Río Magdalena, viaje al corazón de Colombia
El autor, que se despide hasta septiembre, recuerda en este texto al hispanista inglés Michael Jacobs, a quien conoció en las Alpujarras en 2008 y que falleció en 2014. Su último libro, El ladrón de recuerdos, acaba de publicarse en español, y Jacobs cuenta en él su viaje remontando el conradiano río Magdalena de Colombia poco antes de morir. García Maldonado lo recomienda y traza coincidencias en su relación con Colombia.
Hace diez años fui a las Alpujarras, Granada, para hablar en un congreso sobre Gerald Brenan. Yo había publicado una obra de teatro inédita del escritor y la presentaría en conversación con el albacea literario de Brenan, Carlos Pranger. El hispanista inglés había vivido en la zona en varias épocas, la primera en 1919 tras participar heroicamente en la Primera Guerra Mundial, y las charlas tenían lugar en Pitres, cerca de su última casa en la región, en Mecina Fondales. La jornada inaugural fue en Yegen, donde un fotoperiodista insistió en hacernos una fotografía a varios de los participantes en la escalera de la primera casa de Brenan. Es una foto que conservo enmarcada desde que uno de los que aparecen en ella murió de forma repentina. Había entablado una cambiante amistad, no exenta de desencuentros pero siempre sincera, con el traductor Miguel Martínez-Lage desde aquellas jornadas, y su fallecimiento en 2011 me conmocionó.
Recuerdo de esos días las conversaciones que mantuve con varios participantes, como el escritor y exbatería del grupo Génesis Chris Stewart, que había vendido miles de ejemplares de Entre limones, donde narraba su propia experiencia alpujarreña. Stewart y Pranger también aparecen en la foto, junto con el profesor Antonio José López y el poeta y ornitólogo Harry Eyres, que se alojaba en mi mismo hotel y se pasó los tres días que estuvimos allí recordándole a la recepcionista lo «disappointed» que estaba por el hecho de que su habitación no diera a la montaña en vez de al valle, supongo que para ver algún pájaro con sus binoculares. «Si precisamente lo hemos hecho por mejor», me decía invariablemente la amable señora negando con gesto de «lo que hay que aguantar». Se lo explicaba en vano y le decía que ya no había opción de cambiarlas porque el pequeño hotel estaba lleno.
Por último, destaca en la foto un amable señor de barba blanca que sujeta una libreta. Apenas hablé con él un día, en el que conversamos por la mañana y por la noche sobre América Latina. Yo había vuelto de vivir mi primera temporada allí, y él se mostraba muy interesado. Otro de los participantes, exquisito traductor de Samuel Beckett, me contó que se trataba del hispanista, escritor y viajero inglés Michael Jacobs. Por la noche, con la confianza que dan varias cervezas encima, me contó que vivía en Frailes, un pueblo de Jaén, y que estaba amargado con una discoteca que le habían puesto en los bajos de su casa, que estaba pensando en cambiar de aires. No sé en qué quedó aquello, porque lo cierto es que cuando volví a saber de él, en 2014, fue para enterarme de que había muerto. Y no por causa del ruido.
Era joven, al menos para nuestros días. Había nacido en 1952, fruto del matrimonio de un oficial inglés de inteligencia destinado en Sicilia con una actriz lugareña. Imbuido de ese espíritu viajero y abierto inglés que hoy tanto añoramos en la era del Brexit, había dejado pronto de lado la idea de doctorarse y se vino a España. De su experiencia en Frailes, por donde pasaron personajes como Sara Montiel o Cees Nooteboom, da cuenta en La fábrica de luz. Cuentos desde mi pueblo andaluz. Además, era experto en arte y un admirador ferviente de la cocina española, a la que dedicó libros como Andalucía o Between hopes and memories: A Spanish Journey. Lo que no sabía era que su interés por América Latina ya se había traducido en libros que leería años después, como Ghost train through the Andes y The Andes. Era un hombre de aspecto bonachón y tímido, y recuerdo que reparé en que no manejaba el español con demasiada fluidez tras tantos años aquí. Pero no era algo especialmente sorprendente para un malagueño como yo, acostumbrado a hablar a los británicos en su lengua incluso en los bares más castizos.
Colombia y el ‘conradiano’ río Magdalena
Me enteré de su muerte en Colombia. Yo vivía en Bogotá entonces y la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano de García Márquez, con algunos de cuyos miembros tenía amistad, me envió un email general en el que lamentaban el fallecimiento. Posteriormente mencionaban la creación de un premio en su memoria y con su nombre que reconocería y financiaría proyectos literarios relacionados con la crónica de viajes. Estuve tentado de presentarme alguna vez, pero no tenía tiempo, y en algún punto, tampoco ganas. Ya empezaba a acusar la fatiga de viajes que ya he mencionado aquí alguna vez.
Me sorprendió que hubiera una vinculación tan fuerte entre la Fundación y aquel hispanista de mirada cálida y algo retraído que yo había conocido en las Alpujarras en 2008. ¿Por qué un inglés centrado en la península, residente en Frailes, Jaén, era tan querido en Colombia? No he obtenido la respuesta hasta ahora, de forma inesperada. No es que hiciera muchos esfuerzos por buscarla durante estos años, es cierto, porque desde aquellas jornadas no dejé de viajar de un lado a otro, sobre todo en América Latina, y mis preocupaciones estaban en otros asuntos.
La elegante editorial La Línea del Horizonte acaba de publicar en español El ladrón de recuerdos. Viaje por río a través de Colombia, en traducción de Martín Schifino, publicado originalmente en 2012 y del que no tenía noticia. En él, escribe Jacobs sobre Colombia: «No visité el país hasta 2007, pero entonces tuve la sensación inmediata y desconcertante de haberlo conocido casi toda la vida, en gran parte porque me recordaba la España de la que me había enamorado al comienzo de mi adolescencia». Durante la lectura he calculado fechas y el proyecto de este, su último libro, estaba cuajando durante su visita a las Alpujarras en la que coincidimos.
El libro narra su fascinación por el río Magdalena, desde su desembocadura en Barranquilla hasta el interior de Colombia. Un interés inducido por la lectura apasionada de un Gabriel García Márquez que es otro personaje más de esta crónica fluvial. Jacobs narra su encuentro con el escritor en 2010 en el Hay Festival de Cartagena de Indias, y contrapone los rumores sobre la pérdida de memoria que ya circulaban sobre el Nobel de Literatura con el Alzhéimer que se llevó a su padre y la demencia senil que en esos días padecía su madre. El libro es, además de una crónica de viaje que remonta el Magdalena –uno de los más conradianos ríos de América Latina–, una generosa indagación en la memoria de sus padres, a la que accede con dolor a través de sus recuerdos y del diario que dejó su padre.
El título del libro hace mención y homenaje a sus padres, a sus recuerdos, pero también a la función de la literatura a la hora de crear todos esos paisajes en su memoria, presentes antes de que pusiera el pie en ninguna de las barcazas con las que remontaría después aquel río maltratado. Dice Jacobs que «el Magdalena era un río sumido en contradicciones. Había inspirado pioneros estudios de botánica, contribuido a crear el realismo mágico y alumbrado mucha de la música más exuberante del mundo latino. También había sido el azote de los primeros viajeros, el foco del periodo de los disturbios civiles conocidos en Colombia como La Violencia y el escenario de tal deforestación y contaminación que había acabado convertido en un embarazoso testimonio de la destrucción del planeta».
El ladrón de recuerdos tiene varios arcos temporales, y es una mezcla de géneros: memorias, viajes, historia, con ese particular estilo inglés tan hábil para encontrar en lo aparentemente anecdótico algo que retrata un país, una época. Inevitablemente, nos rebelamos contra las muertes tempranas y trágicas, como hace el propio Jacobs a la hora de buscar metáforas a las de sus padres. Juega con la idea de que su padre era un consumado diarista porque intuía que algún día perdería la memoria. Ingenuamente, pienso que quizá Michael Jacobs, admirador de García Márquez desde su juventud, intuía su final y por eso decidió ir a conocer no la fuente donde nacía un río, sino la de su propia vocación literaria.
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