Jorge Javier no iba en serio
Los artífices de Sálvame quieren hacer un drama shakesperiano, pero al final lo que les sale se parece más a la tragedia de Puerto Hurraco. Sorprende que a veces haya quien defienda la telebasura por aquello de la libertad de expresión y el entretenimiento. Ahora hasta los hipsters la comentan por Twitter (maravillas de adoptar una perspectiva irónica). Pero la libertad de expresión también incluye la libertad para criticar a este género infame y, respecto al entretenimiento, sí pero, ¿qué entretenimiento? No hay nada bueno en Sálvame: no enseña nada que enriquezca, no hay nada en ese plató que haga mejor al que lo ve, y solo chapotea allí la mezquindad, en medio de su «revolucionario formato». Años luz por debajo de las bajas pasiones humanas está Sálvame. ¿Entretenido? Puede ser. Como las peleas de gallos.
Así que nos fuimos a ver el musical autobiográfico de Jorge Javier que se estrenaba en la Gran Vía porque, en medio de todo aquel circo, parece un tío inteligente (o al menos eso dice un dogma muy extendido). Poniéndonos marxistas, podríamos decir que Sálvame es un ataque subliminal a las mujeres de la clase trabajadora más baja, su principal target; sin embargo, el teatro estaba plagado de mujeres de clase media para arriba y de 50 años en adelante. Lo que habría en misa si todavía hubiera alguien en misa. Y allí esperaban ansiosas la comparecencia de su sumo sacerdote, un hombre tan grande como los papas, los reyes y Felipe González, es decir, un hombre al que se le reconoce sin necesidad de mencionar su apellido.
Salió Jorge Javier y se puso a contar y a cantar su vida. Es cierto que va acompañado de grandes profesionales de las tablas (Kiti Manver y unos buenos actores de musical), pero como estos talentos no se contagian sino todo lo contrario, pues JJ sale mal parado: al fin y al cabo no es un profesional. Ya se lo dijeron Sergio Peris Mencheta o Tristán Ulloa: si no sabes torear, ¿pa qué te metes?
– Tiene los brazos como pegados al cuerpo, inmóviles, sólo pone dos caras y todo lo dice con el mismo tono -me murmura Liliana desde la butaca de al lado-, sólo se suelta cuando se pone a hacer de vedette.
Y Liliana, que ha hecho un estupendo collage para ilustrar esta columna, nunca se equivoca en el teatro. Para mí lo malo del musical de Jorge Javier, además de todo esto, es que no cuenta lo que interesa. Yo fui al teatro a ver cómo Jorge Javier se había convertido en lo que ahora es, a conocer la cara B del negocio del corazón, a vislumbrar lo que en su fuero interno opina de su trabajo. Eso sí que es un drama shakespeariano. Pero allí lo único que se contó fue su infancia difícil como niño que descubre la homosexualidad y su desarrollo como gay siguiendo el estereotipo dominante: mariliendres, gusto por las folclóricas, lectura obsesiva del Lecturas desde la infancia y bares con cocaína, chaperos y cuartos oscuros. Algo que ya hemos visto muchas veces en detrimento de las entretelas de primera mano de una vida única e intransferible. Precisamente esa vida que hace que Jorge Javier no necesite apellidos.
JJ tira de otros apellidos: los de Jaime Gil de Biedma, de cuyo poema sacó el título, Iba en serio («Que la vida iba en serio / uno lo empieza a comprender más tarde / como todos los jóvenes, yo vine / a llevarme la vida por delante»), pero también de Mark Twain, Sigmund Freud, Aldous Huxley o Gabriel García Márquez. Caramba, qué cultura: da la impresión de que Jorge Javier, licenciado en Filología a la sazón, quisiera justificarse ante su público cara a cara. La tele es solo la tele, un circo, pero aquí hay un tío que sufre y que piensa. Así que, al final, todas las señoras se levantan para dedicarle a JJ una densa ovación.
– Caray -dice Liliana-, si le aplauden como si fuesen sus madres…
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