Lampedusa, melancolía en un secreter
Nueva entrega de la serie ‘Sitios de paso’ de la escritora Ana Esteban. Hoy nos propone un melancólico y otoñal recorrido por la exposición sobre Lampedusa y su ‘Gatopardo’ en la Casa del Lector de Madrid, que nos presenta al aristócrata italiano como un devoto lector. De ahí el subtítulo de la muestra: ‘Leer bien para vivir mejor’.
Quizá lo que nos vuelve melancólicos en otoño, cuando caen las hojas y llegan los primeros fríos y se oscurecen antes las tardes, es ese presentimiento de que todo morirá. Lo pienso mientras recorro la exposición Giuseppe Tomasi di Lampedusa (Palermo, 1896 – Roma, 1957): Leer bien para vivir mejor en la Casa del Lector de Madrid. Y lo pienso porque estoy segura de que esa misma melancolía estaba en la mente del aristócrata siciliano cuando trabajaba en su única novela, El Gatopardo, que desde la primera frase ya está citando a la muerte: “Nunc et in hora mortis nostrae”. Podría ser que Lampedusa la escribiera en el último otoño de su vida, sentado con su cuaderno en una mesa de cualquier café palermitano, inspirado por la relectura de su venerado Stendhal, por ejemplo. Lampedusa leía muchísimo, y luego anotaba detallados comentarios de cada libro en unas fichas azules que archivaba en los cajoncitos del delicado secreter decimonónico que preside el pasillo de la exposición. Secreter siempre me ha sonado a secreto, y si este no estuviese tras un cristal, ya habría abierto los cajones para husmear dentro. Aunque no es tan bonito, en casa de mis padres también hay uno pero sin secretos; cuando quieres algo siempre hay que buscar en él.
– ¿Tenéis un sobre? ¿Hay pilas? ¿Dónde hay un martillo?
– Mira en el secreter.
Es normal que Lampedusa aparezca en las fotos de la exposición con esos ojos tan redondos, un poco alucinados; tenía una biblioteca con 4.000 volúmenes. Bueno, si uno vive en un palacio puede tener todos esos libros, y tener tiempo además para leerlos. Más que los antiguos escritorios franceses, eso es lo que envidio yo de los palacios. El que poseía la familia del autor en Palermo fue destruido en la guerra por una bomba, pero su imagen intacta está aquí en una antigua instantánea y también en todos los escenarios de El Gatopardo: suntuosos salones, magníficas escaleras, torres, ventanales, cuadros, espejos, lámparas y candelabros dorados, cortinajes, brocados y alfombras, jardines con fuentes, caballerizas y cocheras. Un mundo inmóvil y ajeno donde se vive una vida que no es la de todo el mundo, y donde el tiempo avanza con una velocidad propia. Por eso, en la novela los sucesos se desarrollan fuera del escenario palaciego, como si no tuvieran nada que ver con él: el desembarco de Garibaldi, las luchas y el nuevo orden social y político que toma la isla por asalto. Dentro de sus muros, igual que siempre, la familia Salina reza en la capilla, organiza cenas o bailes, caza o mira las estrellas como hace el príncipe. Al contrario que Proust, que atrapaba el tiempo aislando cada detalle de su memoria para desempolvarlo en escenas minuciosas, Lampedusa contrae el recuerdo de los escenarios que vio de niño en la mansión familiar y los ilumina con melancolía en los ocho actos que narran el ocaso y la muerte de ese mundo a través de la figura de su bisabuelo, Giulio Fabrizio Tomasi. La familiaridad le hace mirar a su personaje protagonista con un halo de ternura, pero observa con perspicacia todo lo demás: el decadentismo de la aristocracia siciliana, la rapiña de la nueva burguesía, el servilismo de criados y campesinos, la cobarde hipocresía del clero. En realidad, un mundo que con distintas fisonomías se repite desde entonces perpetuado en la inconmovible estupidez y el egoísmo humanos, donde los políticos medran con sus falsas promesas de cambio. “Si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie”, dice Tancredi, el ambicioso sobrino del príncipe, en la frase más famosa de la novela, que aparece rotulada en un cartel de esta muestra. Una frase que podría haber sido pronunciada ayer mismo, en cualquier debate televisivo, en cualquier pleno parlamentario, en una junta de accionistas. En cualquiera de nuestras casas.
Es por la mañana y apenas hay nadie en la exposición. Afuera luce un sol demasiado brillante, un sol que ha confundido noviembre con mayo, así que puede ser que los visitantes se hayan rezagado paseando por el río en camiseta al otro lado de las naves del Matadero, donde está la Casa del Lector. Yo leo los fragmentos de los textos de Lampedusa en los paneles, a los que acompañan los retratos del ilustrador Fernando Vicente en tonos grises: Stendhal, Tolstoi, Flaubert, Virginia Woolf, Shakespeare, Byron, Quevedo; grandes escritores que Lampedusa leía y estudiaba en sus propias lenguas. En los últimos años de su vida esta pasión le desbordaba, así que la compartió con un grupo de alumnos devotos reunidos por su ahijado, Goiacchino Lanza Tomasi, que es quien ha traído hasta aquí un puñado de objetos de la herencia familiar que parecen sacados de la novela de su padrastro, y que se muestran como reliquias en varias urnas de cristal.
Hay una vitrina con un cuaderno amarillento donde Lampedusa escribió su novela en perfectos surcos de letra apretada hasta el límite de la hoja, como si en vez de escribir hubiese estado arando páginas, y ahí me demoro tratando de descifrar palabras con un ligero temblor. Un hombre alto fotografía con su teléfono alguno de los paneles; tiene un aire aristocrático con su chaqueta de tweed, su bigote y su cabellera blanca. De golpe, me asalta toda la melancolía de este otoño que se está resistiendo a llegar. Quizá estoy algo sugestionada por el enorme retrato al óleo del verdadero Gatopardo, el bisabuelo Tomasi, o por las fotografías antiguas de gente encopetada con sombrero, o por esa pitillera de plata con el escudo familiar en esmalte azul donde guardaba sus cigarrillos. Todo brilla bajo una pátina de nostalgia, como en la novela.
En el prólogo a la edición italiana de la obra, el editor Giorgio Bassani -quien rápidamente quiso publicarla cuando en 1959 cayó en sus manos- describe a Lampedusa al verle por primera vez, acompañando a su primo el poeta Lucio Piccolo en una reunión literaria en San Pellegrino: «Era un caballero alto, corpulento, taciturno, de rostro pálido, con esa palidez grisácea de los meridionales de piel oscura. Por el gabán cuidadosamente abotonado, por el ala del sombrero caída sobre los ojos, por el nudoso bastón en que, al caminar, se apoyaba pesadamente, uno, a primera vista, lo habría tomado, ¡yo qué sé!, por un general de la reserva o algo semejante. […] Paseaba silencioso siempre, siempre con el mismo rictus amargo en los labios. Cuando me presentaron a él, se limitó a inclinarse brevemente sin decir nada”. Justo como yo lo imaginaba.
Lampedusa escribió su novela sin descanso durante varios meses entre 1955 y 1956, porque desde hacía 25 años llevaba en la cabeza esa historia del bisabuelo y los acontecimientos que rodearon aquella época. Al poco tiempo de terminarla enfermó y murió, con la breve amargura de no haberla visto publicada después de que Mondadori y Einaudi, las grandes editoriales italianas, la hubiesen rechazado. Se equivocaron; El Gatopardo es una novela deslumbrante por esa incisiva mirada sobre un mundo y una época que como en los grandes relatos trasciende los hechos históricos, por su compleja representación del alma humana, por la elegante capacidad de sugerir todo esto a través de un peculiar estilo lánguido. Como todas las grandes obras, contiene imperfecciones que la erudición crítica suele atribuir a la impericia de un autor aficionado. Pues claro que lo era: Lampedusa amaba obsesivamente la literatura, y todo lo que le enseñaron los libros está destilado como un licor precioso en unas páginas magistrales que nos hablan de la inevitabilidad de la muerte. “Mientras hay muerte hay esperanza”, dice don Fabrizio, el príncipe de Salina, en el libro. Cuando lo escribió, Lampedusa ya sabía que su antigua estirpe moriría con él, pero con toda la literatura que llevaba en la cabeza debió de presentir que con su obra iba a obtener otra forma de inmortalidad. Esta no es una exposición sobre la obra de un gran maestro en el otoño de su vida, pienso cuando salgo a la extraña luz cegadora de este noviembre, sino la de un devoto y perpetuo alumno.
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