#Confesionesdeverano ‘Punto de giro’
«La felicidad es efímera y salvaje. A veces dura un segundo; otras no se encuentra medida de tiempo para calcularla; en ocasiones, dura más». Llega a esta serie de relatos de agosto la confesión de nuestra colaboradora Ilda Mosquera Rey. En una dolorosa encrucijada por la libertad: «Tenía miedo de arrepentirse. Quería romper con el presente, pero temía que su decisión arrojase su vida a un precipicio».
“Una confesión se susurra o se escribe para transformar la vida gracias a una verdad”. En esta ocasión no era un mensaje a terceros. Era para ella. Empezó a susurrarse lo que pensaba. No continuó la frase más allá de dos palabras. Insistió. Y consiguió hacerlo tres veces. Reconoció su vida en aquel susurro inacabado. Le dio miedo y se calló.
Decidió salir de aquellas cuatro paredes que la rodeaban y huyó. Bajó las escaleras sin querer pensar en nada. Caminó calle abajo, como una zombi. Cada vez le costaba más respirar. El aire no llegaba a sus pulmones. Pensó que salir de la casa le vendría bien. Cuando estaba nerviosa solía caminar sin rumbo por las calles hasta que poco a poco se iba relajando, su garganta se liberaba y el aire iba pasando. Esta vez no fue así. En la calle seguía inquieta y con ganas de escapar. Los edificios de Madrid le daban la misma claustrofobia que solían provocarle las cuatro paredes de su casa.
Sentía que ese mundo no era para ella, que necesitaba otro escenario. Pensó en “transformar la vida gracias a una verdad”. Transformación, esa era la clave, la solución y, también, el miedo. Frustración era su realidad y su presente; no podía soportar, ni en un susurro, que fuese su futuro. Era una mujer frustrada, pero no quería oírlo; tampoco podía escribirlo.
Recordó con una sonrisa en la boca todos los primeros momentos: miradas, conversaciones, coitos, besos, caricias. Todo aquello era ya de ella, formaba parte de la mochila de su vida. Esa vida que ella había ansiado acabar a su lado. Todo era ya pasado, un pasado que temía a la soledad. Soledad ya no sonaba igual. Nada era como había imaginado. Había vivido años ansiando unos ingredientes para un futuro idealizado. Pero la felicidad no tiene fórmula. La felicidad no se visualiza, la felicidad se vive. La felicidad es efímera y salvaje. A veces dura un segundo; otras no se encuentra medida de tiempo para calcularla; en ocasiones, dura más. Se dio cuenta de que no podía cultivarla ni manejarla. La pasión se apaga, también es intermitente. Eso se le escapaba a su entender.
Ese hombre que le permitió conocer la grandeza del amor correspondido ya no era para ella. Su cuerpo ya no vibraba al verle. Antes, solo con rozarle había sentido más que en noches de pasión. Ahora no le incitaba nada. La magia había desaparecido. Lo que antes le dibujaba una sonrisa, aquellas manías que le provocaban poner cara de tonta, ahora se tornaban en malos gestos, todo le repugnaba. Todo había dejado de tener encanto. Ella había esperado paciente al amor y temía morir sin conocerlo. El presente era un problema y el futuro, incertidumbre. Necesitaba dar un punto de giro a su vida, pero los fantasmas del pasado ganaban el pulso a la agonía del presente. Ella ya no era la misma. La soledad que tanto daño le había hecho antes, era ahora necesaria. Tenía que ser más fuerte que el miedo, debía seguir luchando por la felicidad que llevaba buscando toda la vida. Había alcanzado ese momento de éxtasis, pero ya se había difuminado. Ahora tenía que encontrarlo de nuevo, sobrevivir al recuerdo.
Se volvió a acordar de aquello de “transformar la vida gracias a una verdad”. El problema era cómo cambiar. El miedo al cambio se apodera siempre de nosotros. Muchas veces sabemos que hay algo que debemos modificar, pero sentimos pánico a buscar el rumbo. Tal vez haya que perderse cien veces y quizá merezca la pena. Pensaba cómo comunicar su estado a quien tanto había amado, al que seguía queriendo, aunque no como antes.
El problema estaba en ella misma. Tenía que decirse a sí misma que quería volver a estar sola. Le costaba pensar cómo se lo iba a decir a él porque era incapaz de decírselo a ella misma. Tenía miedo de arrepentirse. Quería romper con el presente, pero temía que su decisión arrojase su vida a un precipicio. Soledad voluntaria, libertad, volver a poder meterse en su mundo interior, ese que tienes que dejar un poco de lado cuando convives con tu amor, ese que no necesitas cuando hay pasión.
Se detuvo en un parque y miró a su alrededor. Niños jugando, fuentes con chorros que acaban en un estanque de migas de pan y carpas naranjas, parejas que charlan cogidas de la mano, adolescentes que se besan, ancianos que recuerdan, jubiladas con sopas de letras y sudokus. No sentía nada. Tampoco sintió ese miedo de otras veces, no experimentó pánico en convertirse en otros ni en los que pensaban las filas del sudoku durante horas. Esta vez sintió envidia de las carpas, los peces y su poca memoria. Pensó lo desahogado que es ir dando vueltas por el océano de la vida sin recordar lo que has sido ayer ni con quien te has cruzado, solo disfrutando del presente. No. Los sentimientos y emociones hay que vivirlos, el desamor es casposo, pero merece la pena por lo que ha habido antes, por lo que puede venir después. La palabra desamor surgió en su pensamiento. Se había atrevido a ponerle nombre a ese desasosiego que le había borrado la sonrisa, a ese distanciamiento de su vida cotidiana con pequeños instantes de felicidad, la rutina de la existencia al fin y al cabo.
“Quiero dejar de convivir con quien tanto he amado, quiero que sea feliz pero no puede ser a mi lado”. Esta vez escuchó su susurro sin darse cuenta de que lo estaba pronunciando, pensando que ya estaba lista para comunicarlo porque: “una confesión se susurra o se escribe para transformar la vida gracias a una verdad”.
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