Marisol, Pepa Flores, Mariana Pineda…, la mujer que decidió ser otra
Ni Marisol, ni Pepa Flores, ni Mariana Pineda recogerán el Goya de honor de esta noche. ¿Y Josefa Flores? En su nueva entrega de ‘Espejos y espejismos’, la escritora Sonia Fides está convencida de que no acudirá. Le preguntamos la razón. Y nos contesta: “No va a ir. Porque la he visto vivir. Las flores salvajes seguirán siendo flores”.
La memoria es una madre que siempre responde a los caprichos de sus hijas. Quizás por eso hoy vuelvo a tener 15 años y recuerdo el paso lento de una mujer que quiso ser otra, que quiso morir como moría otra. Ni siquiera el otoño fue capaz de acabar con nuestra adolescencia cuando aquel mes de noviembre de 1984 Mariana Pineda, afianzada sobre el cuerpo de la extinta Marisol, volvía a ir al cadalso. La niña prodigio le había prestado su mirada azul. Nunca pensamos, mientras mirábamos la pantalla, que aquella no sería una muerte simbólica, una foto fija en la retina de toda una generación. Pepa Flores también moriría aquel diciembre del 84. Moriría para el cine con el cuello abrazado a la esperanza de una libertad que nadie presentía, la del anonimato.
Éramos tan jóvenes cuando Mariana Pineda era aclamada por el pueblo, cuando la muerte resonaba, con el pulso tóxico con que resuena una artera caricia sobre la piel helada de la Alhambra… Mariana avanzaba hacia la eternidad. Pepa avanzaba hacia el silencio, hacia una nueva identidad, hacia una resurrección sin sepulcros, sin dioses y sin dictadores.
La lluvia multiplicó el llanto de Granada en el momento en que Mariana expiraba. Pepa se convirtió en un eco capaz de reforzar el porvenir de muchas biografías.
Después de ese día, Pepa Flores ya no sería nunca más Marisol, la niña de pelo amarillo que cantaba canciones fútiles para divertimento de las familias pobres contra las que escupía su saliva helada la dictadura. No sería tampoco la actriz de voz profunda que mostró la cara más hermosa de la más hermosa revolución. Ya no volvería a ser la pasionaria de ojos rasgados y cuerpo menudo. A partir de ese momento, sólo Josefa Flores deambularía por las calles.
Adiós a la melodía negra que perseguía su futuro, hola a la luz natural, al lenguaje lento del mar en calma, al amor sin sobresaltos, a las miradas sin sentencias. Adiós a los susurros que encerraban sus antiguos nombres, adiós a las sombras y un brindis por el lúcido epílogo que llenaría su copa.
Escribo estas líneas como quien escribe una plegaria; lo hago amparada por la certeza de que Málaga es la perseverante amazona que no nos devolverá al mito, ni al espejo, ni a la heroína de puño en alto cuando hoy, esta noche, suenen las trompetas del apocalipsis y todas las sirenas del mundo entonen sus más seductoras melodías para tratar de convencerla. Josefa Flores no recogerá su Goya de honor. La honestidad es una mujer de movimientos lentos, una estatua sin ganas de ser restaurada.
Dará igual que muchos viajen en un tren de lengua rápida para presenciar un milagro, dará igual que muchos recen para que los pesimistas se equivoquen. El sábado, Málaga será esa ciudad en la que no existen las traiciones y las flores salvajes seguirán siendo flores.
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