Link: «Detesto a los cancerberos de la propiedad intelectual”
Daniel Link (Buenos Aires, 1959) es una figura que en España puede resultar extravagante, acaso incomprensible: un profesor de Literatura (catedrático de siglo XX en la Universidad de Buenos Aires) extraordinario: apasionado, ferozmente erudito, y un escritor de incansable brillantez capaz de difuminar las barreras expresivas y metodológicas entre el pensamiento especulativo y la ficción.
POR CARLOS POTT
Responder a la pregunta de cómo leemos (Cómo se lee es el título de uno de tus libros) es una de las preocupaciones de tu obra. ¿Cómo crees que eso que llamas “los archivos digitales” están transformando la lectura?
Últimamente solo leo libros en el formato “libros” (hojas encuadernadas) que me dan mis amigos y que por eso mismo atesoro. Los demás los leo en sus versiones digitales, a las que accedo con una velocidad que colisiona con mi ritmo (mucho más lento) de lectura. O sea: la disponibilidad de materiales en archivos digitales es hoy extraordinaria. Y prácticamente gratuita. Asistimos a ese momento de transformación radical de lo que entendíamos por lectura. Las opciones son dos: o aumentamos nuestra velocidad de lectura (lo que parece imposible) o elegimos mejor lo que leemos. Leer un solo libro puede ser una experiencia mucho más rica que leer cien.
¿Cómo explicarías el papel que desempeña tu blog en tu obra escrita?
Es, como he dicho muchas veces, un cuaderno de bitácora personal y, al mismo tiempo, un laboratorio de escritura. Me gusta que se haya vuelto un soporte vetusto (yo no tengo ni tendría cuenta de Facebook o de Twitter). Es un espacio en el que encuentro cierta tranquilidad.
¿En qué lugar dejan los avances tecnológicos a los derechos de autor y al copyright?
Aspiro a que las leyes de copyright se adapten a los tiempos. Es difícil considerarlas en conjunto. Está, por un lado, lo que tiene que ver con la formación, la educación y la investigación: eso debería ser de libre disponibilidad, sobre todo cuando ha sido concebido en el seno de instituciones de enseñanza o investigación. En cuanto a los derechos de autor de “obras autorales”, el asunto es más complejo, pero muchas veces se invocan derechos de “propiedad” que colisionan con toda posibilidad de uso. En todo caso, hay que ser cuidadoso. Pero a los cancerberos de la propiedad intelectual los detesto.
En varios momentos de tus obras has repetido la idea de que “el arte no es, pero hay arte”; una idea que vuelve a aparecer en ‘Suturas’. ¿Dirías que la pervivencia del arte está garantizada?
Sí, pero de una forma intermitente, esporádica, como distraída. Aparece aquí y allá (como la literatura en la red), sin aviso previo y sin las mismas consecuencias que la “institución arte” del pasado. Muchas veces, el arte de una película o una serie, o el montaje de un espectáculo en un parque de diversiones, tiene más “arte” que cualquier cosa que se vea en un museo o en un teatro lírico. La literatura, por cierto, tanto puede aparecer en un diario, como en una novela o en los diálogos de una película o una serie.
¿Existe para ti una especificidad de lo literario?
Sí y no. Hay una experiencia de lo literario: el arrebatamiento por la palabra y el ritmo. Pero a lo mejor eso se confunde con una experiencia política o religiosa.
Uno de los conceptos predilectos de tu obra es la de “lo imaginario”, que has usado en alguna ocasión para manifestar tu voluntad de dar continuidad al proyecto que Roland Barthes esbozara en sus ‘Mitologías’. ¿Qué es para ti “lo imaginario”?
Yo no puedo inventar demasiado sobre lo imaginario: el marxismo y el freudismo son dos poderosas teorías sobre lo imaginario y la imaginación (podría agregar a Sartre a la lista) en relación con las cuales solo puedo tomar posición. Mi posición sobre lo imaginario (independientemente de cómo lo defina) es que prefiero habitar un mundo poblado de imágenes, que a lo mejor son huecas, falsas, cadavéricas, que un mundo sin ellas. Finalmente, una imagen es un formidable mecanismo de negación del mundo y, por lo tanto, de desidentificación. Lo imaginario nos lleva a otra parte.
¿Y cómo lidia un lenguaje que tiende a la clasificación, como es el de la crítica, con esa potencia de desrealización?
En principio, no creo que el lenguaje de la crítica tienda a la clasificación más que otros géneros discursivos. Hay teorías y teorías, y siempre uno elige la más antipositivista. Los discursos (literarios, o cinematográficos, o los que fueran) implican un pliegue, una resonancia, y su lógica es completamente antipositivista, intempestiva. Ningún metalenguaje, en ese punto: el pliegue deja de ser representado para devenir método, operación, acto. Plegarse con tales o cuales singularidades, abrirse a ellas. Hay que buscar y rebuscar, en el pasado, las teorías que más nos convengan para una operación de escritura de ese tipo (desde Nietzsche en adelante). Siempre recuerdo, en este punto, a Gabriel Tarde, el fundador de una sociología de las cualidades que perdió completamente contra Durkheim en los momentos fundacionales de la disciplina. Tarde sostuvo una concepción inversa de la que sostiene la sociología clásica: no explicar lo pequeño por lo grande y el detalle por el conjunto, sino “las semejanzas de conjunto por la agrupación de pequeñas acciones elementales, lo grande por lo pequeño, lo englobado por lo detallado”. Una sociología de las simpatías y de las urgencias, una teoría de las inminencias, la ciencia de lo singular y de lo necesario. Una microsociología de los pliegues y las moléculas.
¿Qué aporta el lenguaje de la crítica literaria al análisis de la totalidad de los fenómenos culturales (incluyendo aquí a la historia y a la política)?
Si uno sabe leer bien un poema (no importa qué herramientas use), seguramente sabrá leer bien procesos de interlocución política y, por lo tanto, maneras de concebir la historia. Uno debería preguntarse a quién le conviene que se imponga la tan cacareada crisis de las humanidades (o muerte de la literatura, del arte, en fin: a esas concepciones apocalípticas): naturalmente, a quienes prefieren un ejercicio ciego del poder. Se podrá leer de tal o cual modo (un poema o un relato), y esos modos varían históricamente, pero la competencia lectora para leer los monumentos de una lengua es necesaria para enfrentarse con los documentos de barbarie.
¿Dirías que el desarrollo de esa competencia es el objeto de tu labor docente?, ¿hay textos que te veas llamado a analizar en tus clases urgido por el presente?
Por supuesto. Hace unos años, porque la paranoia se había instalado como lógica de la imaginación pública en Argentina, me puse a estudiar el texto fundador de la paranoia, las Memorias de un enfermo nervioso, de Daniel Paul Schreber. Descubrí que ese texto merecía ser leído como literatura. Y lo enseñé durante varios años. En 2017 se cumplen cien años de la revolución soviética: será una buena ocasión para revisar lo que queda de ese pasado de revoluciones que fue el siglo XX.
Otra de las vinculaciones de tu obra con la de Barthes es la profunda afectividad de su estilo. ‘1959’ es uno de los textos más memorables de ‘Suturas’ y no se debieron de escribir muchas cosas mejores sobre The Force Awakens que esa suerte de capítulo de ‘Vidas paralelas’ que protagonizas junto a ‘Star Wars’ en una entrada de tu blog. Esa presencia intermitente del yo en tus textos, ¿qué lugar ocupa en el desarrollo de tu teoría?
Me gusta que notes la afectividad de mis especulaciones. Uno piensa siempre a partir de esos impactos afectivos y sensibles que no sabe muy bien cómo explicar. “Yo” es, como se sabe, una palabra vacía de significado, un deíctico. Señala a quien toma la palabra y sostiene un discurso y nada más. No tiene predicados fijos. Por lo tanto, el “yo” que yo uso es un “yo” variable, vaciado de toda infatuación, de toda plenitud. Es un shifter (sí, la palabra es muy barthesiana, también), que me permite pasar de cierto plano de pensamiento a otro, de un registro a otro.
¿Y qué lugar ocupan tus novelas?
Yo no creo demasiado en la capacidad de los géneros para dar cuenta de la literatura, que es, para mí, una experiencia de escritura. Pero las novelas me permiten descansar de la verdad. Quiero decir: los personajes novelescos pueden desempeñar cualquier comportamiento, sostener disparates discursivos que no me involucran necesariamente. El ensayo supone un compromiso mayor con lo dicho. Entonces, escribir una novela (un cuento o un poema) es entregarse a la dicha de las infinitas potencias de los discursos (incluso las más sombrías y las más desagradables). Pero la experiencia de la escritura está siempre allí, y por eso quise que Suturas incluyera poemas, fragmentos narrativos, interrogaciones sostenidas. Escribir es como vivir: pasar permanentemente de un espacio a otro.
César Aira, Edgardo Cozarinsky… ¿Podrían ser estos nombres a los que sientes que te ligan inquietudes formales o temáticas y con los que podría decir que trabajas en forma conjunta (aunque sin pasar por ser una “generación”)?
César nos abrió una puerta inmensa para que pudiéramos inventar una literatura nueva. No sé si lo conseguimos del todo. Edgardo es un queridísimo amigo que, pese a lo que sus documentos declaran, es el más joven de nosotros: siempre está experimentando. Hay que ir más allá de lo previsible: eso es lo que ellos siempre nos enseñan y por eso los leemos.
Por último, y en muy otro orden de cosas, ¿cómo percibes la relación actual entre España (y el “neohispanismo”) y el resto de países hispanohablantes?, ¿hay algo más allá del negocio editorial, el premio Cervantes, Mario Vargas Llosa y otros signos de geopolítica imperial?
La relación entre los hablantes del español y la metrópolis sigue siendo compleja. Naturalmente, frente a la geopolítica imperial, nosotros, latinoamericanos, reivindicamos la lengua como un recurso natural a cuya explotación tenemos derecho. Ya no se trata de una cuestión de “uso”, sino de una soberanía lingüística y cultural que se nos niega (como dentro del Estado español se les negó durante mucho tiempo a los catalanes, los gallegos, los vascos e, incluso, los andaluces). Tenemos derecho a nuestra lengua, como a nuestra literatura. Y tenemos derecho a sancionar los usos legítimos sobre nuestra lengua y a promocionar determinadas políticas culturales y no otras.
¿Crees que los términos hispanoamericano y latinoamericano conservan algún vigor del que pueda valerse la crítica literaria y cultural?
Sí, porque son términos problemáticos. Y siempre que hay un problema, habrá una indagación literaria y cultural legítima en la cual embarcarse.
Quizás por la preeminencia de algunos nombres se diría que el pensamiento literario argentino y su crítica cultural están entre las más ricas de los países hispanohablantes. Otra cosa es cómo lo viva un actor de ese campo cultural: ¿a qué retos o amenazas se enfrenta hoy este?, ¿qué capacidad tiene para implementar las políticas culturales de las que hablabas?
Creo que el campo cultural argentino está ahogado por polarizaciones trascendentales que vienen de la política partidaria. El reto es liberar al análisis cultural y la crítica de todo trascendentalismo, precisamente para poder volver a abrirse a las potencias revolucionarias de la literatura y el arte. En cuanto a las capacidades para gestionar nuestra propia soberanía en el ámbito literario y lingüístico, eso requiere un apoyo decidido desde el Estado, y no parecen estar dadas las condiciones para que eso suceda. ¿Por qué? Porque el capitalismo trasnacional (entendido, en lo que a estos temas se refiere, como una especie de aduana del pensamiento, un espacio donde no se inventan o crean conceptos, sino donde se administran Universales) ha hecho nido en Argentina y, hasta que no cambien los aires, habrá que actuar en contra de esos intereses que no son los nuestros. Habrá que pensar en una alianza al mismo tiempo pública y privada (es decir: política y económica) entre teoría, arte y ciencia, registros plegados en un umbral de indiscernibilidad y las condiciones de un saber. Nosotros, educados en la filología, llamamos “crítica” a ese umbral en el que se funda una cosmología completa, una hipótesis de mundo, una antropología radical, subdesarrollada por vocación, futurista.
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Carlos Pott es un joven profesor de espíritu delicado, aunque robusto.
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