Festival Mediterráneo de Tetuán: cineastas con hambre de luz
El Festival Internacional de Cine Mediterráneo de Tetuán celebra esta semana su 21 edición en esta maravillosa ciudad marroquí de la luz. Una buena oportunidad para repasar el cine que se hace en torno al Mediterráneo. Allí hemos ido a ver interesante cine español, turco, tunecino, palestino, francés; y sentir más cerca el sufrimiento de los animales, de las mujeres, de los poetas, de los chicos de la calle.
La luz de Tetuán se parece a la de California, o a la de Almería. Blanca blanquísima. Destella, como la pantalla inmensa del cine Avenida, mítica sala que los marroquíes admiran y que nos recuerda que algo bueno dejaron los tiempos del Protectorado español en este lugar. Y emerges de la oscuridad de la Salle Espagnol o del mismo Avenida y ves los edificios blancos, más blancos, si cabe, contra la montaña, y piensas que esto podría ser España (Granada, como le dicen algunos, “la pequeña Granada”) o cualquier pueblo al sur de Despeñaperros. No se parece al resto de Marruecos Tetuán, porque aún hay mucho aquí de aquella capital del Protectorado (1912-1956) de la que Franco se retiró a regañadientes.
Con esta claridad no podría uno imaginarse mejor ciudad para un festival de cine al que los realizadores de ambas orillas del Mediterráneo acudan con su eterna hambre de luz. Con esta arquitectura mezcla de colonia española, judería mora y espiral bereber, nadie quiere irse de Tetuán, o todos queremos volver. Eso explica, quizá, que el Festival International Cinéma Méditerranéen Tétouan (del 28 de marzo al 4 de abril) transite por su 21º edición, con aliento y sol que inaugura la primavera.
Hay olor a flor de naranjo, a azahar (tal como se las nombra en árabe y en castellano) y visitantes que solo se dejan caer por marzo/abril: son los argelinos, egipcios, franceses, italianos, españoles, turcos y tunecinos que presentan sus películas, o periodistas que vienen a cubrir el festival, o funcionarios del área de cine de los ministerios de Cultura. Vecinos en todos los idiomas, pero el español omnipresente en los “buenos días” de los taxistas y los carteles de los nombres de los bares y los hoteles (como en la vecina Tánger). Sin duda, estamos en el norte de Marruecos, en el orgulloso norte mediterráneo de este país que empieza por el sur en el Sáhara. No hay camellos aquí, o son importados, y sí burros en la zona rural.
Entonces, ¿qué hay del cine? Mucho, y de tan diferentes intenciones, calidad y preocupaciones que no resulta fácil compilar (además de una competencia de cortos, otra de largos y otra de documentales, así como clases magistrales y mesas redondas por las mañanas).
A saber, el cine español que va llegando aquí habla de la crisis y de las reflexiones que ella conlleva (por caso, La isla mínima, que inauguró el Festival, con un alegato de su productor en favor de revisar aquel pasar de página rápido en la Historia y los apaños de la Transición). Durante las primeras jornadas del festival se vio, además, la interesante Los fenómenos, de Alfonso Zarauza, “una película atlántica”, con luz de lluvia, sobre la especulación inmobiliaria en Galicia, y como protagonistas, los excelentes Lola Dueñas y Luis Tosar.
Otra cinematografía a la que nunca hay que perderle pisada es la turca, que ya tiene unas señas de identidad bien particulares (y no solo porque existan cineastas inmensos como Nuri Bilge Ceylan o Fatih Akim, de quien aquí se vio The cut). En competición, disfrutamos (o padecimos la potencia de) Sivas, de Kaan Müjdeci, ambientada en la Anatolia profunda, donde los niños entrenan perros de combate para que sus machísimos padres gocen y apuesten, a sangre y dentelladas. Una película casi animalista –si no fuera por la expresiva mirada de Aslan, el niño– que elige el punto de vista de patos y perros, con la cámara siempre en movimiento y a ras del suelo, a la altura de los ojos de las bestias. ¿Cómo será como las bestias, sufrir como ellas?
Sentir como las mujeres, en cambio, propone una francesa –cómo no– en Fidelio, l’odysée d’Alice. Lucie Borleteau es una directora nacida en 1980 que realmente promete. Su protagonista es una marinera que deja en tierra a un hombre y se embarca con otro, y otros. Sensibilidad provocadoramente femenina para un debate servido en cualquier lugar…, pero resulta que estamos en un país musulmán, y lo que las mujeres cuentan en el espacio público y lo que los hombres saben sobre lo que las mujeres sienten está escrito apenas en un pequeño espacio al margen del discurso dominante. Interesante, sin duda, contar con un foro para debatir estas historias psicologistas tan francesas y descubrir lados ocultos femeninos con periodistas egipcios, argelinos y marroquíes. Si hasta parece que Borleteau se hubiera inspirado en aquellos esbozos brillantes sobre la mujer que trazó Lars Von Trier en Rompiendo las olas.
Los palestinos llegan con sus historias desiguales sobre el muro y la guerra pertinaz. Con mayor o menor puntería estética, el cine de Medio Oriente nos ayuda a ir entendiendo pedazos de vida cotidiana de esos lugares para nosotros en permanentes llamas o lluvia de piedras y misiles. De Marruecos, ecos de la persecución política de los años 70: La moitié du ciel, de Abdelkader Lagtaâ, sobre la vida, prisión y resistencia del poeta Abdellatif Laabi; y un documental sobre el trabajo que unos artistas de circo hacen con la energía desbordante de los chicos de la calle de la ciudad de Salé, la vecina pobre de Rabat. De Argelia, otro documental, que firma Rachid Oujdi, que hay que ver: una historia de chibanis entre las dos orillas de este mar Mediterráneo que une y desune. Chibani es el apelativo para aquellos inmigrantes magrebíes que trabajaron toda su vida en Francia, con contratos precarios, y hoy se han jubilado en la miseria.
Luego están los experimentos, como el del tunecino Jilani Saidi, que elige contar una historia de amor delirante y, de fondo, el audio del debate parlamentario sobre la nueva constitución de su país, con una cámara GoPro (de esas que se usan para deportes extremos, empotradas en vehículos o cascos, que graban en alta definición con un objetivo gran angular). O sea que el resultado es una historia en ojo de pez, con lógica pez y un color simbólico, el violeta, para dar cuenta de lo retrógrado del pasado de ese hermoso país con mezquitas y lleno de gente con ganas.
El Festival, en fin, y premios aparte, seguirá defendiendo que las grandes salas de los tiempos españoles sigan en pie, proyectando cine en pantallas de verdad. Huele a azahar Tetuán y parece que por fin la primavera va llegando al norte de África, al sur de Andalucía.
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