Ruta Vicentina: desde el fin del mundo al Portugal de hace 80.000 años
Nos escapamos hoy a Portugal, a la Ruta Vicentina, en torno al Cabo de San Vicente, considerado históricamente el faro del fin del mundo. Vamos con una visión muy particular, la que aporta Luis Miguel Ariza, autor de nuestro blog científico ‘La sombra de Houdini’, que nos conecta un Universo de 100.000 galaxias con deliciosas y perdidas casas rurales, los vuelos de halcones y gaviotas con la soledad que desprenden sobrecogedores acantilados de más de 100 metros de altura.
POR LUIS MIGUEL ARIZA
El pensamiento asusta: un Universo plagado de miles de millones de planetas yermos y sin vida, flotando en una inmensidad de cuerpos muertos, en un cementerio cósmico inimaginable.
Y entre todos ellos, una única excepción. La Tierra, nuestro hogar. El único capaz de albergar vida, y supuestamente vida inteligente. El único experimento de la evolución con éxito, un experimento que comenzó hace 13.000 millones de años, que es la edad estimada del Universo. Nuestro planeta es mucho más joven, cumple 4.500 millones de años, y la vida probablemente apareció hace unos 3.500 millones de años.
El lector seguramente dirá: no es posible. Pero lo cierto es que, tras un rastreo de 100.000 galaxias, el telescopio WISE de la NASA, en órbita alrededor de la Tierra, no ha detectado el calor en determinadas franjas del infrarrojo que una civilización desprendería a la hora de utilizar la energía para funcionar. Cuando encendemos una computadora, cuando volamos al espacio, cuando emitimos por satélite, cuando hacemos cualquier cosa, desprendemos calor: un tipo de radiación infrarroja que es fácilmente detectable por los instrumentos. La idea de que una civilización avanzada dejaría una huella termodinámica específica en el infrarrojo fue propuesta por el físico Freeman Dyson en 1960. No ha sido hasta la puesta en órbita del telescopio WISE cuando se ha podido rastrear de forma tan fina estas radiaciones infrarrojas. Y los primeros resultados han sido bastante deprimentes. Aparentemente, estamos solos.
¿Aparentemente? El cine nos familiariza con películas tan dispares como las versiones que nos presentan sobre extraterrestres, Contact o Independence Day. Lo cierto es que 100.000 galaxias no son nada en comparación con cientos de miles de millones que el Universo conocido debe de contener. El fallecido escritor Michael Crichton se distinguió por una brillante crítica a la famosa ecuación del astrónomo Francis Drake –auspiciada por Carl Sagan– que trataba de calcular el número de planetas que albergaban vida inteligente. Básicamente, la ecuación consiste en una serie de términos o probabilidades que se multiplican, empezando por el ritmo de formación de estrellas, las estrellas que tienen planetas, la fracción de planetas habitables, la fracción de mundos con vida, la de mundos con vida inteligente, la de mundos con vida inteligente capaz de desarrollar tecnología capaz de comunicarse, y el tiempo de existencia de una civilización.
La ecuación de Drake, asumiendo un número mínimo hipotético en cada caso, sugería un número de diez civilizaciones en nuestra galaxia, la Vía Láctea. Pero Crichton arguyó que las suposiciones no son hechos. No hay datos, y por tanto lo que hacía Drake no es ciencia. Es simple pseudociencia.
La pregunta es: ¿Podemos llegar a alguna certeza? ¿Podemos intuir alguna respuesta que vaya más allá de los datos conocidos? Tuve una buena ocasión de reflexionar sobre todo esto en el escenario más adecuado: los increíbles y abruptos acantilados de Portugal, azotados por las aguas del frío Atlántico.
Pueden tacharme de oportunista, pero escribo con sinceridad. A raíz de una invitación de la oficina de Turismo de Alentejo que acepté y que ofrecía recorrer las antiguas rutas de los pescadores que bordean los acantilados, los caminos que bajan a playas recónditas, estuve pensando la mayor parte del tiempo en la ecuación de Drake, en la vida sobre la Tierra, en el concepto extraño del tiempo, en el valor del hábito y en lo desconocido, en suma: lo que la mente humana puede y no puede abarcar.
La ecuación de Drake no encajaría en ningún viaje turístico, pero en este caso, les puedo asegurar que sí. Nuestra ruta comprendía, después de aterrizar en Lisboa, el recorrido de kilómetros y kilómetros de acantilados. Aunque nos desplazábamos siempre hacia el sur, a veces teníamos el mar a nuestra izquierda, a veces a nuestra derecha, ya que dejábamos el coche al final o principio de cada etapa, y luego nos trasladaban a los puntos de partida. Una primera fase consistía en dejar el coche en Vila Nova de Milfontes y partir de Porto Covo, por lo que teníamos el Atlántico a nuestra derecha (unos 16 kilómetros). En la segunda fase, bajamos desde Almograve hasta Zambujeira Do Mar (22 kilómetros). Y en la tercera, subimos desde Odeceixe hasta Zambujeira, esta vez con el Atlántico a nuestra izquierda (18 kilómetros).
Estos caminos son recientes y antiguos a la vez. Han sido abiertos por los pescadores desde hace siglos, y suponen una forma nueva de turismo: la Ruta Vicentina, bautizada así en honor al Cabo de San Vicente, considerado históricamente como el faro del fin del mundo. En la última etapa nos acompañó Rudolf Muller, el vicepresidente de la Ruta Vicentina, un suizo de nacimiento que ha echado raíces en esta parte de Portugal, que se divierte pescando y que lucha por conservar la ruta, buscando los fondos necesarios para que se convierta en un patrimonio de la belleza. La Ruta Vicentina abarca recorridos que suman un total de 350 kilómetros, desde Santiago do Cacen hasta el Cabo de San Vicente.
Cada tramo de la ruta supone una caminata de entre seis y ocho horas. Hay que sudar, pero no se necesita una forma física especial ni entrenamiento técnico. El sol abrasa, hay que protegerse bien con una gorra y crema solar. No hay sombras y uno siempre está expuesto a los vientos que arrancan la espuma de las olas. Pero la recompensa es fabulosa. El paisaje es de una profundidad sobrecogedora. Acantilados de más de cien metros de altura, cuevas submarinas, la fuerza del mar esculpiendo formas graciosas en basalto, pizarras cocinadas en el Carbonífero elevándose decenas de metros desde aguas oscuras, ese poder sonoro y abrumador de las corrientes golpeando la costa y los graznidos de las gaviotas. Y por encima de todo, una soledad a veces desconcertante, como si fuéramos la única inteligencia extraña presente.
La ecuación de Drake y la cuestión del tiempo se pegaba tanto a mis pensamientos como la sed y el viento. La Ruta Vicentina regala a veces espectáculos inigualables. Jamás en toda mi vida había visto tan de cerca las cabriolas de una pareja de halcones peregrinos que jugaban con la gravedad sin que nuestra presencia los asustase. Las cigüeñas colocan sus nidos en lo más alto de los riscos y se quedan allí, con cierta altanería. Pero también había gaviotas que se posaban en lo más alto, en lugares inaccesibles, y se quedaban contemplando el mar, inmóviles. Esas mismas gaviotas a veces caminaban con tranquilidad por las playas de abajo, dejando solo sus huellas y las de nadie más. Esos animales solitarios transmiten una impresión de posesión que le desconciertan a uno. Ellos parecen los dueños de todo lo que vemos, y no los esforzados humanos que caminamos a dos patas.
El camino a veces se hacía bastante farragoso, ya que muchos tramos consistían en arena de playa. En la última parte, le preguntaba a Rudolf si tenía información acerca de la edad de esa arena que pisábamos, mientras avanzamos entre jaras. “Entre 70.000 y 80.000 años”, respondía. Intentaba imaginar el lapso de tiempo que nos separaba. 80.000 años es apenas un brevísimo parpadeo del tiempo geológico, pero resulta un periodo de tiempo inabarcable para la mente humana. La historia de la civilización humana no va más allá de los 4.000 años, según los indicios escritos más antiguos. Si multiplicamos por veinte ese lapso, nos remontamos a una época en la que probablemente los primeros Homo sapiens modernos empezaban a aparecer en el actual Israel, probablemente tras una larga emigración africana, según han demostrado las excavaciones.
Pero la formación de esos acantilados es muchísimo más antigua. En el Carbonífero, por ejemplo, el mundo era muy diferente. Hace más de 350 millones de años, España estaba unida a África, y la masa africana estaba a su vez unida por un sólido puente a lo que es hoy el continente suramericano, en Brasil. Pese a ello, esos acantilados jóvenes se levantaban ya frente a un Atlántico enormemente disminuido, en el que las costas de esta ruta Vicentina estaban mucho más próximas a las costas de lo que es hoy Canadá y la isla de Newfounland.
Los acantilados y precipicios que ahora vemos estuvieron seguramente habitados por animales extraordinarios y completamente diferentes. En varios puntos en la costa de Algarve se han encontrado huellas de saurópodos y terópodos, lo que sugiere que ésta era una región fértil en dinosaurios, pero aparecieron mucho después, más de 150 millones de años. Intento comprender el transcurso del tiempo, mientras disfruto de la hospitalidad de Balthasar Trueb y la excelente cena que nos ofrece en su casa Rural Tres Marías, un cortijo al que se llega por caminos polvorientos, en una noche que refresca el calor del día, y lo comento con mi compañero de aventuras, Javier Jayme, un explorador de los de antes, conocedor de mil experiencias, alpinista. La ecuación de Drake, los dinosaurios y su ocaso, los acantilados que parecen eternos pero que no lo son, sufriendo los embates de las olas de un océano que se iba separando.
Si en el momento en que contemplaba la danza aérea de los halcones peregrinos hubiera tenido una máquina del tiempo para trasladarme 65 millones de años atrás, hubiera encontrado un Atlántico que ya separa Europa de Norteamérica, con la característica forma de la península ibérica ya desgajada a su vez de África. Pero ese mundo del último estertor de los dinosaurios antes de la caída del meteorito sería absolutamente distinto. No había seres humanos, desde luego. Nuestra historia es un pedazo de tiempo ridículamente pequeño en comparación –puede que 100.000 años de Homo sapiens moderno. Pero ni siquiera podemos abarcar ejercicios de tiempo más pequeños. Hace 2.500 años las primeras colonias fenicias dejaron en estos lugares las primeras evidencias de lenguaje escrito en Portugal.
Es muy difícil encontrar una definición de tiempo, pero a lo largo de los caminos que recorren estos acantilados, golpeados y sometidos sin cesar al embate de las olas y a la erosión del agua, y ante esa extraña posesión de los dominios de los que hacen galas animales a los que normalmente no les prestamos atención, es fácil asumir que la mente humana no está preparada para ello. Estos caminos de estas rutas vicentinas que toman el nombre de un Cabo resultan una experiencia extraordinaria. Para aquellos a quienes, como en mi caso, les apasiona la ciencia, y en especial la astrofísica y la cosmología, permiten al menos ubicarse dentro de este mundo inmenso que no es más que una infinitesimal partícula de un universo muchísimo más vasto.
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El autor quiere agradecer la invitación cursada por la Oficina de Turismo de Alentejo y todas las facilidades aportadas para recorrer los tramos más significativos de la Ruta Vicentina. Entre los sitios recomendados para hospedarse, figuran Tres Marías, Monte Do zambujeiro, Monte Alpenduladas y Monte DaChoca, el hogar de Rudolf Muller. La comida de la que disfrutamos en estos cortijos rurales es excelente, así como en Cervejaria i, en Zambujeira do Mar, en Herdade Da Malhadinha Nova en Beja, o en Pousada de Beja.
Más información: Ruta Vicentina.
Comentarios
Por Luz, el 21 julio 2015
Lo que califica de isla Newfoundland es Terranova en español y NO es una isla sino una provincia canadiense al borde del Atlántico.
Por Borja, el 21 julio 2015
«..considerado históricamente el faro del fin del mundo..»?
Le suena un sitio llamado Finisterrae desde la época romana? Pero bueno, igual ahí no invitan y se ve que los portugueses si lo hacen.
Por Tovar, el 22 julio 2015
Si es una isla, la misma hasta la que llegaron los vikingos. También llegaron los vascos para pescar el bacalao que buscaba su alimento en la corriente del golfo de México que asciende hacia el Polo Norte y se encuentra en estas aguas con la corriente descendente. Esta isla se llamó en inglés Newfoundland y en español Terranova. Se puede llamar de cualquier de las dos formas. Dio nombre a la provincia a la que pertenece.