Maternidad…, que no sirva para que otros cojan ventaja
Ayer fue la gran celebración del Día de la Mujer. Hoy esta ‘Victografía’ del 9 de Marzo quiere ser el gran Día de las Madres y de ese momento decisivo en que la mujer se desdobla, en que se rompe su propia existencia para volver a empezar.
Me pregunto qué pensó la primera mujer cuando algo empezaba a desgarrarla. Cuando un dolor severo, punzante…, encogía su vientre y separaba sus carnes. Un tiempo que se contaba en segundos dolorosos, donde se rompía la propia existencia para volver a empezar.
Algo había aumentado en su cuerpo desproporcionadamente, algo extraño que se movía, que susurraba como las hojas del bosque y que quemaba como el primer fuego. Entonces cayó al suelo a la vez que expulsó parte de su cuerpo con un sonido prolongado y agudo que inundó el valle y que se fue haciendo eco por las montañas sobrecogiendo a las bestias; pues esa especie que empezaba a coger ventaja, dentro de un reino animal, había empezado a propagarse. Como un virus imparable fue devorando a unos y haciendo fuertes a otros. Algo natural domesticaba a la hembra como al resto de los animales. Desde que se parió el primer hijo, ella tenía ya marcado su destino. Una oportunidad que aprovechó el macho para afianzarse, batiendo los puños en su pecho desnudo. Y una vez subido al pedestal…
Pudiera ser este el final de la historia, pero a lo largo de los siglos la mujer sigue buscando el camino, con más o menos éxito, que le lleve también a lo alto de la roca para mirarle de reojo y tomar, también, ella el relevo de los puños.
Más de 1.000 mujeres –1.046, en concreto– han sido asesinadas por violencia de género en España desde que se tienen cifras oficiales, año 2003. Si hacemos una lectura a nivel mundial, una de cada 3 mujeres y niñas, en todo el mundo, experimentan violencia física o sexual en su vida. Las estadísticas de feminicidios son alarmantes y algunos países siguen alimentando unas sociedades aterradoras donde las mujeres continúan siendo las principales víctimas. La OMS calcula también, en un informe de 2019, que cada día mueren en todo el mundo unas 830 mujeres por complicaciones relacionadas con el embarazo y el parto. Con la mujer se comercia y se juega, a la mujer se la discrimina, se la ignora, se la vende. De ella se abusa. A la mujer se la viola.
Aquí la lírica de los primeros párrafos se estanca, no hay susurros, ni hojas que se mueven por el viento, ni una pluma indecisa que vaya surcando el cielo del valle dejándose acariciar por el viento. Eso es humo ante la realidad que trae un fuego, una prosa dura. Decir la frase ‘hemos avanzado mucho’, todavía es no decir lo suficiente. Hay muchas ilusiones que empiezan siendo mujer y se estancan según transcurre la vida; algo que no les ocurre tanto a ellos.
Recuerdo ver las tripas de embarazadas con indiferencia al principio, con curiosidad más tarde y con cierta necesidad al final. Por eso tuve mi hijo a una edad madura. Siempre posponía el tema para plantearlo después del siguiente viaje. Después de Nueva York, después de Colombia, después del Sinaí… Mi último viaje de trabajo, antes de ser madre, fue a Noruega.
En las primeras semanas de mi embarazo todo fue bien, pero lo que era lo más natural del mundo, para los demás, en mi cuerpo se convirtió en algo anómalo. Placenta previa se llamaba. Había muchas placentas previas en las consultas. Unas van regular, otras mal al final, y otras peor desde las pocas semanas. La mía fue esta última opción. Del reposo parcial al reposo absoluto. De un sueldo digno a la nada. De trabajar sin parar al paro no remunerado. Decían que como autónoma podía coger la baja, pero si me daban 250 o 350 € de baja (cifra que no recuerdo) tenía que seguir pagando mi mensualidad de autónoma (casi 300 €).
El recuerdo de esos días me viene en una imagen concreta teñida de una mezcla de sentimientos:
El apartamento de Gobernador está en calma. Aunque estoy en el centro del barrio de Las Letras no escucho ningún ruido. El único lujo exterior que me puedo dar, ya que tengo que estar en reposo, son las vistas de los tejados antiguos bajo el cielo de Madrid y la Luna que se levanta por el Este. Al fondo, los árboles del Retiro y, más cerca, los del Botánico. De vez en cuando llegan los olores a lavanda y melisa de la tienda de la calle Atocha que saca los cubos vacíos llenos de aroma a un patio común. Estoy en la semana 20, y ya empiezo a notar las patadas del niño. Dicen que mide unos 16 centímetros y que puede escuchar mi voz, así que cuando estoy sola, como en este momento, le suelo hablar. Le cuento lo de la chimenea antigua con los sombreretes que parecen soldados cabizbajos que vienen de la guerra en sus cabalgaduras rojizas. Luego está la moderna plateada, de un restaurante de la calle Fúcar, que surca las tejas y se eleva como si fuera el periscopio de un submarino. Y le cuento cómo yo estuve en uno y a través de su radar escuchaba las ballenas. Siempre que miro por esa ventana me imagino que en la hondonada de la estación de Atocha está el mar, y que el ruido de los trenes, que aún a lo lejos se pueden escuchar, son los de algún barco que llega a puerto por la ensenada.
Un ruido en las tejas cambia la dirección de mi mirada. Son nuestros gatos que recorren los tejados y se meten en peleas. He sorprendido en la oscuridad al macho blanco y negro con un calcetín en la boca, le llamamos Naughty, el “cat burglear” que nos roba la ropa de nuestra azotea.
Son las 10 de la noche. Estoy leyendo La Hoguera de las Vanidades y acabo de terminar Más allá de la guerra, de Mercedes Gallego (mis lecturas son siempre desordenadas). Cierro el libro y después de poner una película en el ordenador, me acomodo en la cama. Cuando apenas está apareciendo Hellen Mirren tengo una punzada en la pelvis. Unos minutos más tarde, noto mis muslos mojados, y después de un vuelco en el corazón, retiro las sábanas y me miro. Veo una mancha en el pijama. Me toco y mi mano sale manchada de rojo. Empiezo a temblar de pánico. El teléfono está en la mesilla al lado de la cama. No recuerdo ningún número. Acierto con el de urgencias, pero tardan en contestar. Entonces me preguntan, y me preguntan, y oigo solo eso, una voz ruda diciendo:
Señora, le vamos a hacer unas preguntas.
¿Qué preguntas?, les digo. Yo necesito una ambulancia.
Señora, cálmese, que le va a valorar un doctor. ¿Cómo se llama? ¿De cuántas semanas dice estar embarazada? ¿Ha sangrado anteriormen….
Cuelgo, cojo un abrigo y salgo a la calle. No encuentro ni llaves, ni dinero. Me voy. Cojo el ascensor y, al salir, veo a una pareja en el patio. No los conozco de nada. Les pido que me lleven a un hospital. Ella se queda y me voy con él en busca de un taxi. Mientras salimos hacia la calle de los Desamparados noto cómo un líquido se escurre por mi pierna. Cada vez estoy más empapada. Intento tapar la sangre con mi mano. Grito que se está muriendo. El taxi no puede seguir. Estamos en Viernes o Jueves Santo, no sé exactamente el día que es, y una procesión bloquea la calle Atocha a la altura de la plaza de Jacinto Benavente. Me bajo del coche sin escucharlos. Mi hijo se está muriendo. Veo un coche de policía. El hombre que me acompaña, y que no conozco, corre detrás de mí. Él explica todo. Me ayuda a subir al coche y se despide. Me intento agarrar a los asientos duros de plástico detrás de la mampara, para no sufrir más con los volantazos. Oigo una sirena. Las personas al otro lado de la ventanilla me parecen de otro mundo. Giramos, paramos, aceleramos hasta que todo está rojo. Mis manos rojas. Las letras rojas de urgencias. Las luces rojas de un ascensor. La luz roja de una puerta. Es demasiado joven para nacer, apenas tiene 20 semanas, digo. Me tumban. Humedecen de gel mi tripa. Está todo oscuro y la pantalla iluminada. Miro a los ojos de la mujer que me examina. Llevo mi mano a la cara para contener las lágrimas. Ahora todo está oscuro, frío, gris y verde. Tranquila, tranquila, que está aquí. Las mujeres sonríen. Mírale, qué energía, tan tranquilo y dando patadas. Giran la pantalla para que lo compruebe. No veo nada, pero me lo creo pues mi tripa se está moviendo.
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