Hilario J. Rodríguez: “Si gana Trump, toda forma de cultura se convertirá en una amenaza»
“Ni Dios, ni la cosmética, ni las tarjetas de crédito, ni los ordenadores nos han salvado de nada, jamás lo harán”, dice el escritor, crítico de cine y profesor en Virginia Occidental (EE UU) Hilario J. Rodríguez, que acaba de publicar ‘Nostalgia del futuro’, un ensayo con estructura de novela detectivesca. Tras los meses convulsos en la política española y a pocos días de las elecciones en Estados Unidos, H. J. Rodríguez tiene claro lo que pasará si Trump sale triunfador: “El lenguaje del Poder y el dinero se elevará todavía más, por encima del lenguaje de la educación y la cortesía. Con él, toda forma de cultura se convertiría en una amenaza”.
Oscar Wilde decía que arrepentirse de un acto es modificar el pasado. ¿Cómo se modifica el futuro?
El futuro es un relato más, la historia de cómo sobrevivimos o superamos al presente a través de una acción suspendida, a la que podríamos llamar ilusión, una especie de to be continued. Controlar ese relato nos permite escribirnos de manera infinita, a través de nuestras palabras, actos u objetivos; pero es una tarea tan ardua, tan difícil de llevar a cabo todos los días pese a la lluvia, la impotencia y el desaliento, y tan poco gratificante cuando nos quedamos a mitad de camino porque nada parece estar de nuestra parte o porque los objetivos nos eluden, que entregamos el control al mejor postor. Durante un tiempo, la religión, la ciencia, el capitalismo y la tecnología se disputaron nuestro relato con todo tipo de promesas, en las cuales hemos ido dejando de creer. Ni Dios, ni la cosmética, ni las tarjetas de crédito, ni los ordenadores nos han salvado de nada, jamás lo harán. Aun así continúan su particular guerra para narrarnos, creando ellos mismos a sus propios enemigos y lanzándolos luego contra nosotros porque -como Adolf Hitler- saben que el miedo no sólo es la mejor estrategia política sino también el mejor relato posible del futuro. Si somos conscientes de eso y logramos controlar nuestros miedos, quizás podamos modificar nuestro futuro.
Toda idea, escribes, es siempre la biografía de una imagen. ¿A qué incitan hoy las imágenes?
Las imágenes no son pruebas, son más bien evidencias. En lugar de convertirnos en espectadores, deben convertirnos en detectives. Por desgracia, han acabado convirtiéndose en la realidad, en la prueba irrefutable de nuestra existencia mientras nos abrazamos a nuestros amigos con cara de estárnoslo pasando estupendamente o de viaje por las islas griegas, cuando en el fondo la mayoría de la gente se siente triste, incomprendida, a la deriva y sola. A veces da la sensación de que estuviésemos utilizando las imágenes para borrar con ellas nuestras vidas y rehacerlas, sin darnos cuenta de que esas imágenes no son reales, tan sólo una transitoria posibilidad que se pierde como lágrimas en la lluvia.
Precisamente ‘Nostalgia del futuro’ nos coloca ante un mundo innumerable de imágenes y nos propone otro inicio hacia el porvenir…
Con Nostalgia del futuro yo intenté colocarnos ante imágenes perdidas, olvidadas o malinterpretadas, para proponer un nuevo comienzo a nuestro futuro, a partir de una nueva conciencia del presente. Por eso le proporcioné al libro la estructura de una novela detectivesca en la que al principio alguien -yo- busca en la realidad a una persona que aparecía en The Interview Project, y al final tiene a esa persona -u otra, eso da igual- detrás de la pared que le separa del apartamento contiguo en un enorme edificio. La imagen no me conducía a otra imagen; me conducía a la distancia mínima entre nosotros y lo real, a la distancia mínima entre el presente y el futuro. Transformo la imaginación en acción, el pensamiento en acto, como ha hecho el cine desde su nacimiento aunque no todo el mundo se haya dado cuenta y siga viéndolo con una actitud muy pasiva que a lo sumo concita nuestro agrado o desagrado, nuestras lágrimas o nuestras risas.
¿Cómo hay que acercarse a las imágenes en un mundo sobrecargado de ellas y con escasa imaginación?
Primero debemos acercarnos a ellas en lugar de esperar que ellas se acerquen a nosotros. Ryszard Kapuściński establecía la diferencia entre los antiguos viajes y los modernos en la omisión del trayecto que caracterizaba a estos últimos. Según él, antes quienes se desplazaban de un sitio a otro experimentaban cambios de temperatura y orografía, el día y la noche, los meses del año, las estaciones; escuchaban idiomas extraños de los que a veces conseguían aprender lo suficiente para comunicarse; adaptaban su dieta a cuanto el entorno estaba dispuesto a proveer, o encontraban nuevas fisionomías, vestimentas y costumbres ante las cuales la lentitud de su desplazamiento les permitía aclimatarse, mimetizarse incluso, operándose en ellos profundos cambios antes de haber llegado a su destino. Esa transformación les ayudaba a no sufrir shocks culturales, a aceptar y en la mayoría de las ocasiones a ser aceptados mientras sus intenciones fueran estrictamente viajeras y no colonizadoras. Todo esos trámites, sin embargo, fueron desapareciendo a una velocidad vertiginosa a lo largo del siglo XX, con los trasatlánticos, el ferrocarril y los automóviles, perdidos ahora en vuelos low cost o transoceánicos de varias horas para atravesar el mundo con la sensación de que el mundo no nos atraviesa a nosotros. Recuperar esos trámites, esa lentitud, ese esfuerzo, esa transformación interior y exterior, podría ayudar a las imágenes a recuperar cierto estatus.
Antes, no obstante, nosotros mismos debemos abandonar nuestro antiguo papel de espectadores pasivos, cómodamente instalados en las butacas de una sala a oscuras, y mostrar una actitud participativa más allá de nuestros sermones sobre lo bueno y lo malo, sobre lo mejor y lo peor, como si sólo fuésemos jueces ante el enorme esfuerzo de los demás, porque hasta detrás de la peor película, la peor novela o la peor ópera hay un trabajo colosal, todas las ilusiones de una persona convergiendo en torno a un trabajo que muchas veces se desestima en cuestión de segundos, sin dudar jamás de nuestra autoridad o inteligencia para hacerlo, como si fuéramos relatos cerrados y perfectos, y todos los demás fuesen relatos culpables hasta que no se pruebe lo contrario.
‘Nostalgia del futuro’ se completa con un subtítulo: ‘Contra la historia del cine’. Sabemos la historia del cine, pero ¿hacia dónde se dirige hoy este arte?
Para Giorgio Agamben, todo relato se fundamenta en la conciencia de una pérdida, por eso sitúa la historia de la literatura (y del pensamiento) en una red de pérdidas sucesivas. En El fuego y el relato nos cuenta cómo Baal Shem, mientras urdía la creación del jasidismo, resolvía sus problemas yendo a un punto concreto de un bosque, encendiendo un fuego y rezando unas oraciones; y cómo las generaciones posteriores fueron olvidándose del bosque, el fuego y las oraciones, hasta que ya sólo les quedó la posibilidad de construir una narración a partir de esas pérdidas y esperar que ésta surtiese el efecto buscado. Quizás la historia del cine, en lugar de construirse como relato clausurado ante cada una de sus mutaciones o como pasatiempo para activar nuestros criterios de gusto, deba encontrar su bosque, su fuego y sus oraciones, convirtiéndose en un transmisor de conocimiento y en un agente activo contra los dogmas, la autoridad y la apatía mental.
El cine debe volverse peligroso, como el arte en general, pero no para nosotros sino para nuestros enemigos. Por eso su historia debe convertirse en nuestra historia, si de verdad lo queremos de aliado contra el tiempo y contra todo cuanto nos intenta borrar o someter.
Su escritura nos recuerda continuamente el valor de la lectura y el conocimiento para la formación y desarrollo de las personas. El acto de leer nos hace libres y, sin embargo, se ignora con demasiada facilidad…
Todo está sobrevalorado, incluso leer. No podemos hacer transferibles nuestras soluciones y mucho menos imponérselas a los demás, porque nada nos asegura su efectividad más allá de nuestras fronteras. A mí leer puede servirme para ocupar mi tiempo, forjar mis objetivos y entender mejor mis experiencias, pero eso no convierte esa actividad en una solución global, tan sólo en una posibilidad entre las muchas posibles. Yo leo porque leer me relaja, y mientras tanto no le doy la lata a nadie con mis manías y mis miserias, no pido, no robo, no asalto ni insulto; del algún modo, me vuelvo inofensivo. Leer, además, estimula mis reflexiones, ralentiza mis ímpetus y a veces tengo la sensación de que me hace más demócrata y mejor persona, aunque todo eso sólo sean suposiciones.
Hoy en día muchas películas retratan a colgados y asesinos en serie como personas muy leídas y sensibles, a quienes leer les atraganta las ideas, haciéndoles creer que están por encima del bien y del mal, por encima de otras personas. Por supuesto, eso genera cierta resistencia, cierta sospecha. Justifica el desinterés de mucha gente hacia la lectura. Saber si ellos se equivocan y yo estoy en lo cierto es difícil de probar. Yo podría llamar «incultos o pobres desgraciados» a quienes no leen, del mismo modo que ellos podrían decirme a mí: «¿Es que nunca te miras al espejo, Míster Perfecto?». A esto, por supuesto, podemos darle la vuelta y verlo como una consecuencia del esfuerzo que requiere la cultura en general, sin demasiadas compensaciones visibles en la mayoría de los casos, y a la brutalidad y al pragmatismo de la gente cuando debe evaluar lo bueno o lo malo a partir de algo intangible, más allá de formidables casas, coches ultraveloces, ropas caras, cuerpos perfectos o cachondeos nocturnos. La cultura es algo que no se ve y que sólo notan de verdad quienes han sido instruidos; pero también es una disciplina rigurosa y a veces muy poco agradecida. Leer es una disciplina, pensar es una disciplina, y el mundo suele ser muy indisciplinado fuera de los horarios de trabajo y poco dócil ante una autoridad que no utiliza el látigo y que en la mayoría de los casos es imposible probar, al menos de forma inmediata.
¿Qué hay en la periferia, en ese espacio alejado del centro en el que dices que debemos situarnos bien por azar o por necesidad?
Eso en Nostalgia del futuro lo explico, sesgadamente, cuando me refiero a Robert Hughes y a cómo dibujaba el paisaje cultural de Australia en sus primeras críticas de arte, al notar la ausencia de picassos o kandinskys en los museos de su país, obras que sólo conocía a través de catálogos, diapositivas y postales. Todo lo que él podía proponer en principio le resultó provinciano, pero con el tiempo se dio cuenta de que el arte australiano podía ser una nota a pie de página a la historia del arte universal, algo que, aun sin poseer los atributos necesarios para amplificar los discursos estéticos más importantes, inscritos en su centro, al menos podía ensanchar sus periferias. Y la periferia es siempre una posibilidad, un desvío hacia donde podemos dirigirnos si el centro nos hastía o si su discurso se desgasta.
Una posibilidad que fortalece a quien la persigue…
En su maravilloso discurso de aceptación del Premio Nobel (que en España publicó Mondadori con el título La maleta de mi padre), Orhan Pamuk contaba cómo durante su adolescencia, al leer las novelas de Dickens o Flaubert, le daba la sensación de que en Turquía nunca sucedía nada parecido a las maravillosas historias que contaban los escritores occidentales y que, por si fuera poco, hasta la lengua turca estaba en desventaja ante la modernidad del inglés o el francés. Por eso al principio tuvo la sensación de ser un escritor disminuido frente a los clásicos rusos y El Quijote, hasta que se dio cuenta de que en realidad lo que había aprendido de todos aquellos libros majestuosos sobre los que hablaba el mundo entero y que cruzaban las fronteras del tiempo y el espacio, no era precisamente una lección sobre su marginalidad periférica sino sobre su posible fortaleza si recordaba todas sus enseñanzas y con ellas proponía algo nuevo, ajustado a su propia cultura y a su propia lengua, con armas similares a las de los grandes clásicos y ofreciendo una alternativa a ellos, en otro idioma, desde un lugar que nos ayudase a quienes vivimos en el centro a ver más allá de nosotros mismos, sobre todo cuando ya no somos capaces de renovar nuestros discursos y proponer nuevas posibilidades, cuando dejamos de entendernos o de entender la limitada idea del mundo que tenemos.
En ese territorio periférico podríamos situar a Chantal Akerman, una directora cuyo lenguaje narrativo emerge ante el espectador sin ataduras y cuyo trabajo cinematográfico siempre le ha despertado un gran interés…
Cuando en Nostalgia del futuro narro mis aventuras en el interior de diferentes casas donde he vivido a lo largo de mi vida, en realidad estoy traduciendo el lenguaje cinematográfico de Chantal Akerman a mi propio lenguaje como escritor. Hay cineastas con quienes no tenemos una relación de admiración o rechazo, a quienes no nos conformamos con admirar u odiar, porque con ellos nuestros lazos son más bien de hermandad, como si viésemos en ellos una parte de nosotros mismos que pugna por expresarse y no encuentra la manera de hacerlo. Mi relación con Chantal Akerman es más o menos así, una relación de hermandad. Sus películas para mí no son mejores ni peores, sus películas son mi familia. Todos los conflictos que narran, sobre la identidad y sobre el aislamiento, me definen en el sentido en que yo mismo me veo intentando solucionarlos, un poco como hizo ella: viajando sin descanso, explorando la intimidad y articulando su extraño y elusivo lenguaje, sin miedo a parecer un friki o un exhibicionista ante los demás. Sobre eso mismo trata también mi libro: sobre buscar imágenes que, más allá de decir, nos digan. Para ello hay que tener una mezcla de humildad y determinación bastante paradójica, arriesgarse a provocar la risa o el escarnio, mezclar lenguajes, ser al mismo tiempo científico y personal, sin miedo al cortocircuito que se pueda producir, buscando siempre un equilibrio desde donde ver, pensar, hablar y actuar sean parte de la misma cosa. En eso consiste el libro: en devolver el cine a un terreno donde ver, pensar, hablar y actuar sean parte de la misma cosa.
Los judíos, Auschwitz y el Holocausto están siempre muy presentes en su escritura como objeto de estudio…
Susan Sontag lo cuenta muy bien en Ante el dolor de los demás, cuando describe su reacción a las primeras imágenes que vio del Holocausto por primera vez. Fue como un antes y un después. También para mí. Ese sentimiento no te culpabiliza de nada pero te responsabiliza. Y en cierta manera yo me siento responsable, no sé de qué manera y con qué fines, sólo sé que me costaría pensar en nada, en el pasado, el presente o el futuro, sin tener presentes las imágenes del Holocausto. Es extraño porque eso no me impide sentir repulsión hacia los israelíes cuando despliegan sus tácticas destructivas con sus vecinos, por mucho que la mayoría de las veces únicamente estén defendiéndose de sus ataques.
En algunas entrevistas, el escritor Primo Levi recordaba cómo sus hijos le prohibían hablar en casa acerca de su experiencia como prisionero en Auschwitz. Buena parte de su obra gira en torno a aquel acontecimiento, que 40 años después lo empujó a suicidarse. Fueron 40 años de silencio compensado por la escritura, por la búsqueda de palabras que le ayudasen a explicar qué había sucedido. Una condena similar, no obstante, la arrastramos todos de una u otra manera. Queremos buscar un modo de narrar nuestro pasado, de fijarlo para que ciertas cosas no se repitan nunca, para que sirvan de ejemplo a los demás o simplemente para dejar claro que hemos existido; por desgracia, resulta muy difícil. La objetividad a menudo no basta, no basta con nuestra propia historia, con nuestra experiencia. Tampoco sirve el rigor historicista. Como recuerda Andrew Graham-Yooll en Memoria del miedo al hablar sobre la dictadura militar que sumió Argentina en el terror durante los años setenta, «sólo la ficción puede contar estas historias, porque impresas como testimonios parecen falsas». Quizás yo esté buscando constantemente esa forma de ficción real que haga que lo que escribo no suene a falso, y que con ello se preserve la memoria de cuanto me ha hecho responsabilizarme (más allá de todas esas cosas que nos enseñan en casa, en el colegio y en la iglesia) sin sentir opresión por ello.
Entrevistó al cineasta Claude Lanzmann en 2005 y éste fue categórico: «En realidad, nadie sabe nada acerca del Holocausto». ¿Qué le parecieron estas declaraciones?
Cuando fui a entrevistar a Claude Lanzmann en Madrid, lo primero que me dijo fue: «Soy francés, judío, director de cine y tengo 78 años; también soy infeliz, viejo, un superviviente y estoy cansado». Antes de hablar con él me habían prevenido sobre su poca paciencia, sobre sus repentinos estallidos de ira, sobre la posibilidad de que me insultase o desdeñara mis preguntas. Pero todo fue más o menos bien. Recuerdo, eso sí, algo que me dijo: «A los 18 años luché al lado de la Resistencia. Pude haber muerto, pude haber sido deportado, pude haber sido enviado al Velódromo de Invierno para que más tarde un tren me llevase a un campo de exterminio… Me pudieron pasar muchas cosas y, sin embargo, sigo vivo, estoy aquí, con usted, hablando en medio de un gran silencio. Todo esto para mí es una enorme responsabilidad. Los rostros de los muertos me acompañan desde aquel momento de mi vida, me han acompañado siempre, hasta en sueños; son mis compañeros más fieles. Ellos son Shoah, mi película; yo soy Shoah«. Aquellas palabras me transformaron.
Al final de ‘Nostalgia del futuro’ encontramos una larga lista de películas que han marcado la historia del cine. ¿Cuáles de ellas han incidido en verdad en su biografía, han influido en su mirada y las considera imprescindibles?
Hace poco me invitaron a escribir un texto para el suplemento cultural de ABC sobre las 25 mejores series que he visto en los últimos 25 años, que comencé así: «Se busca joven de opiniones contundentes, furios@, agnóstic@, frustrad@, sin límites en cuestiones de sexo, preferiblemente de raza & religión & nacionalidad indeterminadas, líder en las redes sociales, creador de trending topics, expert@ en geopolítica & otros saberes, hábil con la tecnología, apocalíptico con respecto al futuro del cine & la literatura & las artes en general, y máster en William Shakespeare & cinturón negro en combates dialécticos, para escribir una lista de las 25 mejores series de los últimos 25 años, entre las que no podrán faltar -claro- House of Cards, Black Mirror, Perdidos, Juego de tronos, The Walking Dead, Los Soprano, Breaking Bad, House, A dos metros bajo tierra o Expediente X. Como no soy la persona que buscan porque no me ajusto a su retrato robot, les pido disculpas antes de escribir las líneas que siguen a continuación».
Lo que quería decir en realidad es que un crítico o un escritor debe caracterizarse por lo que aporta pero no por lo que repite, aunque lo haga a gritos, como suele suceder hoy en día; debe destruir el circuito cerrado de los discursos, para alumbrar nuevas zonas. Y en la lista que propongo en Nostalgia del futuro hay suficientes descubrimientos posibles para satisfacer la curiosidad de casi todo el mundo, y en ellos se reflejan las diferentes etapas de mi personalidad, la curiosidad que me ha movido siempre en direcciones inopinadas, y los objetos de reflexión sobre los cuales rara vez he podido hablar porque difícilmente he encontrado cómplices con quienes poder compartirlos.
Hace unos meses hizo un viaje por Centroamérica y fue narrándolo con imágenes en las redes sociales. En algunas de ellas se palpaba el peligro. A veces hay que tirar de mucha valentía para viajar…
El miedo es el mecanismo de control más implacable, porque nos paraliza y empuja a cobijarnos al lado de los demás, como ovejas en medio de una tormenta. Vencer el miedo es un ejercicio liberador y muy bonito si uno puede compartir la experiencia, no para dar envidia sino para demostrar nuestras enormes posibilidades en la realidad. Todo el mundo suele tener excusas para quedarse en casa y ver la televisión o participar en las redes sociales: el trabajo, la familia, el tiempo, la edad, el dinero… Pero en la mayoría de los casos el motivo real es el miedo, miedo a lo desconocido, a forzar tus limites, a no dar nada por sabido, a valorar quién eres más allá de quién eres para los demás. Nostalgia del futuro, en cierto modo, es un libro viajero, soy yo cruzando las fronteras de Centroamérica a pie, en mitad de la noche, solo, consciente de aquello de lo que huyo pero ignorante de hacia dónde voy, como diría Montaigne.
Vive en Estados Unidos, donde es profesor. En breve se celebran elecciones. ¿De qué tendremos nostalgia si gana Trump, de pasado o de futuro?
Si gana Trump todo cambiará aunque siga siendo igual. El lenguaje del Poder y el dinero se elevará todavía más, por encima del lenguaje de la educación y la cortesía; habrá más brutos dispuestos a sentarse en el trono de los reyes porque habrán entendido que en este mundo hay muchas personas dispuestas convertirse en vasallos de cualquiera. No se construirá el muro que separe definitivamente Estados Unidos de México (porque es absurdo y no evitaría que se excavasen hoyos para seguir atravesando la frontera), a mí no me echarán al día siguiente de las elecciones porque eso iría contra la Ley y antes habría que cambiarla radicalmente (y eso llevaría un tiempo y requeriría un consenso imposible), y tampoco habrá una Tercera Guerra Mundial. Esas son sólo las patrañas de quienes beben cerveza y se acodan en la barra de un bar para contarles a sus amigos de qué va el mundo porque ellos ni se enteran. Trump, de ganar, sólo certificaría la derrota de algo en lo que creer más allá de la religión, la fama, la belleza, la ciencia, la tecnología o el dinero. Con él, toda forma de cultura se convertiría en una amenaza. Por eso yo con Nostalgia del futuro, y usando las palabras de Fritz Zorn en Bajo el signo de Marte, «me declaro en estado de guerra total», contra él y todos los brutos que creen poder dominar el mundo y convertirnos en sus siervos.
Comentarios
Por Joan, el 04 noviembre 2016
No es culpa de Trump que soportemos y vivamos los tiempos de mayor mediocridad intelectual, moral y filosófica de la historia reciente. Trump es un producto-resultado, un síntoma más que un abanderado. Por supuesto que mejor que no salga elegido… pero entonces tenemos a la Clinton que es la Guatemala del Guatepeor… Parece que estamos condenados a ver derrumbarse nuestra sociedad por falta de amor propio colectivo y de combatividad, y no tardaremos en colapsar muchos años. Lo merecemos por perder, por perder la esperanza, la creatividad y la iniciativa ante demomediocridad.