El Tesoro del Delfín, la maravilla oculta del Museo del Prado, sale a la luz
El Museo del Prado guarda una de las colecciones de artes decorativas más excepcionales del mundo: el Tesoro del Delfín, valiosas piezas en cristal de roca y piedras duras que pertenecieron al hijo de Luis XIV, el gran ‘Delfín’ de Francia (1661-1711). El conjunto pasó a manos de su hijo Felipe V, el primer Borbón español. Era uno de los tesoros ocultos del Prado, pero ahora, para celebrar su bicentenario, que ocupa 2018 y 2019, entre las novedades que presenta la gran pinoteca está incluida una exhibición más cuidada de esta desconocida maravilla. Ha pasado a ocupar un espacio muy vistoso: la sala circular que rodea la cúpula de la rotonda de Goya Alta con una espectacular vitrina curva de cristal de 40 metros de longitud, que acoge 170 piezas de este exquisito tesoro.
Tallar el cristal de roca era difícil y costoso, más que cualquier otra gema, y realizarlo además con grupos escultóricos, una odisea. No había color, como en las joyas, pero la calidad lograda hacía que por ellas se pagaran precios superiores a las pinturas. En el inventario que dejó Felipe II de sus cuadros, el retrato de Carlos V con perro, de Tiziano, está tasado en 80 ducados, o la grandiosa obra maestra, también de Tiziano, Carlos V en la batalla de Mülhberg, en 200. Claro que el San Martín, de El Bosco, no alcanzaba los 50 reales, y La extracción de la piedra de la locura, ocho reales. En cambio, las piezas de cristal de roca, superaban los 100, 300 y hasta 500 ducados.
Poseer estas piezas era por tanto algo reservado a príncipes y banqueros por su elevado precio y rareza. Se convirtieron en símbolos de poder, además de dotarles de supuestas propiedades mágicas, pues están realizados total o parcialmente con piedras naturales, labrados en la masa del mineral y ornados con guarniciones de metales preciosos, a veces enriquecidas con esmaltes y piedras preciosas. Su uso estaba reservado a la nobleza. El pueblo comía con las manos y bebía en vasos de latón. Los príncipes, en ostentosas vajillas y copas de cristal. Las pinturas de la época muestran ricas mesas para banquetes, adornadas con las mejores piezas. Se trataba de proponer a los comensales practicar los cinco sentidos, vista, gusto, oído, tacto y olfato, y por eso había copas, jarrones para flores, perfumadores, todo lo que despertara el placer de sentir.
Letizia Arbeteta, especialista y conservadora del Museo del Prado, recordaba la azarosa historia del Tesoro del Delfín en el catálogo realizado con motivo de la exposición Arte Transparente en el Prado, en 2015. La colección de cristal la comenzó Luis XIV, rey de Francia y la continuó su hijo Luis, el Delfín, padre del Borbón Felipe V. A la muerte del Delfín, Felipe heredó parte de su colección, que llegaría a Madrid en 1715. En total, 178 objetos para los que se decidió, según cuenta Arbeteta, reformar la Sala de las Furias del Real Alcázar, aunque al final se trasladó al nuevo palacio de La Granja de San Ildefonso.
La colección sufrió pérdidas, daños y mudanzas. En 1839, José de Madrazo, director de lo que luego sería Museo del Prado, logró reunir las piezas dispersas. Hubo que restaurarlas y constatar que se hurtaban con excesiva frecuencia. Durante la Guerra Civil, las piezas se enviaron a Suiza, aunque una vez devueltas se advirtió que al Vaso de la Montería, atribuido a Francesco Tortorino –una bellísima pieza con dos bustos de mujer como asas y una delicada filigrana que narra una jornada de caza basada en las Metamorfosis de Ovidio- le faltaban la tapa y el pie, hoy ya restaurados.
Las obras en cristal eran bellas y valiosas, aunque el expolio se debía no al valor del cuarzo, sino por el oro y las piedras preciosas de las monturas. Los vasos fueron en su origen reconstrucciones de objetos romanos; más tarde, la moda impuso la reproducción de temas marinos, medusas y Neptunos, fundamentalmente, y también seres mitológicos y fantasiosos o reproducciones biblícas con Noé, Moisés, Adán y Eva como protagonistas. El proceso de la talla era tan laborioso que estaba dividido en dos categorías, la de los cristallari, encargados de dar forma al vaso, y los intagliatori, que los decoraban.
Los adornos de las tallas en los vasos son extremadamente delicados. Los talleres de los artesanos de Milán, los Sarachi, la familia Scala y los Miseroni, son los autores de la mayoría de obras que se conservan. Ellos fueron los herederos de las ideas de Leonardo da Vinci, inventor de máquinas para tallar y pulir cristales, hierro o piedras. Entre la colección de cristales milaneses, destacan algunos atribuidos a Gasparo Miseroni, como una copa de cristal en forma de basilisco, ese animal mitológico que mata con la mirada, y patas en forma de delfines enroscados. De Octavio Miseroni, su hijo, se conservan la copa llamada de las Cuatro Estaciones y las grandes jarras con asas de bichas. A otro Miseroni se le atribuye el precioso vaso de la tortuga.
De la familia Sarachi, rival de los Miseroni, el tesoro del Delfín cuenta con los vasos que reproducen un pavo y un dragón, o el que cuenta la historia de la vendimia. De los Sarachi destaca la bandeja con la historia de Hermafrodito y los Doce Césares.
Piezas delicadas, bellas y muy trabajadas. Algunas sorprenden por su escaso tamaño, otras por la magnificencia. Esculturas estampadas en cristal que exigen una visita urgente al Prado para contemplar un tesoro transparente y oculto.
Comentarios
Por Billy, el 28 julio 2018
Fascinado con este gran tesoro. Una pena vivir en Cantabria, y no poder visitar el museo tanto cuánto me gustaria