Chernóbil: 33 años de un fantasma asesino (y le quedan siglos)

La sala del reactor que sufrió el accidente en Chernóbil. Foto: Andreas S. / Flickr Creative Commons.

El 26 de abril se cumplieron 33 años de una de las mayores catástrofes conocidas en el mundo, la explosión en el reactor número 4 de la Central Eléctrica Nuclear de Chernóbil, en la actual Ucrania. Dejó un rastro de nefastos augurios. Tantos años después, ese fantasma de la radiactividad -al que en 2011 se sumó el de Fukushima, en Japón- sigue vivo. Amenazas reales que duran ‘casi’ una eternidad para nuestras medidas del tiempo y de la vida, y que han hecho que el mundo se interrogue aún con más fuerza sobre los costes humanos de la energía nuclear. Repasamos algunos de los testimonios más estremecedores de las víctimas.

Una de las primeras reacciones frente a lo nuclear que se conocen vino de la mano de Greenpeace, que en 1993 denunció la hasta entonces práctica generalizada de verter residuos radiactivos en alta mar. En consecuencia y gracias a la difusión de unas violentas imágenes (que nos recuerdan al reciente episodio de la Guardia Civil contra activistas movilizados frente a un buque de Repsol en Canarias), Naciones Unidas fue incapaz de resistir la avalancha mediática y firmó un tratado prohibiendo este tipo de acciones. En palabras del editor jefe de Greenpeace, Mike Townsley, hasta esa fecha “el mar era considerado el gran basurero del mundo”.

Hay que remontarse a 1942 y al Proyecto Manhattan, el ambicioso plan de desarrollo productivo de energía nuclear iniciado por el Ejército norteamericano bajo la administración Roosevelt, en Hanford (California), donde se construyeron en mitad del desierto 9 reactores y 5 fábricas de plutonio. El campamento estaba compuesto por más de 50.000 personas. El resumen es que EE UU construyó un campamento nuclear junto al río Columbia sin reparar en el riesgo que entrañaba hacerlo en una zona poblada, pero, aun así, siguió desinformando a los ciudadanos. Muchos investigadores demostraron que las aguas del río están altamente contaminadas, pero a la desmemoria y el despotismo político no hay forma de exterminarlos.

Postcards from Pripyat, Chernobyl from Danny Cooke on Vimeo.

Aunque para Chernóbil este dato sea prácticamente irrelevante, quién sabe si una concienciación a tiempo no hubiera evitado la desgracia. Sus antecedentes estaban en otro lugar, concretamente en la ciudad de Ozersk, una zona cerca de los Urales, donde en 1957 se produjo la explosión de una planta nuclear que liberó gran cantidad de residuos. Rusia lo silenció. Tuvieron que transcurrir 20 años para que un disidente soviético, Jaures Medvedev, alertara a la comunidad internacional desde su exilio político en Londres. Tampoco la democracia británica fue capaz de proteger al biólogo ante la amenaza de caer en saco roto y lo desmintió frente a la opinión pública, reacción secundada por la CIA que, en palabras del propio Medvedev, también lo sabía y sin embargo decidió mantenerlo en secreto por temor al debilitamiento del incipiente mercado nuclear. Más de 200 muertos, cerca de 300.000 personas expuestas y 10.000 evacuadas no fueron suficientes para que los principales órganos rectores en materia nuclear (Reino Unido, Francia, Japón, Rusia y Estados Unidos) hicieran algo al respecto, sino que habría que esperar al abismo de Chernóbil, con unas cifras obscenamente incomparables, para que los gobiernos se concienciaran de la magnitud de la tragedia. Mientras, la planta Mayak quedó obsoleta. Algunos vieron truncada su suerte y no pudieron escapar; padecieron enfermedades cardíacas imprevistas, diabetes, cáncer de tiroides, paludismo, leucemia. Aunque la mayoría prestó su ayuda en un alarde de patriotismo, un reguero de negligencia política los arrojó a la tumba. El fantasma, el enemigo invisible. Después vino el dilema del almacenamiento. Cómo guardar una materia casi infinita capaz de sobrevivir al ser humano. Cómo hacerlo para preservar la especie humana. Éric Gueret fue quien puso en conocimiento estas cuestiones en un documental que dio la vuelta al mundo en 2009. Pero Chernóbil es otra cosa.

Chernóbil convertida en una ciudad fantásma. Foto: Carl Montgomery / Flickr Creative Commons.

Chernóbil convertida en una ciudad fantasma. Foto: Carl Montgomery / Flickr Creative Commons.

Autos de choque abandonados en Chernóbil. Foto: Carl Montgomery / Flickr Creative Commons.

Autos de choque abandonados en Chernóbil. Foto: Carl Montgomery / Flickr Creative Commons.

Noche del 25 al 26 de abril de 1986. Una y media de la madrugada. Una fuerte explosión hace temblar la tierra en 30 kilómetros a la redonda. Una flama de vapor iridiscente compuesta de rojos, amarillos y verdes se dispersa en el cielo. En contra de lo que algunos testigos creen, no se trata de Dios que ha venido a salvarles. Es la primera huella de la mayor catástrofe de la historia o, como asegura la OMS, la peor amenaza contra la salud pública desde que el mundo ha sido mundo. El reactor número 4 libera una cantidad de energía 500 veces mayor a la de Hiroshima, 50 toneladas de uranio, 700 de grafito. La gente no sabe. Prípiat está sumida no sólo en el desconocimiento, sino en la desorientación. Las familias dudan. Se produce un paroxismo agónico, desconocen si los suyos están bien, si todos han vuelto a casa o si los trabajadores de la central siguen con vida. Nadie sabe nada. Todo se desenvuelve como en esa turba de gas multicolor que compite con el firmamento: liquidadores engañados, ciudadanos desinformados, niños sin educación, sin futuro, familias desterradas sin explicación. Así lo recogió Svetlana Alexievich en un libro estremecedor, nada fantástico y una verdadera pesadilla para quien lo vivió, pero que a día de hoy sigue siendo el mejor documento que existe sobre el mundo alrededor de la catástrofe, Voces de Chernóbil. Crónica del futuro (Penguin Random House, 2015). Veinte años de testimonios narrados en primera persona o en diálogo con la autora, cuyo propósito no fue otro que informar de una realidad polisémica en la que caben distintas reacciones ante la desgracia, y en donde uno puede reconocer la razón íntima de cada causa y los motivos que llevaron a todos a actuar de una determinada manera. Parecía que tanta fealdad no era posible.

En ese sentido, una de las primeras medidas fue evacuar a las familias expuestas. Cerca de 80.000 hectáreas quedaron inoperativas. La producción de hortalizas o cereales cesó por completo. Los agricultores seguían sin saber por qué demonios no podían llevarse un balde, un martillo o una azada. Para ellos, vivir era la rutina del koljós. Una rutina basada en la tierra, la misma que había sido envenenada. La imagen tuvo que ser desoladora: campos cuyo grano insalubre no permitía la vida y que, sin embargo, en los primeros meses florecieron con una exuberancia insólita. Ellos no se lo explicaban y tampoco lo entendían, pero la naturaleza también tiene sus contradicciones.

Campaña de Cruz Roja.

Campaña de la Cruz y Media Luna Roja.

Reactor4

Cuando la ONU menciona el grado de exposición, no contempla la posibilidad de que las enfermedades degenerativas puedan evolucionar, pero ahí tenemos varios testimonios, como por ejemplo el de un soldado, que cuenta cómo tiró toda su ropa al volver a su casa, todo excepto una gorra que su hijo le pedía con insistencia. Le gustaba esa gorra, y el soldado no pudo negarse ante el capricho de la criatura. Se la dio. Todos los días la llevaba puesta, le encantaba imitar a su héroe, era su padre. Al cabo de los años, el chiquillo murió de un tumor cerebral.

Los informes oficiales coinciden en los aspectos a tener en cuenta, pero se contradicen hasta la extenuación. Pónganse por un momento en la piel de una sola víctima. Por un lado está la cifra de muertos, los reales y los hipotéticos, por otro el índice de personas expuestas a la radiación, y por último la previsión de contraer enfermedades con el paso del tiempo. Dependiendo de las fuentes que manejemos, obtendremos unos resultados que fluctúan en base a (inserte aquí la sospecha) la intención política. Mientras la ONU, como buen mercader que es, tiende a suavizar el problema y con él sus números, Greenpeace alerta sin remilgos sobre el alto riesgo de seguir padeciendo su tortura, la de Chernóbil. La OMS parece mantener la neutralidad, informando con precaución (pero sin desvelo) de las posibles consecuencias y ofreciendo, sin salirse del tiesto, resultados contrastados. Pero la cantinela sigue, y no hay mejor modo de derrumbar estadísticas que con la voz en la mano.

De Evangelio la noticia tuvo más bien poco; sin embargo, Nikolái atribuye la tragedia a la profecía de San Juan, cuando el evangelista narra que Dios cubrió tres cuartas partes de la Tierra con un ajenjo que amargó las aguas y todos perecieron en ellas y por ellas. Chernóbil -casualidad o vaticinio- significa «ajenjo» en ucraniano: “Todo está escrito en los libros sagrados, pero no sabemos leer”. Confiesa que incluso los milicianos le golpearon la cabeza por ir dando tumbos en soledad. Por eso indica a Alexievich con gravedad: “Escriba usted: Nikolái, siervo de Dios. Ahora ya un hombre libre”.

AlexievichLiudmila Ignatenko, esposa de un bombero fallecido. Su marido enfermó y ellos fueron evacuados. Ocultó el embarazo por miedo a ser trasladada y mantuvo la compostura durante meses para pasar desapercibida. Pasaron semanas y su marido fue empeorando mientras ella, misteriosamente, seguía teniendo una salud estable. A juzgar por la transcripción que hace Alexievich, su voz se detiene a menudo, a veces llora desconsolada. Y es que no es para menos. Los médicos tenían el diagnóstico: nada de la radiación a la que había estado expuesta había hecho mella en ella. Era su hija, el bebé que venía en camino, Natasha, quien sacrificó su vida para que su madre viviera. En su hígado había 28 roentgen. “¿Cómo se puede matar con el amor?”, se preguntaba.

No sabremos jamás el alcance real de este escupitajo de la ciencia. Sus gentes, más de 2’5 millones de víctimas, por mucho que clamen, no obtendrán satisfacción. Sus familias han desaparecido, ya no les importan los culpables. “El hombre vive entre la muerte, pero no comprende qué es”, decía Nikolái. Aun así, se prevé que a finales de 2015 el Arca esté terminada. Es una estructura mastodóntica a modo de cofre que sepultará, sobre la superficie, toda la central nuclear de Chernóbil. Ha costado unos 750 millones de euros y es de fabricación inglesa. No sabemos cuánto durará, se estima que 100 años, pero los gobiernos siguen sin mostrar todo el respeto que se esperaría de ellos. Al fin y al cabo, Hanford, Chernóbil o Fukushima son distintas caras de una misma moneda, pero también la misma divisa. Parafraseando a Alexievich, si por algo hay que recordar Chernóbil es porque gracias a ella se despertó un nuevo derecho a la vida y un renovado sentido de la responsabilidad, también de culpa. Pero, sobre todo, porque después de esta tragedia el ser humano pronunció con más fuerza «nunca más» y «para siempre».

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