Pedro Sorela y las fronteras que imponen los tiburones
La nueva novela del socarrón Pedro Sorela, ‘Banderas de agua’, bebe de las mismas fuentes que ‘Rebelión en la granja’ de Orwell. Ambas son una sátira en contra del autoritarismo y un canto a la libertad. Una historia divertida de tiburones y delfines, una mirada crítica del mundo en el que vivimos y en la que podemos reconocernos.
“Los lugares con más guerras son aquellos donde hay menos fronteras”, aseguró Nicolás Sarkozy en una reciente entrevista publicada en el diario El Mundo. O Sarkozy es un ignorante o es un cínico. O ambas cosas, que también es posible. Por hablar solo de la historia reciente, fue tras la Primera Guerra Mundial cuando Europa se partió en varios trozos y le siguió una segunda contienda aún más dolorosa. El periodo que vino después, una época dorada en palabras de Tony Judt, se basó en dos pilares: la “eliminación” progresiva de las fronteras y la construcción de la sociedad del bienestar. No es casualidad, por tanto, que el asedio a los derechos sociales y laborales y el auge del nacionalismo y la xenofobia hayan confluido en el tiempo. El enemigo de Europa no es la inmigración sino el nacionalismo rampante. ¿Y qué sería del nacionalismo sin las fronteras?
De las fronteras, del nacionalismo y de sus peligros, vistos con ironía y acidez, trata –entre otras cosas– la última novela del escritor y viajero Pedro Sorela, Banderas de agua (FronteraD). Una novela original y a contracorriente ya desde el momento previo a su publicación como libro de papel, pues los lectores pudimos leerla por entregas –recuperando la saludable tradición de los escritores decimonónicos para la era de Internet– en una revista de referencia en el periodismo digital, FronteraD.
“Un día los tiburones decidieron establecer fronteras en el mar”, así comienza esta historia alegórica protagonizada por los habitantes del mar, como una ocurrencia, pues al fin y al cabo eso es lo que son las fronteras, meras ocurrencias. La decisión de los tiburones conlleva otras decisiones sobre las que ni siquiera habían pensado los escualos (cómo controlar las fronteras, quién podrá pasar y quién no, por ejemplo), que acaban derivando en otro invento: la construcción de una identidad, de una nación, con un himno que ensalce la vuelta a la tribu y poetas que canten al pasado heroico, aunque no exista tal cosa. Y para convencer a los demás, aparte de por su evidente superioridad militar, los tiburones habrán de tirar, cómo no, de demagogia y persuasión. Un delfín (su bondad es un signo de inteligencia), un cangrejo (su grito no se oye), una gamba (“las gambas son una especie sufrida gracias a su carácter casi traslúcido, que deja pasar el agobio y las penas, y aguantan mucho») y un tiburón alfombra (el más desclasado de los tiburones, que va por la vida con “la vieja melancolía de los feos, que es la más antigua de todas”) serán algunos de los héroes que se opondrán a la autoridad de los tiburones y a su idea absurda de establecer fronteras en el mar.
Aunque los tiburones, después de todo, no son tan malos, y tras su ingenua amenaza se esconde una aun mayor. “En realidad, igual que los tiburones detestan a los delfines porque no soportan la superioridad manifiesta de su inteligencia y alegría, los hombres han comenzado el exterminio de los tiburones. Y no porque sean de verdad peligrosos o tengan hambre de sopa, sino porque en un tiempo banal como tal vez ningún otro del pasado, no soportan su elegancia, sin duda indestructible y que sugiere la eternidad: ya dura cuatrocientos millones de años”.
Banderas de agua bebe de la misma fuente que Rebelión en la granja de Orwell. Ambas son una sátira en contra del autoritarismo y un canto a la libertad. Tienen esa rara y extraordinaria cualidad de algunas obras que pueden leerse tanto por los niños como por los lectores más avezados. La prosa limpia, ágil y juguetona de Sorela, llena de matices y de humor, también de ternura, nos regala una historia divertida, una mirada crítica del mundo en el que vivimos y en la que podemos reconocernos.
Pena que los suplementos literarios no le hayan prestado la suficiente atención a una novela que habla de nuestro tiempo, que no dejará indiferente a quien la lea, que dejará al lector con ese sabor agridulce de las buenas historias que nos permiten mirar lo que hay al otro lado del espejo, aunque sea tenebroso, con una sonrisa.
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