Las esculturas perdidas de Richard Serra
En el año 2005, el Museo Reina Sofía echa en falta un conjunto de esculturas en acero corten de Richard Serra que pesaba 38 toneladas. ¿Cómo pudieron desaparecer de sus almacenes? La autora del cuento de hoy, el 12 de nuestra serie de Agosto en colaboración con el Taller de Escritura de Clara Obligado, monta una sensual historia en torno a tan extraña desaparición.
Por LUZ D. MONTERO ESPUELA
Nos veíamos todos los veranos, en cuanto Nerea llegaba al pueblo para pasar unas semanas con sus tíos. El solar de la chatarrería era nuestro territorio: jugábamos a escondernos en cuevas oxidadas, guerreábamos con tubos de acero, ascendíamos montañas de herrumbre y dormitábamos en asientos desvencijados. Sus padres siempre temieron por la integridad física de su niña, pero los dos esperábamos esos días como los mejores del año. Fue allí donde nos descubrimos.
En la adolescencia, Nerea comenzó a espaciar las visitas. Me contó que su tío había empezado a beber y que le repugnaba verle tambalearse hasta llegar a la mesa, cubierto de suciedad. Su tía, aparentemente resignada a la nueva situación, le obligaba a acompañarlas, aunque no probara bocado. Algunas noches, sin embargo, les oyó discutir desde su dormitorio: le recriminaba su “vicio” y le culpaba de algo que, al parecer, les iba a buscar la ruina; a él le oía balbucear frases incoherentes, en las que siempre aparecían las palabras dinero o policía.
En los últimos años solo estuve con ella un par de veces. Nerea había comenzado a estudiar Arte y estaba obsesionada con un escultor famoso, un tal Serra, del que me hablaba sin parar. Tendrías que ver lo que crea con el acero, me decía. Había ido al Guggenheim a ver su obra, y esperaba conseguir dinero para viajar y ver los trabajos de este hombre en Estados Unidos. Me contó una historia sobre un encargo que le hizo el Reina Sofía y que el museo perdió; después parece que aceptó hacer una réplica y eso es lo que está ahora expuesto. ¿Te imaginas, me decía, desaparecer esas cuatro enormes piezas de acero, casi cuarenta toneladas?
La volví a ver en los entierros de sus padres que, con pocos meses de diferencia, murieron de la misma enfermedad.
Nerea se quedó sola y ya no volvió por el pueblo hasta el accidente de sus tíos. Quizá porque nadie lo pidió, o porque todos les conocíamos, incluida la Guardia Civil, no investigaron en exceso las causas. Oficialmente fueron la lluvia y el reventón de una rueda, pero quizá el alcohol tuviera más que ver con que su tío empotrara el viejo coche contra uno de los escasos árboles que flanquean la carretera. Así se convirtió en heredera y única propietaria del negocio y de una casa cuyos dueños parecían haber sufrido el Síndrome de Diógenes en los últimos años.
La chatarrería, con las cuentas abandonadas desde hacía tiempo, a primera vista resultaba más que ruinosa; la opción más lógica era venderlo todo y guardar como recuerdo una foto de la pareja, jóvenes y sobrios, y quizá rescatar alguna pieza de la chatarra, de esas que rebuscábamos en la infancia. Nerea solo esperaba, con la liquidación de todo aquello, obtener un dinero que le permitiera continuar sus estudios de arte sin el agobio de un presupuesto escaso. Me voy a ir hasta el desierto de Qatar, donde está la última instalación de Serra, me dijo.
El terreno, aunque las montañas de desechos hacen perder la perspectiva, es bastante extenso, más aún de lo que ella recordaba. Lo que no había olvidado era el olor del lugar y, sobre todo, los colores y las formas de aquellos amasijos. Lo mismo que yo tenía grabado de ella. La visité y nos redescubrimos entre las montañas de herrumbre. Hablamos de sus planes y de los míos. En mi caso, yo sigo en el pueblo, me encargo del supermercado de mis padres. Nos veíamos cada fin de semana, cuando le llevaba el pan y la compra que encargaba. Como en la infancia, pasó horas perdida en aquel laberinto, sin identificar nada, pero reconociendo todo.
Un domingo Nerea me dijo que, como su trabajo en la revista podía hacerlo desde aquí, se quedaría una temporada en el pueblo para organizar todo antes de venderlo, no quería tirar nada importante. Estuvo meses llenando sacos con cosas insólitas que sus tíos atesoraban. Le sorprendió descubrir algunas aficiones ocultas, como lo que terminó siendo una colección de armas que fueron apareciendo hasta en los cajones de la cocina. No menos extensa resultó la de instrumentos musicales, sobre todo trompetas, en una casa donde nunca se oyó una nota. O la ristra interminable de balanzas romanas, calentadores de cama, rejas de arado, estribos, bocados o herraduras. Consiguió deshacerse de todo ello y lo hizo, además, de manera casi profesional, obteniendo un buen pellizco con su venta. Pasaba horas hablándome de sus hallazgos, mientras yo me aprendía de memoria su cuerpo.
Finalmente logró vaciar todas las estancias de la casa y reunir, en el cuarto que su tía usaba como oficina, todos los papeles que fue encontrando y que clasificó por fechas, origen o intuición: facturas, extractos bancarios, calendarios con anotaciones, cuadernos… un puzle inmenso, pero gris e incompleto, según ella. Pero ¿qué buscas?, pregunté alguna vez, sin obtener respuesta. Tampoco yo la contesté cuando ella preguntó por qué aparecía mi nombre en las anotaciones de gastos de su tía.
Cada día la sentía más huraña. Aunque nunca había tenido relación con la gente del pueblo, ya ni siquiera salía de su casa. Solo yo la visitaba. Dejamos de encontrarnos entre la chatarra para hacerlo en su dormitorio. Es más limpio, me dijo. De vez en cuando desaparecía sin dar explicaciones.
Hace unos días fui, como siempre, a llevarle el pedido. Al no contestar, pensé que habría vuelto a irse y entré. Dejé las bolsas en la cocina y me pareció escuchar un ruido. Desde la ventana de su cuarto se ve todo el terreno, de modo que subí.
En el centro del solar, que solo Nerea podría haber limpiado, se encuentran las cuatro piezas enormes de acero. La chatarra forma un rectángulo a su alrededor. Cuatro piezas iguales, colocadas en paralelo, y limpias. Y pegada a una de ellas, Nerea, desnuda. Reconocí su cuerpo, pero no su rostro ni sus movimientos.
Me quedé en la ventana hasta que algo le impulsó a mirar hacia arriba.
Nerea me lo ha contado todo. Lo que está en medio del solar es la obra de Serra, esa que desapareció del Reina Sofía. Tiene un título que no recuerdo y una historia que ella me ha contado mil veces. Dice que lo descubrió a las pocas semanas, que no sabe cómo ha llegado hasta allí, pero que sigue aplazando la llamada a la policía porque no encuentra ni justificación legal para exculpar a su tío ni el origen del supuesto delito. Lo que sí ha comprobado es que la desaparición coincide con la época en que él empezó a beber.
No ha vuelto a dormir ocho horas seguidas. Cualquier ruido la despierta y teme, con un terror irracional que la invade constantemente, que alguien más esté en el secreto, que de repente aparezca algún socio o cómplice de su tío. ¿Quién pudo ayudarle?, me pregunta, ¿y por qué no se deshizo de ella?, me interroga.
Lo primero que hace al despertar es cerciorarse de que la obra sigue allí. Y solo cuando, cada mañana, su rostro, sus manos, todo su cuerpo se adhiere desnudo al frío acero, y durante unos segundos un fuego absolutamente abrasador y reconocible, que nada tiene ya que ver con el arte, se extiende dentro de ella, solo entonces, olvida el miedo a perderlo y se abandona a la locura.
Cada día ha dedicado un tiempo a retirar la chatarra con la carretilla o con la pequeña grúa que yo le enseñé a manejar. Será imposible que tengan su distribución original, pero al menos ha conseguido aislarlas, las ha dado el espacio que necesitan alrededor.
Y hay algo más: muy de tarde en tarde, pues teme que en alguna visita se acabe delatando, se acerca al Reina Sofía, a la sala de Richard Serra, y entra si hay gente o vigilantes. No se atreve a estar sola pues, a pesar de las cámaras, sabe que no podrá contener el deseo de tocarla y comprobar si su tacto es el mismo, aunque intuye que no. Allí, la obra está en el lugar para el que el que fue creada. Sin embargo, solo Nerea sabe que lo que pueden ver los otros no es más que la reproducción del original con el que ella, y solo ella, se funde cada mañana.
En unos días, Richard Serra dará una conferencia y Nerea irá a escucharle. Aún no sabe si será capaz siquiera de acercarse a él. No sabe si se decidirá a hablarle. Solo él podría comprender, me dice, mientras la abrazo hasta disolverme en ella.
(*) NOTA DE LA AUTORA:
La obra de Richard Serra ‘Equall-Parallel/Guernica-Bengasi’ hace referencia a la similitud de dos acontecimientos: el bombardeo de la Legión Cóndor sobre la población civil de Guernica en 1937 y el de la aviación estadounidense sobre la población libia de Bengasi en 1986. El Ministerio de Cultura la compró en 1987, por 450.000 marcos, tras exhibirla en la exposición de 1986 ‘Referencias: un encuentro artístico en el tiempo’. Realizada en acero, consta de dos bloques de 148,5 x 500 x 24 cm., con un peso cada uno de 15 toneladas, y otros dos bloques de 148,5 x 148,5 x 24 cm. y 4 toneladas de peso cada uno. En total, la escultura alcanza las 38 toneladas. El alzado de 148,5 cm. se corresponde con la dimensión en altura del alféizar de las ventanas del edificio que los alberga.
Tras la reforma e inauguración del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, la obra se expone en la sala A-1 hasta noviembre de 1990 en que se desmonta y se deposita en una empresa de almacenaje. En junio de 2004, la directora del Museo inicia un Plan de estudio de la Colección y en 2005 se echa en falta la obra. Cuando se reclama la escultura a la empresa depositaria, ésta dijo desconocer su paradero. Dicha empresa se había disuelto en 1998 por suspensión de pagos y su nave, no el contenido, había sido embargada por la Seguridad Social. La Brigada de Delitos contra el Patrimonio Histórico de la Policía Judicial comenzó las investigaciones.
En octubre de 2008 Richard Serra vino de nuevo a Madrid para supervisar la instalación de la obra que había aceptado hacer de nuevo para el Museo, sin cobrar honorarios. “Es difícil imaginar que algo que pesa tantas toneladas pueda desaparecer”, dijo. La operación se paralizó con la escultura a pie de obra porque la grúa que debía cargarla no le daba suficientes garantías al director del Museo. Finalmente, en febrero de 2009, la escultura múltiple se instaló en la antigua librería del Museo, para lo cual hubo que taladrar una de las paredes de la sala.
El original sigue sin aparecer.
Comentarios
Por Begoña Moreno MARTÍN, el 24 marzo 2022
FAN DE LOS TALLERES DE ESCRITURA, ME ENCANTARÍA RECIBIR SUGERENCIAS DEL PIONERO EN ESPAÑA. UN ABRAZO.