Suárez Londoño, el obsesivo ‘monje’ pintor de los papelitos pequeños
“Vive encerrado en su mundo«, escribió Héctor Abad en El Espectador de Bogotá, «y en su metódica rutina de monje. Nada al amanecer, almuerza al mediodía, se come algo al ocaso. El resto de su tiempo, salvo pocas horas de sueño, está sentado frente a un escritorio, como un obseso, y llena con sus dibujos papelitos de todo tipo... Casi nunca los vende; a veces los exhibe”. La Casa Encendida de Madrid presenta la primera exposición antológica de José Antonio Suárez Londoño (Medellín, 1955), Muestrario, que coincide con la celebración de la Feria ARCO, que tiene este año como país invitado a Colombia.
Si hay un lugar donde todo se encuentra simultáneamente, ése son las libretas de dibujos de Suárez Londoño. Todo está en ellas: el control del tiempo, el afán del presente; autorretratos, revoluciones, Jacob y el Ángel, el clasicismo, la botánica… Es enciclopedista y tan minucioso que no hay detalle que se le escape. Los que conocen su obra sostienen que sus dibujos son como susurros al oído. La serie 365, que realizó en 1994 y 1995, a dibujo por día, sentó el precedente para sus cuadernos anuales. La idea partió de contar un año a través de la escritura de Héctor Abad Faciolince y los dibujos de JASL, tal como él firma, pero la constancia de José Antonio Suárez Londoño ganó a la del escritor, que abandonó a medio camino. “Vive encerrado en su mundo», escribió Héctor Abad en El Espectador de Bogotá, «y en su metódica rutina de monje. Nada al amanecer, almuerza al mediodía, se come algo al ocaso. El resto de su tiempo, salvo pocas horas de sueño, está sentado frente a un escritorio, como un obseso, y llena con sus dibujos papelitos de todo tipo… Casi nunca los vende; a veces los exhibe”. Es el mejor retrato que se haya podido hacer de este artista, fuerte, amable, un tanto socarrón y bastante tímido, con una mirada dulce que se esconde tras los cristales de sus gafas que todo lo ven. Suárez Londoño ilustró durante años el magacín dominical de El Espectador de Bogotá y produjo algunas de las mejores portadas que se han visto en la prensa.
Jamás tiene la cabeza quieta, ni la mano. Esa vida de monje le conduce a dibujar como un poseso, recuerda en sus trazos los libros que le marcan y los seres humanos con los que se cruza. Su producción es mastodóntica. Todo lo guarda. Uno se lo imagina en una casa abarrotada de libretas, con bolsas llenas de dibujos debajo de su cama. Tanto le cuesta desprenderse de sus obras que dice que es como si perdiera a sus hijos. “Lo que se expone aquí es la punta del iceberg de lo que tengo. Me he dado cuenta de que ya me puedo jubilar, pero esto es una milésima parte de lo que tengo”. Aunque le duele vender, le gusta mostrar tu obra: “Pues sí. Uno es muy narciso. Tengo muy mala fama, pero me encanta. Aunque para mí es complicadísimo, durísimo, separarme de estos hijitos”.
El primer cuaderno de lecturas lo dedicó en 1997 al libro de Brian Eno A year with Swollen Appendices. Después le tocaría el turno a Paul Klee, Rilke, Sam Shepard, Salvador Pániker, W. G. Sebald y Patti Smith, a la que considera su amiga y con la que se cartea. En total, más de 65 cuadernos y 5.000 dibujos. Estos cuadernos, The Yearbook, se exhibieron en 2012 en The Drawing Center de Nueva York.
A Suárez Londoño siempre le ha gustado copiar del natural. Tiene un grupo de dibujo, Taller7, los viernes en Medellín, una suerte de academia, algo que él rebate: “Pero yo allí no enseño, todos dibujamos. Yo opino, pero no voy enseñando. Es una tertulia donde va la gente que le gusta dibujar. Dibujamos retratos. Yo poso, otros también. Los 30 minutos más largos de la existencia es cuando haces de modelo. A veces me dan ataques de risa. Y ahí se nos va todo el día. Empezamos a las 10 de la mañana hasta las 5 de la tarde. Pero es una delicia. Hay gente muy joven y hay panaderos, dueños de restaurantes, niños, artistas, matemáticos. Soy muy metódico, muy encerrado y así salgo de mi casa, de la cueva, un ratito. Voy al centro, que tiene su peligrosidad, pero me encanta ver gente distinta y hablar con los muchachitos”.
Hace unos años la Universidad de Colombia le invitó a dibujar los yesos de la colección que formó el artista colombiano Roberto Pizano, reproducciones de obras clásicas compradas en el Museo del Louvre y el British Museum, y de ahí nació la pasión por la Academia. Qué delicia observar sus dibujos de bustos, de esculturas antiguas.
Todo en Suárez Londoño se convierte en dibujo. Cuando viaja tiene una inmejorable excusa para trasladar al papel lo que ve. Cargado de rotuladores y sus libretas Strathmore que compra en Estados Unidos, empieza a dibujar ya en el avión. “A mí no me da miedo viajar, pero me aburro mucho y encontré el sistema de hacer unos dibujos muy complicados”. Enseña su libreta de viaje número 17 y muestra una página llena de puntitos que dan vueltas y vueltas hasta hacerse masas negras o rojas. “Tienen vida propia. En realidad lo que hago son planas, como en el colegio. No he salido de allí”, dice con retranca.
Yara Sonseca, comisaria de la exposición Muestrario, comenta lo que hay tras algunas de las obras del artista que esconden la violencia de décadas en Colombia entre guerrilleros y narcotraficantes. Detrás del dibujo de un blanco vestido infantil está el dolor de una niña que lavaba su ropa una y otra vez para borrar la sangre. Él explica cómo “aunque no me acuerde, siempre en cada dibujo hay una historia. Detrás de ese pajarito puede haber una historia de una violencia atronadora. Cuando dibujo, casi todo se me olvida después. Si yo veo una foto y me impresiona, hago un dibujo. Recorto de periódicos y revistas. Y tengo infinidad de ellos. La mayoría se quedan sin dibujar. Las pongo en sobrecitos y me olvido”.
En el currículum del artista se menciona que estudió Biología: “Yo en el colegio era muy rarito, el payaso de la clase, y decidí que iba a estudiar Veterinaria. Cuando entré en la facultad, me di cuenta de que no había delfines y tortugas, que era lo que me gustaba, sino perros destripados y trozos de vaca; me cambié a Biología. De esos años me quedó la Botánica, el interés por las plantas, que se ve cantidad en los dibujos. Me encanta dibujar animales”.
Acabó estudiando en Suiza Bellas Artes durante siete años. A su padre lo nombraron diplomático y toda la familia se trasladó a Ginebra. Recuerda que siempre dibujó, desde pequeño. “Ahora dirían que era autista, pero el ambiente artístico, ser artista, no sé lo que es”. En 1984 concluyó sus estudios en la Escuela Superior de Arte Visual en Ginebra. “Me volví suizo. Yo, que venía de la universidad más violenta de Colombia, donde todo todo era guerrilla, revolución, allí encontré orden”. Testarudo, nunca quiso salirse de los márgenes de sus libretas. Explica cómo una vez en la escuela le pusieron delante de un gran lienzo y empezó a hacer dibujos enanos en un extremo. Le dejaron por imposible: “Debo tener algo en los ojos que me hace verlo todo chiquito”.
Aquel orden metódico ha conformado su vida. Repite sus rutinas obsesivamente. Por ejemplo, cada mes de enero se autorretrato durante 12 días en una suerte de cabañuelas, ese método tradicional de predecir el tiempo los primeros días del año. Él lo hace para pronosticar cómo se va a sentir el año entero. Y ahí va otra obsesión. El 19 de cada mes, Suárez Londoño dibuja pequeños retratos de Degas para recordar el nacimiento del pintor, un 19 de julio de 1834. El artista hace suyo el lema de Degas: “No hay ningún arte menos espontáneo que el mío. Inspiración y espontaneidad me son desconocidos; hay que repetir el mismo tema diez, incluso cien veces”.
Como se deduce, Degas es su ídolo, su mito. “Yo quería ser Egon Schiele, después Toulouse-Lautrec, y cuando vi que este era el hijo de Degas me dije: yo quiero ser el padre de Degas. Cada vez me gusta más. Cuando estoy tonto, miro sus libros de dibujos y se me pasa todo”.
Durero, Goya, Rembrandt. Hacia ellos mira JASL en su pasión por el grabado, el aguafuerte. Lo practica, cómo no, con orden y método. Dedica dos días a la semana, los martes y los miércoles, a esta técnica. El martes por la tarde dibuja la plancha, y los miércoles la imprime. Mientras aguarda el grabado, aprovecha para hacer otra plancha nueva que esperará al martes siguiente para terminarla.
Y les cuento otra de sus fijaciones, la de los sellos. Talla en las gomas de borrar unos exlibris, camafeos maravillosos. “Todo empezó cuando yo estaba en Suiza. Escribía muchas cartas y empecé a inventar sellos, países. Observé que en la oficina había una máquina de matasellos y también me fabriqué uno. Así comencé. Es como el que se enchanga a la heroína. Ahí la jodí. Es una adicción que me impulsa a comprar gomas sin parar. A mi madre le robé un pelapatatas, y con eso sacaba tajaditas de los borradores”. Los modela, con paciencia y maña, como si fueran letras de plomo de las que se usaban en las imprentas.
El gusto por esas gomas Milan blancas con olor a colegio lo ha trasladado a la enseñanza. Da cursos sobre sellos y durante su estancia en Madrid impartió uno de ellos en La Casa Encendida. Un grupo de 15 personas, todas mujeres menos dos hombres, asistieron a su clase y armados de bisturí aprendieron su técnica para tallar sellos: “Les advierto que se harán adictos», decía, «y cuando salgan de este taller correrán a comprarse miles de gomas”. Como profesor es paciente, delicado. Ni siquiera se burla cuando observa cómo la periodista, aprendiz sin éxito en su clase, escarba en la goma de borrar como si sacara patatas de la tierra más seca.
Su visita al Museo Sorolla de Madrid le dejó el poso de querer pintar óleos. “Cuando sea mayor seré pintor de paisajes, en pequeñito, claro. Quiero pintar con esa mayonesa, esa mostaza de óleo, como hace Sorolla. Pero no soy capaz. Cuando la gente ve lo que hago, dicen qué paciencia, pero yo para pintar no tengo paciencia. No puedo esperar a que se seque una capa y otra. La cabeza no me da. Lo que hago tiene que ser inmediato. Me gusta ver los morritos del dibujo crecer, lo hago en papelitos que guardo debajo de la cama en una bolsa de plástico. Miles de dibujos que no me estorban. Pero sé que cuando esté un poquito más viejito voy a hacer pintura de alguna manera. Me lanzaré al óleo”.
Sus pequeños dibujos no miden más de 15 o 20 centímetros, el tamaño de sus libretas; en el caso de su serie 365 son aún más diminutos, 9 por 5 centímetros. Unos recrean escenas, otros surgen sin saber el porqué. Sus cuadernos se llenan de manchas de color, como pantones, cuando prueba tintas. También escribe. Y mucho. Canciones, noticias, refranes. Al lado de los dibujos anota a veces frases incomprensibles: “Son cosas automáticas, escribo e insulto a políticos, son cosas de una vulgaridad tremenda. No quisiera que mi mamá leyera eso”. Son su mejor terapia para desahogarse; psicoanálisis de rotulador. Le hace gracia ver a los espectadores doblarse en dos, adoptar extrañas posturas intentando leer sus enigmáticas frases: “Si uno pone unas letras en el dibujo, la gente se va para las letras inmediatamente”. Cultiva ese hermetismo que ha hecho difícil conocer su obra, pero su escuela ha calado en los jóvenes artistas de Colombia y sus dibujos son cada día más buscados, más cotizados. Háganme caso, no pueden perderse este Muestrario de Suárez Londoño.
La exposición ‘Muestrario’, producida por La Casa Encendida de la Fundación Montemadrid, en colaboración con el Museo de Arte Moderno de Medellín y el CAPC de Burdeos, puede verse en La Casa Encendida de Madrid hasta el 5 de abril (www.lacasaencendida.es).
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