Por qué no aprovechar para purificar también el ambiente laboral y los liderazgos
El apagón por el coronavirus está purificando el aire en las regiones más afectadas. Quizá sea momento de que el clima laboral, tan viciado en los últimos años como el del planeta, se purifique también ahora que hemos dejado en desbandada tantas oficinas vacías. Ya que la pandemia lo está poniendo todo patas arriba, en vez de que los de siempre saquen tajada de la precariedad, ¿no es momento de replantearnos lo tóxico de tantos ambientes laborales y de valorar otro tipo de liderazgos basados en el mérito cooperativo, que ahora deberíamos llevar a primer plano? Sería una buena lección aprendida de algo tan desolador.
No hace mucho un amigo me contó que desde que su madre había sido destinada a otro centro de trabajo, las compañeras, apoltronadas en el puesto desde tiempo inmemorial, le hacían la vida imposible. Recordé entonces historias parecidas vividas por terceros y escenas de documentales de naturaleza sobre el comportamiento territorial de algunos primates. Otra amiga me contó después que en la oficina le habían sugerido que disimulara su feminidad porque traslucía debilidad, y que adoptase una posición más masculina, lo que me hizo pensar en el sociólogo Pierre Bourdieu cuando dice que la docilidad es un universal femenino que lejos del sentido de sumisión que le atribuimos, etimológicamente quiere decir facilidad para aprender o escuchar, o sea, rasgo digno de elogio en entornos propensos al estrés. Pienso en ejemplos de la biología y la sociología porque cada conflicto humano es animal además de social, y el ambiente laboral también.
El trabajo es uno de esos contextos que exprimen la personalidad para bien y para mal. Un caldo de cultivo que puede fermentar en talento y superación como en oportunismos y corruptelas, derivando en toda una cultura laboral. Las tensiones y roces que tantas veces derivan en mobbing son una presión psicológica extra al propio trabajo que obstaculiza el rendimiento. Es una conquista pendiente aunque se asuma que la psicosfera laboral es tensa por naturaleza. El trabajo es trabajo, repetimos como para convencernos de una perogrullada profunda, sin reparar en que decir eso equivale a decir cualquier cosa, desde que requiere esfuerzo a que es un salvavidas o un medio de explotación. Persuadidos por esa excusa, tan cínica en tiempos de crisis, se legitiman y normalizan situaciones y conductas inadmisibles hace unos años: regresivas en derechos, nocivas para la salud o constitutivas de delito. Y se encumbran -vía Recursos Humanos- personalidades tóxicas o perfiles que nunca deberían haber medrado.
Un sistema que nos vuelve locos
El ambiente laboral nos afecta cada día y de forma directa en nuestra calidad de vida. El libro de Vincent de Gaulejac y Fabienne Hanique Le capitalisme paradoxant: un système qui rend fou (algo así como ‘El capitalismo paradójico, un sistema que nos vuelve locos’) visibiliza las paradojas a las que el trabajo puede arrastrarnos. Según sus autores, estas paradojas sumergen al individuo en dilemas irresolubles al imponer objetivos incompatibles: producir más con menos recursos, tener espíritu de equipo mientras se individualiza la evaluación del trabajo, fomentando la rivalidad, etc… El libro analiza cómo estas empresas pueden socavar la salud: estrés, agotamiento, depresión… Y cómo los empleados se resisten con un alto coste mental. Algunos intentan relativizar, mientras otros se adaptan justificando todas las decisiones gerenciales, convirtiéndose en promotores corporativos y embarcándose en una actividad incesante bajo el ideal de hiper-eficiencia, lo que a menudo puede hacer que deje por el camino jirones de personalidad, pero también de compañerismo.
La clave de esta paradoja es que niega basarse en la ley del más fuerte por apelar a la ideología del mérito o los valores tradicionales de la escuela. Pero mientras esos valores se aplicaban al aprendizaje o el conocimiento, aquí el mérito suele reducirse a la productividad. Los autores analizan también el uso masivo del oxímoron (cuando los despidos se llaman «expedientes de regulación») o cómo el uso generalizado de la jerga gerencial oculta las paradojas y delega en el empleado la responsabilidad de hallar soluciones (proactividad) y la presión de expresarse solo de manera positiva, sin mostrar debilidades o dudas. El empleado menos productivo es puesto en cuarentena no solo por los jefes, sino por sus colegas. Mientras tanto, palabras como ética, integridad o compañerismo encabezan códigos corporativos o recetarios de Linkedin. La cuestión es de qué depende la calidad del ambiente: ¿Del grado de identificación con el trabajo? ¿O de las condiciones laborales, técnicas y humanas? ¿Un trabajo difícil se acomete mejor en un ambiente fácil que uno fácil en un ambiente difícil?
El rodillo productivo, el laboratorio social
Mientras algunas empresas invierten en consolidar plantillas mimando el ambiente, otras optan por renovaciones periódicas cuando este se crispa, despidiendo y contratando nuevas filas no tan quemadas para el rodillo productivo. De cerca, la oficina es todo un laboratorio social. En sus condiciones se recrean gran parte de los conflictos que constituyen casos de estudio clínico en la calle, por las desigualdades, presiones y ambiciones a las que los empleados son sometidos.
Es una oportunidad de aplicar la sociología o la psicología con modelos como la Ventana de Johari (lo que un empleado sabe de sí mismo pero los demás ignoran, o lo que los demás opinan de él y él ignora), los roles interpersonales de Eric Berne (infantil, paternal o adulto) o de Karpman (víctima, salvador o perseguidor). En este laboratorio encontramos perfiles variopintos: los que critican el trabajo ajeno y los que lo estimulan, los que cultivan su imagen por su estilo o productividad y los que no dudan en sacrificarla para apagar fuegos, los que alegran el ambiente desde que llegan hasta que se van y los que fichan al entrar y salir pasando lo más desapercibidos posible al ver la oficina como un loquero ajeno a la vida privada.
Todos representan personalidades con las que estamos condenados a entendernos. Personas únicas por obra y gracia del azar y la necesidad, de su biología y su biografía, con sus distintas circunstancias y ritmos en un trabajo para el que no todos están siempre igual de cualificados. Y con distinta progresión, por tanto. El agravio comparativo está a la que salta, y por eso es de lamentar que estas empresas promocionen menos la capacidad de integración o cooperación que esa competitividad individualista, reconociendo perfiles que por ambición o simple adaptación y supervivencia, pierden los escrúpulos para ser el más trabajador y productivo o medrar a costa del prójimo. El vínculo entre estos perfiles y las empresas paradójicas a las que tan bien se adaptan se ha constatado en Francia, que sufrió casos de suicidios masivos por acoso laboral hace unos años, y da ejemplo de toda una cultura de espabilados y narcisistas que ya constituyen una patología: “personas encantadoras que buscan alimentar su gloria a costa de los demás, creyendo que, por cada pie que aplastan, ganan un pie de altura”, según la definición psiquiátrica.
Personas que oxigenan y personas que intoxican
El Nobel en Física Murray Gell-Mann dijo una vez que hay más diferencia entre una persona que sabe mecánica cuántica y otra que no sabe, que entre una persona que no sabe mecánica cuántica y cualquier otro de los primates superiores. Un abismo similar parece haber entre quienes viven y trabajan bajo valores de la inteligencia social y quienes no piensan más que en sí mismos. La energía y el tiempo invertido en sopesar variables para ser justos o buscar el interés general lo optimizan estos perfiles para aparentar o sacar tajada. Por eso en la vida laboral, como en la política, se echa en falta la puesta en valor o visibilización de habilidades sociales, tales como la capacidad de escuchar y cooperar o de gestionar y digerir las propias neuras en lugar de descargarlas en la oficina y contaminar el ambiente, reduciendo así su huella o impacto negativo.
En contextos difíciles hay personas que suman y hay personas que restan, personas que oxigenan y personas que intoxican, por eso además de la solvencia, son tan importantes cualidades como la flexibilidad, la empatía y la capacidad de dialogar o entender sensibilidades morales o culturales tan diversas como las que hoy conviven.
La cultura del temple y el mérito cooperativo
Los compañeros y jefes con tales habilidades son un activo fundamental de la empresa, pues el management se ve también sometido a las paradojas internas mediante la coacción de conservar el puesto a condición de acatar y descargar la presión gerencial en los empleados. Lejos de la imagen del jefe infantil y autoritario, un supervisor capaz de amortiguar dicha presión orquestando la fuerza productiva y el capital humano, es clave. Y lejos de esos psicopáticos modelos de éxito, masculinos o femeninos, tan impecables como implacables, las personas corrientes, no siempre con vidas sencillas pero con la madurez de anticipar los problemas ajenos o las tensiones del equipo sin esfuerzo ni afán de notoriedad, facilitando con humor el trabajo y la vida. Demuestran un temple y un ahorro en consumo psicolaboral ejemplar que ni luce en los currículos ni en las entrevistas de trabajo, confirmando que el liderazgo no siempre está al frente, sino detrás.
Como parte de la sostenibilidad empresarial y la Responsabilidad Social Corporativa, esperemos que los departamentos de Recursos Humanos visibilicen la cultura del mérito cooperativo y los poderes reales de estas personas trabajadoras y discretas, que no necesitan la admiración ajena y nos recuerdan que Superman en la oficina lleva gafas.
Comentarios
Por José María Silva Alvarez, el 15 abril 2020
Un artículo muy bueno.
Basado en la realidad actual.
Enhorabuena Alberto, eres un crack.
Por Ana Olego, el 17 abril 2020
¡Magnífico! Gracias.