Tristes hombres
A modo de epílogo, terminamos nuestra serie de verano, ‘TEXTOSterona’, en la que hemos publicado 20 piezas en torno al cuerpo del hombre, con un relato excepcional de uno de nuestros colaboradores, el periodista Enrique G. Llamas. Atmósfera cruda y tierna al mismo tiempo, capaz de remover sentimientos de inquietud y compasión, en torno a hombres delgadísimos y extrañas mujeres con pelucas. «Envejecían rápido, tanto que hasta los niños nos dábamos cuenta, y en el escote plano se marcaban cada vez más los huesos de su torso, tan paralelos, tan simétricos, que en ocasiones daban ganas de recorrerlos con los dedos»…
«Tristes hombres
si no mueren de amores.
Tristes, tristes».
(Miguel Hernández, ‘Tristes guerras’. ‘Cancionero y romancero de ausencias’)
El último apareció cuando los niños más pequeños ya habían dejado de temer a los hombres delgados. Hacía ya un tiempo del penúltimo, lo sé porque recuerdo el brillo de los escalones recientemente encerados –aquella fue la primera reforma que llegó a la finca– y el olor a carne quemada disuelto con el de la pintura fresca. La meteorología que dejan las paredes recién pintadas perdura, pero aquella vez fue tapada por la de la piel abrasada, por la de los codos a los que se les ve el hueso. Recuerdo de aquella mañana de febrero –cuando apareció el último– el color negro de las venas rotas y el frío que se colaba delgadamente tras reposar en los alféizares de las ventanas. El último que apareció no conocería nunca el gas ciudad, la limpieza en las aceras de nuestro barrio, ni aquella espumilla marrón, áspera y ácida, que llegó para sellar las ventanas antes de que un cartero comercial dejara en nuestro buzón la publicidad del climalit.
Recuerdo al último que apareció porque poco después achicarían el hueco de la escalera para instalar un ascensor raquítico y todavía estaba allí el vacío cuando doña Ramira se santiguó para comentar que ya había llegado a pensar que no volvería a encontrarse con ninguno más.
Aquella mañana bajaba de casa con mi madre y con mis hermanos para ir al colegio. Tras ver lo que nos esperaba en el portal fui incapaz de emprender el juego de cada día. En cambio, mi cabeza se embarró en repetir una y otra vez la misma rima consonante, exacta y cuadrada, que manejaba a mis pies tirando con hilos de títere: “quien pisa raya, pisa medalla, quien pisa raya, pisa medalla”, convirtiendo así mi andar en un poner un pie delante de otro de forma un tanto errática como si por eso la imagen de lo que habíamos visto en el portal –sería la última vez, pero eso aún no lo sabíamos– se pudiera escurrir por las junturas del pavimento. Quien pisa raya, pisa medalla.
– Quien pisa cruz, pisa a Jesús –dijo mi madre sin previo aviso.
No era consciente de repetir aquella rima en voz alta, pero mi madre me debió de leer unos labios que no se movían, o quizá mirara a mis pies haciendo malabares hasta la puerta del colegio. Ahora, tantos años después, cuando el barrio está limpio y es caro y resulta imposible tomarse un café sin dolerse del bolsillo o aun encontrar una frutería o una carnicería donde saben decirte cómo freír la pechuga de pollo, ahora, digo, soy capaz de recordar que mi madre aquella mañana despidió primero a mis hermanos pequeños y a mí me retuvo para darme un abrazo.
El juego habitual no era aquel no pisar raya no pisar medalla; algo que se hace con el paso bobo de quien camina como si caminar no fuera una gimnasia mental. Ese juego lo adquirí ese día y lo sigo utilizando cuando llegan malas noticias, como un alcohólico juega al solitario al quedarse sin compañía en la barra del bar. El juego habitual que a mis hermanos y a mí nos divertía, y a mi madre desquiciaba, era contar las jeringuillas que aparecían cada mañana en las aceras. No ganaba nadie, si acaso el que encontrara una que estuviera más escondida, tras las ruedas de un Seat Panda o a punto de colarse por una alcantarilla.
– El día que toquéis una vais a dejar de crecer y a acabar como esos hombres delgados. Esos a los que se les ve la calavera.
Porque se les veía y se les olía a lo lejos: era un aroma dulzón y tétrico que se vislumbraba alguna vez en los reflejos del atardecer dentro de los retrovisores de los coches, al girar las esquinas, y que salía de su piel, de los brillos oscuros de sus ojos pálidos. Mi madre nos agarraba y nos apartaba de ellos cuando venían de frente, con la ropa raída, enseñándonos los brazos desnudos y consumidos. A mi padre, sencillamente, no lo recuerdo en la calle y a nosotros –a mis hermanos y a mí- nos divertían sus voces tenues y alargadas. Voces que reptaban antes de llegar al aire, que parecían arrastrarse por su garganta, como si les diera pereza salir.
A veces, durante los juegos infantiles, en las noches en que no podíamos dormir, los imitábamos.
– Para un pico… para un pico…
Mi padre se reía. Mi madre nos mandaba callar a gritos.
Ellos no me daban miedo, despertaban acaso mi curiosidad cuando me miraban como quien mira al lugar de donde se ha partido hace tiempo. Hoy entiendo que era envidia. Ellos, como parte del paisaje que eran, podían levantar una mezcla de curiosidad o displicencia, cariño en ocasiones como el árbol muerto de la acera. Pero también había mujeres y con el tiempo –cuando pasaba a su lado– algo se empezaba a retorcer en su espalda y la impotencia recorría mis imberbes brazos en una pena honda que –cada vez que vuelvo a sentirla– me recuerda a ellas.
Llevaban pelucas que habían sido de colores chillones, altos zapatos con la superficie comida. Zapatos que nunca entendí, porque les impedían correr cada vez que algún hombre las pegaba. Las medias –si llevaban– rotas, y con el tiempo los vacíos sujetadores les iban quedando anchos, descuajeringados, por encima de una delgadez que comía a sus anchas espaldas, que marcaban los desmembrados juncos de sus falanges. Las conocíamos mejor que a ellos porque en alguna ocasión se agachaban a recogernos la peonza si la lanzábamos demasiado lejos o nos sonreían si nos veían caer y se nos descarnaban las rodillas. Envejecían rápido, tanto que hasta los niños nos dábamos cuenta, y en el escote plano se marcaban cada vez más los huesos de su torso, tan paralelos, tan simétricos, que en ocasiones daban ganas de recorrerlos con los dedos.
Había una que no llevaba peluca. Lo sabíamos porque su pelo no era rosa ni verde, ni estaba cardado, no tenía volumen y su color no tenía brillo, como el de mi madre, como el de las cajeras de los supermercados, como el de muchas chicas del centro de la ciudad. Era la más educada, la que más nos sonreía, y a mi madre y a mis hermanos nos daba todas las mañanas los buenos días sonriendo, aunque le doliera. Y le dolía a veces, aunque reprimiera el gesto: muchos días aparecía con un labio roto o un moratón mal disimulado en el ojo. Alguna vez, mi madre le daba una lata de sardinas en conserva.
– Toma, tienen hierro.
– Mamá, ¿por qué le das comida?
– Porque el pobre se va con cualquiera.
Adelgazaba más que ninguna. En ocasiones estaba dos o tres días sin aparecer y –justo cuando empezaba preocuparme– volvía a su esquina, como si aquella fuera su casa. Tenía un extraño acento y no pronunciaba las eses.
Una mañana, según nos acercábamos a ella, la vi distinta. Llevaba días sin aparecer y yo tardé otros tantos en ponerle nombre al cambio que había sufrido porque con el andar del tiempo se hacía más acusado y su nerviosismo se acentuaba. Me di cuenta porque aquel día mi madre no sólo le dio una lata de sardinas, también una barra de pan, y eso nos obligó a acercarnos.
– Señora, si por favor pudiera…
– No, hijo, no, yo no te voy a dar dinero para eso.
Y ella agachó la cabeza, dio las gracias y se fue a comer a algún lugar que estaría en el barrio pero a la vez muy lejos. La había visto tan de cerca que acababa de comprender por qué mi madre se refería a ella como un hombre. Fui capaz también de ponerle nombre al cambio que había sufrido.
Aquel día, después de comer rápidamente, rompí la hucha a escondidas en el baño y le pedí a mi madre que me dejara salir antes para jugar en la plaza. Después, le dije, iría con mis amigos al colegio. Ella no quería dejarme, pero mi insistencia me hizo prometerle que no saldría de la plaza y que ella iría allí a buscarme para llevarme al colegio.
Salí de casa corriendo y, tras comprobar que ella había vuelto a su trozo de pared, entré deprisa en la droguería de al lado. Una vergüenza grande me llenó todo el cuerpo. Procuré que no me vieran al entrar, pero me di cuenta pronto de que tendría que pagar igualmente. Cuando encontré lo que buscaba conté el dinero: tenía mucho más que de sobra y no entendía por qué no lo compraba ella misma. Pero supe también que era mejor no pensar, no encontrar respuesta. Cogí el paquete azul que estaba buscando.
-¿No eres muy pequeño para esto? –me preguntó el tendero riéndose.
Con mi mano minúscula puse el dinero exacto en el mostrador. La piel de la cara me ardía y me escocía algo dentro de los ojos, un calor interno forzaba mi cuello a doblarse hacia abajo y sabía que si abría la boca aquel calor se convertiría en agua que bajara por mis mejillas. El tendero me dio el paquete dentro de una bolsa de plástico y me fui de allí corriendo.
Ella seguía en su pared, y me di cuenta de que quería ocultar su cara de la de la gente, pero que no podía permitirse marchar de allí. Me acerqué primero corriendo, frenando a medida que llegaba hasta ella como si el aire a su alrededor fuera más denso e invisibles carteles que anunciaran peligro cayeran entre los dos. Le di la bolsa, ella me miró extrañada y me fui corriendo de nuevo. No sé adonde.
Poco más la vi en los días siguientes. Poco más la vi, de hecho, porque a los pocos días se fue y la esquina de al lado de casa quedó huérfana. Su trozo de pared parecía venirse abajo. El resto de mujeres como ella también fueron desapareciendo, pocas volvían. Nosotros seguimos contando las jeringuillas que había de camino al colegio.
Hacía ya mucho tiempo que no aparecía nadie en el portal. Lo recuerdo porque acababan de barnizar la escalera y antes –en la peor época– nadie hubiera hecho reforma alguna que pudiera acabar manchada por el olor a quemado de las venas rotas y la piel marrón y acartonada. Hacía ya mucho tiempo, no volvería a ocurrir, aunque nosotros eso no lo supiéramos, y después llegaría una espumilla basta y desagradable que impediría que el frío entrara ladinamente por las ventanas, poco antes de un carísimo climalit, y llegaría también la reforma que mermaría la escalera y haría desaparecer su hueco para incluir un ascensor pequeñísimo, en el que sólo cabíamos de dos en dos. Aquella noche, después de que apareciera la última, mi padre me dio un bofetón tras yo gritarle que la que había aparecido en el portal no era un hombre, sino una mujer y que no se tenían que haber desecho así del cadáver. Mi madre, cosa rara, le reprendió cuando yo ya no estaba delante.
De la mañana en que apareció la última de ellas en el portal, muerta y delgadísima, recuerdo la jeringa a su lado, el brazo desnudo y un bolso abierto del que sobresalía un paquete muy manoseado de maquinillas de afeitar desechables, con las hojas comidas y el mango de un azul tan fuerte como el del cielo de Madrid.
Había aparecido con la cara completamente rasurada.
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