológico, y así la exhibición pretende explicar su evolución artística a través de cuatro apartados: Del impresionismo al fauvismo, Periodo constructivo, Decoraciones y La luz de los colores.
En Dufy el tiempo es importante. Sus primeras obras están claramente influidas por el impresionismo de Manet o Pissarro, después por el impacto del fauvismo, cuando comprendió que el color podía tener mayor impacto visual que el movimiento, y, por último, en el ascendiente de Cézanne, al que prácticamente imita en algunas obras (por ejemplo, en Paisaje de Vence, 1908) y que le permite experimentar con la construcción interna de los cuadros. La exposición recoge también las otras técnicas que cultivó Dufy, como el grabado en madera –con los dibujos nunca expuestos hasta ahora que realizó para el primer libro de artista que se conoce, el Bestiario de Apollinaire-; con la cerámica -que realizó en colaboración con el ceramista catalán Llorenç Artigas- y la estampación de telas y tejidos. Su interés por las artes decorativas le llevó a la impresión de tejidos. No sólo dibujaba los diseños, sino que se implicaba en su producción.
Dufy fue un artista independiente que no dejó nunca de buscar nuevos medios. Eliminó la sutil línea de diferenciación entre artes mayores y menores. Pintor de caballete, acuarelista, ceramista, decorador de escenografías de teatro o diseñador de tejidos, además de ser el autor de la pintura decorativa más grande conocida, El Hada Electricidad (1937), compuesta por 250 paneles de dos metros cuadrados cada uno. Cultivó la imagen de la sencillez para deshacerse de los críticos: “La técnica no tiene ninguna importancia”, decía con falsa humildad, él que se aliaba con químicos para investigar y conseguir una pintura más fluida, más cercana al aspecto de la acuarela, decía para abundar en esa labor de despiste: “Lo que me gustaría es retorcer el cuello a la pintura”.
Y esa facilidad le condujo al purgatorio. Vivió de cerca y de lejos todos los movimientos de las vanguardias, aunque su pintura fue siempre figurativa y realista; le gustaba plantar el caballete en los paisajes que amaba y rendir así homenaje a los que captó su admirado Claudio de Lorena. Pero la modernidad de Dufy se encuentra en los temas que pintó, que nos hablan de la vida de su tiempo: las carreras de caballos, los desfiles de moda, las regatas y las fiestas. El día de 1912 en que se encontró con el modista Paul Poirot, su arte descendió a los chales, a los vestidos de las maniquíes, a las sedas. Contratado como diseñador textil por la fábrica de sedas Bianchini-Férier, de Lyon, aquella experiencia le sirvió para poner en valor el dibujo en las masas de color.
Al igual que Braque, Kandinsky o Mondrian, Dufy comenzó siendo un pintor impresionista, aunque la etiqueta que le colgaron fuera la de «pintor de la belleza»; nunca militó en la abstracción, su seña de identidad es la visión de un tiempo de vida, sin buscar el instante preciso: “Pintar es hacer aparecer una imagen que no es la de la apariencia de las cosas, sino que tienen la fuerza de su realidad”.
Raoul Dufy vivió dos guerras. Tenía 38 años, en 1915, cuando fue movilizado, pero su destino en el Museo de la Guerra hizo que pasara la contienda componiendo ilustraciones patrióticas. El avance de la invasión alemana en Francia le condujo hacia el sur, al Rosellón, donde entró en el círculo de los artistas catalanes exilados tras la Guerra Civil Española.
Dejó el impresionismo. Experimentó con el fauvismo y el cubismo, pero la búsqueda de la luz, vital para un hombre nacido en el Norte, en la gris Normandía, le hizo rendirse a los paisajes de la Provenza. A partir de 1920, Dufy encuentra su estilo de madurez, renuncia al método cubista, y se deja seducir por los colores. En esta su última etapa es un pintor figurativo que disocia el contorno de las figuras de los planos de color.
Para Dufy, como para Matisse, el color es la fuerza de la pintura, la base, el fondo. Su experiencia fauvista le ha enseñado que antes que capturar la luminosidad hay que producirla. “Seguir la luz solar es perder el tiempo. La luz de la pintura es otra cosa, es una luz distribución, de composición, una luz-color”. En la historia del arte, Dufy ha sido reconocido como el pintor del color; en realidad, es el pintor de la luz del color. Esos tonos de los que hizo su seña de identidad, como el azul que aparece en casi todos su cuadros: “El azul es el único color que en todas sus gradaciones conserva su individualidad”, decía.
“¿Por qué pinto?», se preguntaba. «Porque es el único medio de que dispongo para expresar mi pensamiento y hablar de las cosas que amo, en una palabra, para hacer algo que se me parezca”. Entre los objetivos que López Manzanares desea para esta retrospectiva de Dufy, está el de reinterpretar el optimismo de su pintura. Su obra, asegura el comisario, posee profundidad. El pintor de El Havre pensaba, teorizaba, preparaba y anotaba. Los numerosos dibujos, los cuadernos de bocetos que ha dejado dan fe de ello. “Existe lo real y lo que vemos. No son la misma cosa. Existe lo real: plano, corte, elevación. Lo que me pertenece no es eso, sino mi propia visión de lo real. Intento pintar lo que veo y lo que comprendo de las cosas”. Dufy tuvo además el gran acierto de desarrollar secuencias temáticas en sus cuadros, motivos figurativos que repite una y otra vez: bañistas, ventanas, sabios, contenedores, pescadores, canotiers… Un guiño a las técnicas de la ilustración, al grafismo. Un pintor de instintos, que volverá una y otra vez a plasmar los mismos motivos, no para copiarlos, sino para interrogarse acerca del sentido de su pintura. “La historia en sí misma no importa; lo que importa es la manera de contarla”.
Dufy fue siempre un pintor de la objetivo, jamás de la ilusión. Sus pinturas son estudios de la realidad a partir del microcosmos. No era el pintor frívolo que satisfacía al ojo del comprador burgués.
Cuando le atacó la enfermedad, la poliartritis que se le detectó en 1937, Dufy encontró consuelo para sus dolores en la música. Si Renoir pintaba al final de su vida del natural, con los dedos como muñones por la artrosis que padecía, Dufy se vuelve más introspectivo. “Pinto, naturalmente, pese a mis dolores. Pinto orquestas, conciertos, cuartetos y sinfonía en todos los colores”.
¿Qué color piensan que tiene una obra de Mozart? Dufy cree que rojo, un tono violento, apasionado, sonoro. Tonal. Enganchado a una de las célebres frases del escritor Rochefoucauld que dice cómo al sol y a la muerte no se les puede mirar de frente, Dufy estudia el negro como representación de la máxima luminosidad. En su serie del Carguero negro, la sensación que quiere transmitir es la de calor, una luz que ciega y que vibra como el metal de las grandes orquestas. Atrás ha dejado el mundo de las cosas que no se ven y los juegos de interior-exterior, como en Ventana abierta, Niza (1928), y se centra en esas masas negras que convocan a la muerte. “He hallado», dejó escrito, «lo esencial de mi pintura en el camino y en la búsqueda”.
Tenía razón Matisse cuando al conocer la muerte del pintor dijo: “La obra de Dufy siempre quedará”.
La exposición de Raoul Dufy puede verse en el Museo Thyssen-Bornemisza desde el 17 de febrero al 17 de mayo.
Comentarios
Por Pau, el 17 febrero 2015
¡Muy interesante!