Los pactos postelectorales y los #EfectosEspeciales
Tan decepcionantes como el episodio I de la saga de ‘Star Wars’ cocinado por J. J. Abrams están resultando las conversaciones postelectorales, llenas de efectos especiales, pero sin un guión decente para la ciudadanía.
Como ver Episodio I, el inicio de la saga de Star Wars. Con esa sensación que dinamita tus expectativas –malditas sean- y te abandona al amargo abismo de la decepción. Así habito desde el pasado 20 de diciembre. El deseo de ver una película que fuese digna precuela de una saga y tener la sensación de que J. J. Abrams había subestimado a su público creyendo que con llenar el metraje de efectos digitales la gente se tragaría una historia simplona y unos personajes planos. Trasladen esa sensación a las conversaciones para formar Gobierno, a las declaraciones de los diferentes dirigentes, a cada paso dado hasta la composición del Congreso y el Senado, y comprobarán que llevamos más de un mes viendo un alarde de efectos especiales pero ningún guión.
Imagino que si algo se pudo extraer de los últimos resultados electorales en España, aparte de que todavía hay muchas personas desmotivadas ante la política, fue el sincero deseo de los españoles comprometidos –los que no votan no pueden formar parte de esa categoría- de romper con cuatro años de mayoría absolutista del PP y la necesidad de buscar nuevas líneas de pensamiento ideológico y lenguaje político que nos salvasen de ese bipartidismo que solo ha creado alternancia en el poder de una aristocracia de privilegiados tan alejada de la vida real, la de la calle, que para comunicarse con ella hacía falta una conexión vía satélite. La orden del electorado fue clara: dialogad, pactad, haced política, eso que durante décadas os habéis negado a hacer en nombre de la estabilidad, esa estrategia para blindar legalmente un modelo de política totalitaria donde cualquier debate parlamentario era estéril. Ese fue el resultado de las urnas que abría una nueva forma de hacer política en España –el resto de Europa nos saca medio siglo de ventaja- y nos llenaba de interés e ilusión. Y ahora tengo la sensación de haber asistido a días de fuegos artificiales, de trampantojos, de trucos de magia sensacionalistas, a un alarde de efectos especiales con los que entretener mientras alguien terminaba de escribir el guión.
Admito que este mes he sentido decepción ante la falta de capacidad de diálogo de todas las fuerzas políticas. El diálogo lleva implícita la intención de llegar a un acuerdo, encontrar soluciones, y yo solo he visto exigencias, soberbia y altas dosis de intereses personales (o de partido) bastante alejados del interés de los ciudadanos. Todo eso para poder enarbolar con más fuerza la idea de nuevas elecciones. Convocar nuevas elecciones no solo es un despilfarro económico (más de 160 millones de euros) sino que además revela un fracaso; el fracaso de nuestra democracia. Pero ese revés no es responsabilidad nuestra, que cumplimos con nuestra obligación y acudimos a votar. Es competencia de la clase política, de la de siempre y de la nueva, de todos los dirigentes que no han estado a la altura de nuestras exigencias y prefieren convocar elecciones de nuevo para regresar al orden establecido, al orden que a ellos les conviene e interesa.
He sentido que estaba ante un film que presentó un trailer superior a la película, una cinta donde los personajes se iban desdibujando para acabar resultando banales, donde la crispación –la misma que llevamos consumiendo décadas- volvía a servir de cortina de humo para ocultar lo realmente importante. Una producción más pendiente del merchandising que del argumento. Hemos escuchado a Pablo Iglesias hablar en nombre de sus bases, de las bases socialistas, de la izquierda entera y de cada uno de nosotros a título personal. Hemos escuchado a Albert Rivera, el de la regeneración democrática, decir que la corrupción no impide el diálogo con el PP. Hemos visto a Susana Díaz moverse por palacio como si fuese lady Macbeth. No hemos visto a Pedro Sánchez. Hemos visto a los independentistas frotarse las manos anteponiendo sus intereses particulares a los generales. Incluso hemos visto cosas que vosotros no creeríais. Hemos visto a Felipe González y una corte de zombies políticos decir que lo que había que hacer era permitir un gobierno del Partido Popular, a la vez que Dolores de Cospedal aseguraba que España –otra que habla en nuestro nombre- no entendía que el PSOE no se sentase a hablar con el partido que había ganado las elecciones. Olvidó apuntar que también es el primer partido de la democracia imputado –perdón, investigado- por destruir los discos duros del ordenador de su ex tesorero Luis Bárcenas y entorpecer así la investigación, hecho que conlleva una responsabilidad penal. Olvidó también Cospedal aludir a la gran redada al PP valenciano como parte del caso Imelsa. Acuamed, Gürtel, Púnica, Bárcenas, Pokemon, Palma Arena, Noos… La trama corrupta a la sombra del PP ya afecta a diez comunidades autónomas, con 31 tramas abiertas (once de ellas solo en Baleares) y más de 500 investigados. Ese es el patrimonio del PP con el que sentarse en una mesa a negociar. Y dice Mariano Rajoy que los casos de corrupción no son un problema de partido sino casos individuales. De esa manera, llama la atención que exista un partido capaz de aglutinar a tantas personas ética y moralmente reprobables. Yo me lo haría mirar.
Soy uno de esos que no pierde la esperanza, que ante novelas aburridísimas y películas insufribles no abandona la lectura ni se ausenta de la sala porque siempre cree en el giro de guión, en el cambio que despertará mi atención. Incluso creo en un final que salve todo lo anterior. Y ahí permanezco, sin palomitas y con cara de Boyero viendo Ocho apellidos catalanes, esperando que esta vez, como cantaba la optimista de Sally Bowles en Cabaret, nos toque ganar.
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