Julio Llamazares: «En España hablar de la realidad es de mal gusto»
Qué bien hubiera quedado esta charla con Julio Llamazares frente al embalse del Porma, como si fuéramos personajes de ‘Distintas formas de mirar el agua’, su última novela: una catarsis que le ha ido desbordando desde que contempló hace años el pueblo de su infancia anegado por el lodo, que le ha ido sumiendo en la melancolía al contemplar la imposibilidad de vivir en un mundo razonable.
Mientras los personajes monologan, el agua está tan quieta que parece que siempre estuvo ahí, que todo lo que late sumergido en ella no ha existido nunca y es un espejismo que solo perdura en la memoria de algunos. Pero no estamos frente al Porma sino en Madrid, y ocupamos una mesa junto a la ventana en el saloncito del Café de Ruiz, rodeados de ajadas tapicerías rojas y espejos del siglo pasado; objetos que si no estuvieran aquí tampoco sobrevivirían salvo en la memoria de algunos. Al llegar, el escritor me ha mostrado la antigua cocina de carbón que se conserva en un recoveco junto a los baños, y cuyos fogones están hoy decorados con plantas. Una cocina así podría estar en el escenario de alguna de las casas que en la novela quedan sepultadas por el agua. O en cualquiera de la casas que quedaron sepultadas por el agua fuera de la novela, en el mundo real.
Lo que queda, lo que ya no está, la manera imposible de afrontar pérdidas y ausencias son asuntos centrales en la obra de Julio Llamazares. Es un escritor marcado por su pertenencia a un lugar que hoy es líquido, y su literatura se compone de palabras que bucean en mundos que desaparecen.
Pedimos café -que él acompaña de un chupito de ron- y charlamos acerca de sus personajes, de las personas que vivían en esos pueblos que hoy duermen en el fondo de un pantano. Con ellos también desapareció un paisaje y una forma de vida. Quizá, pienso, haya una España que quedó ahí sumergida como si no hubiera existido nunca, un país que a las nuevas generaciones puede parecerle un invento de las novelas. De las suyas, por ejemplo.
«En España», dice, «tenemos mala relación con nuestro pasado por muchas razones, no nos gusta la historia reciente ni la lejana, no hablamos de asuntos como el que trato en mi novela: miles de personas cuya vida quedó bajo los pantanos. Hay gente que no sabe que esto sucedió. Cuando sacas a relucir estos temas, te conviertes en una especie de aguafiestas o antiguo; tenemos un complejo de inferioridad que nos obliga a ser modernos todo el rato, estar siempre a la última. Estamos creando un mundo donde si no te actualizas continuamente, como si fueras un móvil, corres el riesgo de quedarte fuera de la historia. Yo soy un escritor antiguo desde que empecé a escribir, porque hablo de cosas que no son modernas para el canon cultural. Eso hace que yo sea más raro en España que fuera».
¿Te sientes marginado en la literatura española?
No, no, yo tengo suerte, porque una cosa es lo que dice ese canon y otra lo que la gente quiere leer. A muchos lectores les interesan las mismas historias que a mí, y cuando publico algo me leen. Pero tengo la sensación de que ese mundo del canon cultural español me considera un escritor anacrónico que habla del mundo rural o de la guerra civil, y sin embargo fuera soy un escritor representativo de lo que entienden que es España. Hay una idea generalizada de lo que somos en todas partes salvo en este país, que es muy complicado.
Quieres decir que aquí el discurso cultural va por un lado y la literatura por otro.
Absolutamente; el discurso cultural de un país está mediatizado por la política cultural dominante. Cuando yo empecé a escribir, muy joven, el discurso era antifascista; si escribías poesía sin intención social, eras sospechoso de estar haciendo poesía burguesa, no comprometida. Con la Transición, de repente, una mañana nos levantamos y descubrimos que éramos los más modernos del mundo, que toda España era una fiesta y sus calles un plató de televisión. Había un veintitantos de inflación, más de cien muertos de ETA por año, pero si tú no hablabas de lo moderno que era todo, de lo divertido que era, estabas fuera. En España, hablar de la realidad es de mal gusto. Es paradójico porque El Quijote, nuestra novela más universal, es la más española en ese sentido, y después todos los grandes escritores españoles, desde Quevedo a Valle Inclán, desde Machado a Lorca, solo hablan de la realidad de la que surge esa obra. Un escritor debe ser testigo de su tiempo y del lugar en el que escribe. En Tras os Montes puse una cita de La sociedad del espectáculo de Debord que dice: “La desdicha de los tiempos me obligará a escribir de forma novedosa una vez más”. A veces creo que los raros son los demás, no yo.
De vez en cuando, el escritor se rasca la cabeza en un gesto muy característico con el que parece querer despeinarse o pensar más despacio lo que tiene que decir, pero no lo afirma de una manera grave sino con una convicción cordial, cercana. A pesar de no frecuentar a menudo los círculos de la intelectualidad patria, o precisamente por eso, es una figura muy respetada en nuestras letras. Pero su obra no ha sido celebrada aquí con muchos galardones, así que le pregunto, con mi tono más inocente, qué relación existe entre una cosa y la otra.
El mundo literario es una broma. Yo hace tiempo que tengo claro que solo se vive una vez, que el tiempo pasa volando, y tengo la suerte de tener una pasión que me llena la vida; cuanto menos tiempo pierda en las cosas que rodean esa actividad, mejor para mí. De todas formas, mi desapego por las pompas que rodean el oficio de escribir es un problema de carácter, me aburro en esos circuitos, a mí lo que me gusta es estar en casa escribiendo. Cuando llegué a Madrid, en mis primeros años como escritor, pensaba que había que frecuentar el mundo literario y lo hacía, hasta que me di cuenta de que personas que individualmente eran a veces interesantes, hacían al juntarse una competición de brillantez y estupidez al mismo tiempo que me hizo alejarme cada vez más. Soy una persona muy sociable, solo que procuro ir a sitios donde no haya escritores ni periodistas. A cambio, supongo que pagas un peaje; acabo de cumplir 60 años y no tengo ningún premio de los que adornan la solapa de los escritores de mi edad.
¿Eso es una queja?
No, digo que eso es un precio que yo pago gustosamente. Creo que los premios literarios solo tienen valor cuando empiezas, para poder publicar y abrirte un hueco; ese es su sentido, no engordar la cuenta bancaria y la vanidad de los escritores. De todas formas, al final se sabe quién tiene un precio y quién no, todo el mundo es muy libre de hacer lo que quiera. Yo siempre he dicho lo que pienso de todas estas cosas, que es lo que dijo Julio Camba: todas las pompas son fúnebres. Para algunas personas escribir es una profesión, un camino hacia otros objetivos como el prestigio, la popularidad. Un escritor es aquel que se relaciona con el mundo a través del lenguaje y de la palabra; esto ya descarta al 90% de los escritores en ejercicio, tengan éxito o no lo tengan, o sean personas magníficas o no. Los que a mí me interesan, para no darte nombres…
Bueno, estaría bien que me dieras alguno.
Pues escritores que me interesan ahora mismo en España: Ferlosio en narrativa y Gamoneda en poesía, pero hay muchos más.
Y de los que sepulta el tiempo, ¿a quién reivindicarías?
A Jesús Fernández Santos o a Ignacio Aldecoa, por ejemplo. Aunque yo tengo mucha confianza en el tiempo, que suele dejar lo que merece la pena. Creo que los que han aportado una visión del mundo diferente acaban volviendo, el tiempo siempre acaba haciendo justicia, para bien y para mal.
En el café suena de fondo la trompeta de Chet Baker, con esa inconfundible cadencia que vuelve una y otra vez sobre la misma melodía aterciopelada. La literatura de Julio Llamazares se parece un poco a esta música, fluye transitando siempre los mismos cauces: la memoria, el paso del tiempo, la naturaleza; punteada por las imágenes que forman el universo del autor: la luna, la lluvia, la nieve. El agua. Dice que estas imágenes y las historias que le cuentan son el origen de muchas de sus novelas. La última surgió en su cabeza como un tumor que fue creciendo lentamente desde que vio con 28 años las ruinas de Vegamián, su pueblo, cuando vaciaron el pantano, y que estalló como una bolsa de pólvora mientras hacía un reportaje en Riaño y escuchaba relatar a los habitantes de los pueblos sumergidos cómo al ser desplazados a la meseta tuvieron que aprender de nuevo a mirar la tierra, porque sus ojos se extraviaban en un horizonte tan llano.
«Mi concepción de la literatura es instintiva, no racional. Salvo la última, que habla de un acontecimiento muy importante en mi vida como es el hecho de ser originario de un lugar que está bajo el agua, no pienso en escribir de esto o lo otro. Tengo una idea de las novelas como algo orgánico, creo que son como tumores emocionales que se van formando en tu conciencia sin que lo pretendas, y un día se hacen tan grandes que estallan o hay que extirparlos. Y en una novela, más que la historia central, el tono o la atmósfera, para mí es muy importante la arquitectura. En La lluvia amarilla, lo primero que escribí fue la última frase, que es lo mejor de la novela y la única que no es mía; es de una vieja de un pueblo perdido en Los Ancares que me dijo medio en gallego: “La noche queda para quien es”. Y detrás de esa frase vino toda la novela.
‘Distintas formas de mirar el agua’ viene a recuperar la idea que ya estaba en ‘La lluvia amarilla’: la de un pueblo, un mundo sumergido. ¿Tienes la impresión de haber cerrado un ciclo, haber terminado con algo que tenías pendiente?
Pues no lo había dicho todavía pero lo había pensado. Sí, tengo la sensación de haber cerrado un ciclo literario que ocupa los dos libros de poesía, algunos libros de viaje como El río del olvido, y sobre todo las seis novelas que he escrito hasta ahora que, de una forma u otra, hablan del desarraigo, de la pérdida de la memoria, el olvido, mis temas de siempre. Como tú dices, soy un escritor homogéneo en ese sentido, y los escritores no hacemos más que variaciones sobre la misma frase. En esta última, al final, el personaje del hijo tonto tira una piedra al agua para despedir a su padre, cuyas cenizas flotan en ella, y en la superficie se originan círculos concéntricos; en mi caso la literatura es una piedra que tiré un día al agua y cada libro es como un círculo más, pero su origen es siempre el mismo. Sí, creo que de esa piedra que tiré ya no quedan más círculos.
¿Y ahora qué?
La esencia de mi literatura seguirá siendo la misma: la memoria personal, colectiva, sentimental, geográfica, y la destrucción de la memoria a medida que la escribo, porque la memoria es como un iceberg que surge del fondo de la conciencia y cuando le da el sol se destruye, esa es la paradoja: a medida que la desvelas, la vas destruyendo. Así, tengo la sensación de llevar toda la vida escribiendo sobre la nieve -otro de mis símbolos- que luego se derrite. Yo enfrento la vida como una página en blanco y mi literatura, sin ser autobiográfica, siempre ha estado muy vinculada a mí. Seguramente lo que escriba ahora tendrá que ver con lo que viva ahora, no con los hechos concretos sino con mi actitud y mi manera de vivir. No tengo ni idea de lo que me queda por hacer; seguramente si no escribiera nada más no me preocuparía lo más mínimo.
Es difícil pensar que Julio Llamazares no vaya a escribir más, porque mientras charlas con él brotan las historias que le han contado o le han sucedido, que luego aparecen en sus libros y tienen que ver con los dramas cotidianos, con la vida de las personas. Su estilo parece haber evolucionado desde el lirismo con el que las escribía en los primeros textos y su desgarradora melancolía, hacia formas más simples que expresan una melancolía suave, casi esperanzadora, como en Las lágrimas de San Lorenzo, su anterior novela.
«Yo cada vez tengo más dudas y menos certezas, como decía Machado, pero sí creo que formalmente he evolucionado hacia una mayor depuración en el lenguaje. Tengo la sensación de que cuando empezaba era mucho más barroco; Luna de lobos está llena de imágenes, de sinestesias, de metáforas. Sigo detrás de ese poso poético pero de otra manera: a través de la hojarasca lírica busco la esencialidad del texto. Cada vez estoy más convencido de que es la transparencia la que aporta profundidad, no solo al escribir sino al vivir o al hablar. Cuando te haces mayor, ves que la experiencia no es sino la suma de errores cometidos, y como dijo alguien, la proximidad de la muerte aclara mucho las ideas; cuando tienes poco tiempo ya no lo pierdes».
¿Te obsesiona el tiempo que te queda?
Cada vez, menos, me agobiaba más de joven. El paso del tiempo es el tema de muchos de mis libros pero ahora, a fuerza de hablar de ello, supongo que me lo tomo con más deportividad, de una manera más reflexiva y menos trágica. Puede que se traduzca en una melancolía que es, como dices, más sosegada, que seguramente tiene que ver con la edad.
¿Y el futuro?
El mundo sin el hombre sería un lugar donde no ocurriría nada, pero me da miedo el hombre. Hemos mejorado con avances científicos, la gente vive más, aunque desde el punto de vista antropológico o de la condición humana seguimos en la Edad de Piedra, no hay más que ver todo lo que está ocurriendo. Para tratar de entender el mundo y lo absurda que es la vida, para tratar de explicárnoslo, para soportarlo incluso, existe la literatura, las novelas. Estamos siempre dándole vueltas a la falta de explicación, ese es el origen del arte, y de paso esbozar el argumento de la vida de todas las personas, que es la búsqueda de la felicidad. En torno a la búsqueda de la felicidad giran nuestros aciertos y errores, y mientras la vida no tenga una explicación, y la muerte no tenga una explicación, seguirá existiendo la literatura, el arte, las filosofías y las religiones. Todo nace del miedo al vacío, pero mientras la religión trata de explicar qué hay después de la vida; la literatura, la filosofía y el arte tratan de explicar no si hay vida tras la muerte, sino si hay vida antes de la muerte. Lo que ya se preguntó Calderón: si la vida es un sueño o no es un sueño, si es o no es una ficción.
Por la ventana abierta entra la brisa de la tarde y al otro lado la gente camina con aire tranquilo, con ese descuido que pone la primavera en la calle cuando la ciudad presiente el verano. Creo que observando un poco cualquiera podría darse cuenta: la ventana es un escenario, y detrás hay mil historias de la gente que pasa. Las de Julio Llamazares se pasean por su cabeza constantemente, pero son historias que están también en el mundo real, por todas partes.
«En el pequeño pueblo adonde voy los veranos, un asturiano compró un prado que tenía junto al camino unos robles enormes, preciosos, y lo primero que hizo fue cortarlos todos. Lo vi un día que caminaba yo por allí, cuando ya había cortado varios, y le dije: por qué cortas los robles, hombre, qué pena. Pero él se encogió de hombros y siguió a lo suyo. Al día siguiente me encuentro al teniente de alcalde, que es un buen chaval de allí que tiene vacas, y le comento que ha llegado un hombre que está cortando los robles centenarios que marcan la linde del camino. Y me dice: bueno, a ti te gustan los robles, al otro le gusta cortarlos. Así somos. Eso podría ser el origen de una novela: la imposibilidad de vivir en un mundo razonable.
Comentarios
Por José Fernández, el 22 mayo 2015
Estupenda entrevista para degustarla línea por línea. Gracias.